La educación superior en el mundo está en expansión desde mediados del siglo XX y nuestro país no es la excepción. Desde el fin de la dictadura hemos pasado de 19 a 64 universidades nacionales; lo que conlleva un aumento de matrícula universitaria de 350.000 a un estimado de 2.700.000 estudiantes (un 770% más).
Ambicionando honrar las expectativas de ascenso social a través de la educación superior profundamente arraigadas en nuestra población por razones históricas y constatables. El proceso global que enmarcó esta expansión fue el crecimiento de las economías de bienestar y la profesionalización cívica. En nuestro país se sumaron particularidades que tienen que ver con la institucionalización democrática (la creación del estado moderno), las expectativas de ascenso social de una urbanidad constituida por migrantes y por supuesto la cosmovisión de la universalidad del acceso a la universidad.
Sin embargo, esa expansión de larga duración se ha topado con limitaciones coyunturales que tensionan todo el sistema. La situación presupuestaria hoy está tan mal que la relación PBI e inversión en educación superior ha retrocedido hasta los mismos niveles de 1983: por debajo del medio punto porcentual. Desde la llamada “normalización” universitaria hasta la promulgación de la Ley 24521 de 1995 no se logró darle un cauce institucional al problema presupuestario. Incluso transcurrieron 22 años del retorno democrático y varias reformas legales para apuntalar metas de crecimiento que ponderaran la educación en el gasto público. Así, recién en 2010 se logra alcanzar el 6% del presupuesto nacional en educación. Pero claro, este mecanismo accesorio sólo funciona cuando hay una ley de leyes promulgada y en vigencia.
Lo que pudo y no pudo garantizar la Ley de Educación Superior
En este punto podemos sacar dos conclusiones provisionales sobre la trayectoria de la Ley de Educación Superior. Por un lado, ha logrado representar de manera cabal las aspiraciones antiautoritarias presentes en la universidad argentina desde la resistencia a la avanzada militar de finales de los años ‘60 del siglo pasado. La autonomía y autarquía universitaria, el cogobierno interclaustro representa muy bien el espíritu reformista nacido del caldo de cultivo de la promulgación de la Ley Sáenz Peña y de la constitución efectiva de un Estado tendiente a la democracia de finales del siglo XIX. Punto para la Ley de Educación Superior.
La trayectoria de este aspecto reformista se profundizó en las sucesivas oleadas de creación de nuevas universidades que experimentaron nuevas formas de cogobierno que van desde la horizontalidad en las materias, categorías docentes evaluadas en función de las carreras, hasta la representación Nodocente en los consejos superiores para citar algunos tópicos. La “libertad de cátedra” o la libertad de expresión es un aspecto destacado en esta treintañera ley; que además resguarda la vida política de la universidad de injerencias innecesarias al prohibir la entrada de la fuerza pública en situaciones de desarrollo normal de actividades.
Pero, por otro lado, la Ley de Educación Superior nace en el contexto del Plan de Convertibilidad y la reforma constitucional de 1994, momentos en que la avanzada liberal pugnaba por una reforma integral del Estado en clave disolvente del contrato social adquirido en la segunda posguerra: el desmantelamiento del estado de bienestar. El intento de transferir el costo de la educación superior a la población se pobló de iniciativas que incluyeron el apalancamiento de universidades privadas y dejó abierta la puerta para comercializar determinados segmentos educativos. Es decir, fue ineficiente en lograr una clara correlación entre la ambición de universalizar la educación superior acompañando la expansión con recursos apropiados. Por ese camino buscaba el deslinde de la responsabilidad estatal de su financiamiento.
En el 2015 se intentó a través de otra ley complementaria reubicar la responsabilidad estatal sobre la educación superior y desde entonces el sistema ha entrado en una dinámica compleja: aún en expansión se escuchan voces críticas que van configurando un clima senoidal en términos del rol de las universidades como parte de la estrategia de modernización, tecnologización y aporte al desarrollo económico de los territorios. Ley necesaria para frenar las concepciones de un sector de la dirigencia política que se pregunta, por ejemplo, para qué tantas universidades en el conurbano si los pobres no llegan a la universidad (frase emblemática del inicio del gobierno de Macri).
