Gente rota edita mensajes de voz de WhatsApp con dibujos animados producidos con arreglo a esos audios, recreando un contexto verosímil que da vida a la situación que ese intercambio permite imaginar. Esta es la entrada a una indagación acerca de la velocidad de los cambios operados, a la conciencia del mundo que habitamos y a la fuerza instituyente de los mutantes tecnológicos.
Diariamente me siento presa de una catarata de estímulos que, por lo menos en lo personal, me lleva al embotamiento. Miro sin registrar, escucho sin retener, me informo sin comprender. Me doy cuenta de la trascendencia que tienen algunos de esos bocados informativos con los que se me invita a degustar el pulso que adopta el mundo; cómo no despabilar ante el rojo chillón de los titulares que anuncian el último gesto temerario de Donald Trump. Pero la reflexión a la que invita el regusto amargo queda rápidamente neutralizada por el frenesí al que me expone la vida contemporánea. Todo se me presenta como un continuum, como una masa amorfa e inescindible en la que se va metamorfoseando la conversación social.
¿Cómo existir y funcionar a la vez? Probablemente fue la culpa judeo-cristiana la que inicialmente me llevó a explicar mi menguante productividad a partir de una supuesta tendencia a la procastinación. Necesité de una dosis alta de amor propio y una porción aún mayor de empeño para salir del letargo y escrutar con mayor rigurosidad que la psicología barata a la que tantos años de análisis me fueron predisponiendo el fenómeno que había detrás de la sensación de vivir a la deriva. Decidida a encontrar por mis propios medios las causas de mi malestar me dispuse a investigar. La pesquisa arrojó una serie de palabrejas y de hipótesis que de a poco me permitieron ir uniendo puntos desconectados y contornear un dibujo que paulatinamente iba cobrando sentido. “Infoxicación”, “adicciones tecnológicas”, “trastornos por déficit de atención e hiperactividad”, “fragmentariedad”, formaban una constelación de ideas que daban cuenta de un fenómeno de época.
Como la rana que se cocina de a poco me di cuenta tarde que estaba en el horno, quiero decir, que como solía graficar Marshall McLuhan con la metáfora del pez en el agua para dar cuenta de nuestra relación con los medios, puesta a pensar en lo que se ha transformado el mundo pude advertir que mi hábitat ya no es terrestre sino acuático, y que sin notarlo nos habían crecido branquias, aunque insistamos con usar nuestros pulmones.
Ya tenía un hilo del cual tirar. Encaré la faena repitiéndome una suerte de mantras que por intuición se me antojaban atinados para lidiar con la tarea. Por un lado, Clifford Geertz, para no olvidar que mi objetivo era dotar de sentido fenómenos que me eran opacos desde el punto de vista de su significado, y también para recordar que las cosas no suelen ser como somos. Por otro lado Gregory Bateson y el foco en “la pauta que conecta”, para mantenerme en la complejidad del mundo evitando proyectar sobre él relaciones de causa-efecto. Con Geertz y Bateson como brújula profundice la indagación y fui atando cabos.
Lo primero que entendí es que ese mundo acuático que experimentaba con extrañedad había sido creado por mutantes, sujetos que tenían branquias al igual que yo, pero que carecían de pulmones. Vinieron al mundo cuando éste estaba dominado por el medio acuático y ya no los necesitaban. Mientras yo funcionaba en él a través de complejas operaciones inconscientes e imperceptibles que implican switchear de los pulmones a las branquias, ellos fluyen en el medio acuático porque son verdaderos anfibios. La fuerza instituyente de los mutantes es asombrosa, pero la de quienes defendemos lo instituido le opone una resistencia directamente proporcional, haciendo del mundo un lugar atravesado por tensiones y fuerzas contrarias que está permitiendo a los mutantes desarrollar pulmones y a mis congéneres sofisticar sus branquias. Me pregunto si la existencia de estos esfuerzos contradictorios es para celebrar porque diversifica las lógicas, valores y conocimientos que dinamizan el mundo, o si se trata de una mecánica que contribuye a la esquizofrenia. Ninguna respuesta me convence del todo y dejo de darle vueltas al asunto. Por ahora.
