Reflexiones para un debate acerca de los procesos de enseñanza y los cambios en las relaciones humanas con las que estamos atravesando las circunstancias extraordinarias de la pandemia
Generación V
Decir crisis institucional suena trágico y amenazante; opositor. Desvaloriza el esfuerzo y compromiso de todes les compañeres que ponen el hombro día a día para que la universidad se mantenga en pie, que prospere, que se garantice el derecho a la educación superior. No es la intención deslucir ese hermoso y denodado sacrificio de los que hacemos universidad. Pero “crisis” es un concepto útil, descriptivo de la tensión en los sistemas administrativos, pedagógicos, políticos, decisionales y de recursos que implica hacer frente a la pandemia como comunidad educativa. Es claro que algo está pasando en la interacción con y entre les estudiantes. La paciencia es escasa y la irritabilidad e incomprensión de tiempos, modos y procesos es evidente. Mucho tiene que ver con el contexto. Pero aquí propongo la hipótesis que no todo se produce en la incertidumbre de la pandemia; o dicho de otro modo ¿en que inciden las propias lógicas de la reinstitucionalización virtual en las percepciones estudiantiles? La pandemia es un acontecimiento irrefutable. En el marco de la necesidad de preservar la vida la universidad se re adecúa, incorpora novedades o preserva tradiciones para evitar el contagio del virus por circulación y contacto estrecho. Pero hay un hecho curioso y remarcable que nos invita a pensar el lado oscuro del asunto: a finales de este año habrá una generación que no ha cursado ni una sola vez de manera presencial en dos años. La Generación V (virtual). Otros anteriormente se han preocupado sobre la forma en la que la ecuación pedagógica mediada por pantalla ha impactado en el proceso pedagógico. La reflexión más potente (detractora de disidencias analogizantes) entre los entusiastas de la virtualidad, es la comparación entre el abandono pre y durante la pandemia, que propone la hipótesis que la virtualización no es expulsiva (o al menos no más que la presencialidad). Propongo aquí otra aproximación, no desde la performatividad del número, sino desde una perspectiva costumbrista, relativa a la experiencia virtual desde el punto de vista del estudiante (Con la salvedad necesaria de que este no es un estudio sobre la educación virtual per se, sino de su masificación compulsiva tras la pandemia, con la correspondiente aclaración de que los supuestos aquí vertidos no tienen capacidad representativa sino tan sólo indicativa).
La universidad se volvió loca
Es entendible que a partir de los cambios germine una percepción negativa en les estudiantes: modificación de hábitos, circuitos, modos de interacción, de resolución de conflictos, de gestión de trámites y por supuesto ni que hablar del “formato” pedagógico. Transformación que resulta, en algún grado, incomprensible para muches estudiantes. En la presencialidad, la tramitación y seguimiento de, por ejemplo, una solicitud de simultaneidad de carrera, una rectificación de notas, un cambio de comisión o cualquier otro proceso básico necesario para instalarse en el aula, tenía algún correlato humano (que resolvía las dificultades de comprensión, la falta de información e incluso la siempre existente arbitrariedad de las decisiones administrativas). Ahora no hay nada parecido. La impersonalización de los sistemas universitarios es percibida como desconcertante, lo que redunda en impotencia y frustración por no poder saldar lo que perciben como necesidades urgentes. Las dificultades técnicas –inevitables en este contexto– del SIU y de la gran “vedette” de la virtualización, el CAMPUS virtual (que acompañan “días sí y días no”), no dan precisamente un marco de certidumbre a la institucionalidad virtualizada. Y con esto no hay cañones apuntando a nadie.