No fue sólo ideología: el mundo estaba en trámite de reestructuración de los contratos sociales; amoldando las políticas de Estado al modelo de acumulación financiero en auge (Massetti, 2025). Las sucesivas crisis financieras internacionales desde el 2008 iniciaron una debacle que impactó en los presupuestos nacionales a nivel mundial. Se perfiló así otro modelo de gestión que se aleja cada vez más del “estado de bienestar”. Se incluyen allí debates sobre cómo responder a las transformaciones en la estructura productiva; modelos de mano de obra intensiva y concentrada en Asia; pérdida de la capacidad de organizar la redistribución del ingreso. Esto también instala preguntas sobre el posicionamiento y el rol de la Educación Superior.
En nuestro país, la apuesta neodesarrollista brindó una época dorada para las universidades: se crearon 22 nuevas casas de estudio desde el 2007 hasta el 2025. Cada una con sus leyes que agregaron doctrina al rol social de la universidad; se reconfiguró la idea de “universidad de proximidad” al concepto más amplio de “universidad del bicentenario”. Algo que, dicho sea de paso, también es habilitado (o al menos no contradice) la vigente Ley de Educación Superior. La universidad implicó en sí misma una dinámica redistributiva que fue coherente con la concepción económico-social “neodesarrollista” que supo gobernar nuestro subcontinente buena parte del inicio del milenio hasta que entró en franca tensión en cuanto se consolidó la avanzada conservadora primero, y luego ultraderechista.
El resultado de esa fractura entre proyecto de país y proyecto de universidad está a la vista. La caída en materia de financiamiento universitario en los últimos dos años es brutal, una rara avis en términos de trayectoria histórica y un contrasentido frente al hecho de que seguimos en expansión; al menos en lo que se relaciona con la “demanda”: matrículas en crecimiento entre el sistema público y el privado.
La situación extraordinaria abierta por el gobierno de Milei desde finales del 2023, que nos indigna, preocupa y que por lo tanto repudiamos con todas las letras, tales políticas de ajuste sobre sectores estratégicos y sobre la población más vulnerable con el único objetivo del equilibrio contable. A las y los docentes e investigadores y trabajadoras y trabajadores nodocentes nos obliga a vivir en pauperización creciente. Debido a ello, el sistema universitario en su totalidad está en alerta y movilización permanente. La demanda ha logrado un amplio consenso social y político, visible en las masivas demostraciones en todo el país y que se plasmó primero en la promulgación y luego en el rechazo al veto presidencial de la Ley de Financiamiento Universitario que propone recomponer esta situación. Todavía un escenario abierto que requiere una urgente resolución.
Pero la dinámica presupuestaria es sólo una de las cuestiones de fondo que constituyen este escenario. Se observa por un lado un divorcio del rol que ocupa la universidad en el proyecto de Nación. Más allá de lo pintoresco del caso argentino tampoco es aislado. En buena parte de las dirigencias en el hemisferio norte se han reconfigurado las expectativas sobre la educación superior. Incluso en países con tasas de asistencia neta superiores al 80% se escuchan voces que reniegan de la impronta “política” de algunos contenidos; que rechazan la pertinencia de algunas disciplinas; que proponen restricciones presupuestarias o aumentos arancelarios y que incluso rechazan mecanismos de admisión que aseguren la inserción de talentos de otras latitudes. Tal como ocurre aquí hay sectores sociales cuyo proyecto político incluye desplazar la universidad del lugar de discusión sobre las cualidades para el porvenir nacional.