Avanzo en la pesquisa guiada por mis amuletos, encuentro formas distintas de nombrar a los mutantes pero que mantienen un aire de familia: nativos digitales, bárbaros, pulgarcitas, generación post-alfa, millennials. Trasnochada, lo reconozco, logro advertir que en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación esta la clave, ¿la pauta que conecta? Y entonces vuelvo mi mirada hacia aquellos objetos de la cultura contemporánea que antes de esta aventura me negaba a conceder status cultural, vaya a saber si porque no vienen en formato libro, y los ausculto desde otro ángulo. Me calzo los lentes de Geertz y me dispongo a desentrañar la cosmovisión que condensan lo que ahora son para mí ventanas hacia la cultura de los mutantes que, dicho sea de paso, caigo en la cuenta de que es la de mis propios hijos. Todavía horrorizada por la idea de ser el eslabón perdido entre Gutenberg y los mutantes y abrumada por el prominente acervo de esta cultura, me decanto por hacer foco en una única pieza. Decido agarrármela con un video que está en You Tube y del que aún conservaba la sensación de aprensión que experimenté cuando mis hijos mutantes me lo enseñaron jocosamente antes de que se despierte mi interés por este asunto. Se trata de Gente Rota. Probablemente les haya llegado. Aquí se los dejo para que puedan seguir usando sus pulmones y no tengan que switchear a las branquias para googlear. Va un compiladito.
https://www.youtube.com/watch?v=55MP_8fwn_Q
Este material, usado ahora como analizador cultural, constituye una interesante puerta de entrada al fenómeno de la mutación en muchas de sus dimensiones. Gente rota edita mensajes de voz de WhatsApp con dibujos animados producidos con arreglo a esos audios, recreando un contexto verosímil que da vida a la situación que ese intercambio permite imaginar. La mutación más obvia está dada así por el descentramiento de una narrativa logocéntrica a favor de una audiovisual. Los mutantes prefieren pensar y pensarse por medio de una composición hecha de imágenes y sonidos en lugar de hacerlo por secuencias estructuradas por la palabra escrita. La existencia de nuevos medios es lo que posibilita este vuelco hacia narrativas audiovisuales.
De esto último se deriva otro cambio muy perturbador. La preferencia por los lenguajes audiovisuales y los dispositivos digitales los hace dominadores de saberes tecnosociales que a diferencia de la lectoescritura que nosotros cultivamos en la escuela, ellos forjan en la práctica social, es decir, no son producto de un saber experto que adquieren con el método de “la letra con sangre entra” sino que lo dominan a fuerza de ensayo y error, de hacer y experimentar. Aprenden a expresarse en distintas plataformas mediáticas como aprendieron a hablar, aunque esta experiencia no es comparable al fenómeno de la lengua materna porque son huérfanos digitales, prefiguran su cultura de forma autodidacta y en comunidades de práctica.
En Gente Rota se aprecia un rasgo que en la bibliografía que problematiza el modo de habitar el mundo de los mutantes se denomina como “cultura de la convergencia”. Esta idea busca señalar toda una nueva forma de praxis comunicativa, donde los sistemas de comunicación son interdependientes y el consumo se presenta como una práctica en red en la que el rol de usuarios y productores se desdiferencia. Convergencia precisamente alude a la fusión, la transversalidad, la mezcla. Por ejemplo, hay una convergencia mediática: el mensaje de audio que se origina en WhatsApp circula por Twitter, Facebook y You Tube tras ser postproducido, y a su vez llega en algunos casos a trascender a otras plataformas en virtud de que su contenido se vuelve viral. También la participación es convergente: usuarios de WhatsApp producen intencional o involuntariamente mensajes de audio que envían a un diseñador para que protagonicen sus historias animadas. Y todo esto está habilitado por las posibilidades que brinda la tecnología digital y la inteligencia colectiva que implica que los usuarios tomen los medios para contar sus historias, experimentando, innovando, recontextualizando, manipulando aquellos mensajes a su gusto. Si se lo pondera desde la idiosincracia cultural ilustrada que supimos conseguir, Gente Rota materializa una orgía simbólica, donde se profana la figura del autor de la que deriva la de propiedad intelectual, y donde el consumidor se transforma en productor de contenidos gracias a una inteligencia colectiva.