Aula vs pantalla
Más. De las múltiples pérdidas que implica el salto a la pantalla, la más evidente es la merma creciente de la efectividad de los procesos colectivos de construcción de conocimiento. La dificultad de realizar sincrónicamente debates como estímulo a los intercambios de opiniones (y por ende la capacidad de superar juicios previos) cae en la desesperada cuesta abajo de la calidad de contextos de conexión de cada estudiante. La conectividad en Argentina es en promedio mala: baja o nula calidad de imagen, sonido y estabilidad que, en la duración de una cursada sincrónica, limita la capacidad de generación de intercambios fértiles a nivel horizontal. Les estudiantes son enmudecidos o invisibilizados por la conectividad real. Y por supuesto el correlato es la privación de la capacidad de la “sorpresa”: esto es, no aparecen aquellas ideas que les estudiantes no obtienen de la mera experiencia de la lectura, sino que provienen de la escucha y la participación de las ideas de otres. Si bien este planteo no es generalizable y en numerosas oportunidades el debate virtual es enriquecedor, las pantallas, en ocasiones, son aulas vacías. Forma y formalidad Las pautas de comportamiento en el cara a cara son materia de análisis muy profundos. Autores como Goffman han hecho de esta temática una delicia intelectual. Sin demasiada pretensión hermenéutica, considero evidente que la pantalla apagada durante una sesión sincrónica es una traba importante e irremontable. Si une estudiante realiza una pregunta por el chat de la plataforma de video online con la pantalla apagada, el o la docente se encuentra hablándole a una foto; sin tener la menor idea de la recepción del discurso. En el cara a cara, sería una “falta de respeto” que una persona no haga contacto visual con el interlocutor. En lo virtual hemos asumido que el costo económico para las familias en la tecnología y conexión nos cohíba demandar la apertura de las cámaras en actividades sincrónicas (o si lo hacemos nos topamos con las más diversas realidades: “me conecto con el celular de mi hermana que no le anda la cámara”, entre otras). La forma y la formalidad de la situación, en tensión, no acompañan al proceso pedagógico, sino que éste se rinde a los mandatos que, en el fondo, las empresas multinacionales de software, los ISP y las empresas de Hardware nos imponen (es decir, la universidad ocurre sobre soportes que tienen otras finalidades que no son educativas sino lucrativas). Esto es inútil La virtualidad desnuda la vigencia de antiguos modelos pedagógicos heredados de sistemas de organización con una fuerte impronta del poder cuasi feudal. Sistemas de organización del trabajo en donde se mantiene la división funcional entre el nivel de “clase magistral” al que todes debemos aspirar o emular, vs el “trabajo sobre el texto”, relegado a los soldados rasos de la educación. Docentes precarizados, casi telemarketers, en un medio que muches apenas conocen, hacen lo que pueden y no vamos a pretender que reformen las tradiciones pedagógicas en este contexto. Si la estrategia de clase, de todas formas, consiste esencialmente en explicarle el texto a un otre no constatable (un grupo de personas que no vemos) es comprensible que esas personas que sí existen perciban como inútil nuestro esfuerzo. La “clase virtual” como un discurso omnidireccional, sin intercambios, participación, ni feedback, es absolutamente reemplazable (en el sentir estudiantil) por la mera lectura de los textos. Y aquí, claro, depende mucho del perfil de les estudiantes. Muchas inseguridades y dudas no serán despejadas cuando no existe instancia de proximidad posible (acercarse al final de la clase, sin la presión de la observancia social), y el “último recurso” para plantearlas desaparece.
Paradojas y atajos
En detrimento de toda lógica, un contexto tan adverso no expulsa sino que atrae; al menos en términos de acceso. ¿Por qué exponerse a tal experiencia? Algo puede entenderse en el mecanismo subyacente: es comprensible que este contexto de cursadas alimente ansiedades. Y que incluso haya una salida oportunista: ahora se pueden cursar cosas que antes, materialmente, eran imposibles. Colarse entre los intersticios administrativos e inscribirse a 6, 7 u 8 materias y luego se verá. Especulativamente, claro; total no hay que ponerle el cuerpo (la pantalla, apagada). No hay intimidad ni proximidad humana que estimule frenos a comportamientos nacidos de un contexto cultural de miedo, incertidumbre y en el que sectores políticos constantemente nos gritan: “sálvese quien pueda”. Razonamiento que nos abre todo un inmenso campo de reflexión sobre que tipo de cultura estudiantil estamos incentivando (aún incluso antes de la pandemia).
Cerrar con una buena
Recuerdo como si fuera ayer (más de un año atrás) que lo primero que pensé (y escribí) cuando supimos cómo se reaccionaría institucionalmente frente a la pandemia fue: “Chan!, la que se viene”. No sé si era mi pesimismo entrenado con la pátina del “espíritu crítico” de las ciencias sociales argentinas contemporáneas (todo en minúscula). Pero mi sentir era que la virtualización haría más autoritario los procesos decisionales, más impersonales los procesos administrativos y más mediocre el proceso pedagógico. Pero la verdad es que le hemos puesto tanto corazón a la reinstitucionalización virtual de los procesos de contención sociales desde la educación superior (especialmente con énfasis en lo que se llama “el territorio”), que me ha conmovido. Mis prejuicios y temores iniciales no han sido contrastados por una expansión democrática, ni una explosión de afectividad, ni un desborde de productividad en el saber. Pero acá estamos, manteniendo contra viento y marea (con ventilación cruzada y lavado de manos) la institución universitaria “reformada”, para permitir que las trayectorias de vida en nuestros territorios tengan una opción más a futuro, o como dice el Rector: honrar que sigan apostando al saber. Eso vale, por supuesto. Nos queda por delante mucho que hacer. Será necesario recontractualizar los vínculos universitarios para prevenir la cultura del “atajo”, de la intolerancia, del “acomodo” y de la excepción. Pero nada será posible sin la voluntad de entender y comunicarnos.
Acerca del autor / Astor Massetti
Docente. Lic. Sociología, especialista en Antropología Social y Política, Dr. en Ciencias Sociales. Investigador IIGG/CONICET. Ex director carrera de Sociología (UNMdP). Ex Consejero carrera Sociología (UBA). Ex Consejero Superior (UNAJ) y vice Director del ICSyA (UNAJ). Actualmente es Consejero Superior UBA y Coordinador de Trabajo Social (UNAJ).