Por otro lado, se observa una reconfiguración de la relación de la universidad con “los mercados”. Si durante la implementación de la Ley de Educación Superior de 1995 se puso en debate la capacidad de los intereses empresariales para dirigir las políticas educativas, hoy se acepta casi sin resistencia alguna la centralidad de ciertas tecnologías (privadas, transnacionales y monopólicas) cuyo avance sobre los procesos pedagógicos y administrativos es visto como un imperativo o cuando menos algo inevitable. La economía del conocimiento, configurada a partir de la tracción de la tecno administración y la mediación tecnológica en las dinámicas pedagógicas, forma parte de la reubicación en la órbita privada de funciones que otrora fueran de exclusiva pertinencia estatal. Sus resultados dependen en definitiva de la forma en la que se expandan esas empresas (por ejemplo, qué norma de 5G monopolice el tráfico de datos en nuestro país determinará la forma y costo para acceder a contenidos pedagógicos).
Como complemento de este mismo fenómeno, hay sectores minoritarios como la Fundación Libertad y Progreso que ambicionan reconfigurar todo el sistema de ciencia y tecnología en función exclusiva de los objetivos empresariales y, que de manera para nada abstracta, ya han avanzado sobre el CONICET y sobre la Agencia Nacional de Promoción de la Ciencia y la Tecnología. Esta avanzada nos permite reflexionar sobre otro aspecto en donde la actual Ley de Educación Superior fue ineficiente: a pesar de crear organismos de regulación y darle mayor estatus institucional a la ciencia y la tecnología, la relación entre las universidades y otros actores del sistema nacional de ciencia y tecnología redunda en asimetrías. La universidad financia parte de las investigaciones, contiene a gran parte de las personas involucradas en la investigación y ofrece gran parte de la infraestructura. Por otra parte, el CONICET financia en parte las trayectorias de docentes-investigadores a falta de un sistema de reconocimiento nacional eficiente y actualizado. Hay yuxtaposiciones y funciones complementarias que no logran adecuarse y que no se regulan en la Ley.
En resumen, vivimos un contexto donde se combina la expansión histórica del sistema y nuevos tipos de estructuras sociales (cambio socioproductivo) con otros aspectos específicos: apropiación de recursos (ajuste), de sospecha política, de descarte disciplinar y de intento de dislocación del lugar de la universidad en el repertorio sociocultural. Este contexto por supuesto que nos ocupa porque abre un frente tétrico en el día a día de las universidades. Pero este contexto no agota la agenda de las universidades, sino que en tal caso le agrega complejidad a los lineamientos sobre los cuales se construyó un consenso sobre el desarrollo de la universidad argentina de cara al futuro.
¿Hacia un escenario post Ley de Educación Superior?
Las universidades tenemos registro de la envergadura de los cambios en nuestras sociedades y, desde donde nos toca, recuperamos las demandas e interpelaciones de transformación del sistema. Por supuesto que no se da en el vacío: internacionalmente se ha entendido como una “lucha por la supervivencia” del modelo “universidad” para dar respuesta a las transformaciones socioculturales y la estructura productiva. Ciclos de formación, ya en teoría largos y que se extienden aún más en la práctica, no parecen ser una fórmula que permita dar cuenta de las necesidades de rápida inserción en un mercado de trabajo con nuevos perfiles de profesionalización. Evidentemente “los mercados” presionan por ciclos de formación más cortos que garanticen una mayor vida útil de las trabajadoras y los trabajadores calificados. En vez de tomar personas que transitaron siete años en formación de grado más otros cinco de posgrado (por ejemplo mujeres de 30 años que puedan desear maternar), puede que prefieran jóvenes de 22 o 23 años que tengan alguna formación específica y puedan ser entrenados con versatilidad. Acortar la duración de las carreras es funcional a este nuevo tipo de mercado laboral que, todo indica, avanza a una mayor flexibilización: más horas de trabajo semanales y menos derechos para los y las trabajadores y trabajadoras (y menos obligaciones para el empleador o empleadora).
Así, durante el “descongelado” institucional que generó la emergencia educativa durante la pandemia (que demostró cuán versátil es en realidad el sistema) se retomó la vieja propuesta boloñesa que propone que, para lograr una mayor cobertura en el segmento etario, con menos tiempo de duración de trayectorias y mayor retención, deben reformularse las currículas. Lo que implica, por supuesto, reconversión de calificaciones / habilidades docentes y nodocentes que den respuesta a nuevas estructuras curriculares; que requieren de otros contratos pedagógicos; y que descansan fundamentalmente en los perfiles docentes renovados.