Gente rota también pone en escena la exposición de la intimidad a la que los nuevos medios empujan y al consiguiente avance sobre el fuero íntimo que opera lo que sometemos a escrutinio público. En efecto, su título “gente rota” surge de la impostura de la que parecen brotar esos audios, de la sinceridad brutal que escapa al filtro de la versión pulida sobre nosotros mismos que solemos cultivar para exponer en público. Quizás por eso quienes respiramos la mayoría del tiempo con pulmones somos reticentes a comunicarnos por medio de audios. Mientras que quienes se mueven como peces en este terreno se ofuscan cuando el teléfono llama y deben responder con arreglo a pautas de comunicación tradicionales. Junto con la resignificación del fuero público y el privado también la distinción entre realidad y ficción se desdibuja horadada por los medios digitales.
Por otra parte, al recrear la práctica de comunicación que tiene lugar por medio de WhatsApp, Gente rota documenta las formas virtuales de estar juntos propias de los mutantes. Como dije, su materia prima son audios de WhatsApp y esta sustancia facilita que sus historias pongan en escena la interacción a la que dicha herramienta habilita. La ubicuidad, la instantaneidad, la multidireccionalidad, la multimedialidad, permite compartir cualquier situación de la vida aquí y ahora, llevando los vínculos a donde quiera que vayan, sin solución de continuidad entre el encuentro físico y el virtual. Los que todavía acostumbramos a respirar con los pulmones solemos por ejemplo agendar encuentros cara a cara para recrearnos, los mutantes en cambio se dan cita en el espacio virtual para librar una partida de videojuegos, por dar un ejemplo impensable cuando no existían estos games. A juzgar por el contenido de esos audios en materia de sociabilidad la distinción espacio físico espacio virtual no es relevante para los mutantes; para ellos estar juntos no es necesariamente sinónimo de encuentro físico.
Tampoco en materia moral nuestro sistema de prohibiciones y virtudes representa guía alguna para regular la conducta de los mutantes. Frente a la cultura del deber y el disciplinamiento que moldeo el cuerpo y la consciencia de quienes tenemos pulmones, los sujetos anfibios calculan en base al placer la conveniencia de sus actos. Como en la conversación en la que una abuela es instruida por su nieta sobre cómo se consciente hoy la ejecución de ciertas prácticas sexuales en su grupo de referencia. La economía moral que allí despunta es apenas una muestra del cambio de paradigma que implica lo que Lipovetzky ilustró como la ética indolora que adviene con el crepúsculo del deber.
Por último, hay una transformación producto de la mutación cultural que está interesantemente problematizada en Gente rota en forma de brecha o choque generacional. Esa oposición se observa fundamentalmente en la ductilidad que los mutantes ostentan en el uso de la tecnología en contraste con la torpeza con la que manipulamos estos aparatos nosotros. Pero también se palpa en el modo en que aparece trastocada la experiencia de distintos aspectos de la vida (el trabajo, la sociabilidad, la dimensión moral, etc.) para una generación que, a diferencia de la de los mutantes, sienten que su hábitat natural ha sido violentado por la emergencia de los medios digitales.
Al llegar a este punto me detengo y reflexiono sobre el resultado de mi trabajo. Me palpo las branquias y me asombro por haber estado viviendo sin haber notado su presencia hasta ahora. Me dispongo a resolver el dilema que había dejado abierto ahora que me siento mejor preparada para discernir: ¿hay una promesa de pluralidad en las fuerzas contrarias que animan a este mundo o se trata de una lógica de funcionamiento digna de tratamiento psiquiátrico? Me cuesta decantarme por una de estas opciones y comienzo a sentir que el dilema así planteado es una encerrona. Evoco una última vez a Bateson: ¿cuál es la pauta que conecta? Mi hija me saca de mis cavilaciones al requerir mi ayuda para la redacción de un ensayo escolar sobre el modo en que avanza la historia según la dialéctica de Hegel. La ayudo a ponerse en modo pulmones y mientras me dispongo a reconectar con mis dudosos conocimientos en filosofía experimento un momento Eureka: ¡Es la síntesis!, me digo, y me lamento de no haber incluido entre mis mantras a esta frase del escritor Scott Fitzgerald que me hubiera ahorrado mucha angustia y tanto trabajo:
“La señal de una inteligencia de primer orden es la capacidad de tener dos ideas presentes en el espíritu al mismo tiempo y, a pesar de ello, no dejar de funcionar”.