Insistimos en que, por la serie histórica observada y por la performance en otras partes del mundo, la matrícula en educación superior en nuestro país permanece en expansión. Y aquí debemos reconocernos apostando: ¿puede que se revierta la tendencia?, ¿cuán dramático y/o profundas son las transformaciones en las formas de reproducción social que anulen la vocación de desarrollo personal de nuestra población y de desarrollo socioeconómico de nuestra nación? Haciendo cada vez más intrascendente las formaciones de grado y posgrado. O, si no intrascendente, al menos más restrictivo el acceso, en una combinación de limitaciones por empobrecimiento, con medidas que desincentiven la inserción de ciertos perfiles de población. La apuesta en este escrito es que esto no ocurrirá. Es una apuesta “propedéutica”, donde se elige creer: no por candidez sino porque el tiempo que llevan los consensos académicos, de política y gestión universitaria y los propios de los tramos formativos, requieren una planificación a largo plazo que debe ser ejecutada mientras los acontecimientos aún no están definidos.
Pero hay más, si nos reflejamos en otras regiones del planeta que han logrado, a partir de las modificaciones de las estructuras curriculares, expandir su tasa neta de escolarización superior a valores del 80% del segmento etario, el escenario que se nos presenta a futuro es más exigente. Supongamos que completamos las transformaciones en curso y que la población en franca movilidad social descendente logra resistir la transformación regresiva de la estructura social argentina (sin que se resienta significativamente la matrícula actual ni se revierta la tendencia al crecimiento). Es decir, suponiendo que luego de este período regresivo se da lugar a un momento de recomposición en el cual nuevamente las universidades ocupan un rol propositivo coherente con un modelo de país que explícitamente demande educación superior. Algo que creemos sin duda ocurrirá por el lugar que ocupa la universidad en la valoración social. Apostamos. Entonces, ¿cuál sería la progresión de la demanda de docentes y entre ellos y ellas de docentes con formación de posgrado en ese escenario?
Si no se contrae la matrícula por el nivel de destrucción del tejido social y las expectativas históricas y si proyectamos linealmente para tener una referencia, ¿cómo evolucionaría la matrícula? Hoy tenemos la mejor tasa de Latinoamérica y apenas supera el tercio largo de la población “objetivo” (jóvenes entre 20 y 24 años, que es un indicador más entre los que pueden tomarse para comparar poblaciones). Ello quiere decir que hay cerca de dos millones de jóvenes en “edad de ingreso” a la universidad que pueden, en un futuro cercano, interesarse por universidades con ofertas de currículas mucho más versátiles y con tramos formativos más cortos. La matrícula podría duplicarse. ¿Estamos preparadas y preparados?
Referencias
Massetti, Astor (2025) Las crías de cerbero: O sobre cómo en las mutaciones del capitalismo se engendra la alzada ultraderechista, En Revista Geografias desde el Sur N°12 FAHCE/UNLP https://idihcs.fahce.unlp.edu.ar/cig/geografias-desde-el-sur-2025/
Acerca del autor / Astor Massetti

Docente. Lic. en Sociología. Doctor en Ciencias Sociales. Investigador IIGG/CONICET. Director del Doctorado en Estudios del Conurbano (UNDAV-UNQUI-UNAJ-UNO-UNM-UNPAZ y UNaHUR). Sub Director del Observatorio de Educación Superior. Director de Coordinación, Gestión y Curricularización de Procesos de Enseñanza Territoriales y Educación Popular (SPyT/UNAJ). Coordinador de la carrera de Trabajo Social (ICySA/UNAJ) y cofundador de las revistas Lavboratorio (FSOC/IIGG/UBA), Sudamérica (Huma/UNdMP), Pueblo (ICySA/UNAJ)
