Cada 13 de noviembre se conmemora el Día del Pensamiento Nacional debida a la fecha de nacimiento de Arturo Jauretche en la ciudad de Lincoln en 1901. Vaya nuestro homenaje en su 120 aniversario con este dulce relato de costumbres incluido en sus memorias inconclusas.
Es la una de la tarde. Apretado en el hilo de sombra que cuelga de las paredes, Juancito camina en dirección a la plaza. Ya van tres cuadras en las cuales ha repelido varias asechanzas de los sioux y los comanches. Tres cuadras es lo que cuenta el gallego García que lo mira desde la puerta del almacén de ramos generales; para Juancito las distancias son millas, muchas millas; Juancito no sabe qué es una milla, pero sabe que es el modo de medir que corresponde a las aventuras en que anda metido. Va cargado con todas las armas que ha recogido en las vidrieras de la armería de Bisardo: dos winchesters, una escopeta, el cuchillo de monte, el colt, dos cananas; lleva también una caramañola y de ella echa un imaginativo y largo trago. Lo necesita, pues se prepara a cruzar uno de los lugares más terribles del desierto. Piensa en “El Llano Estacado”.
De vereda a vereda la arena de la calle tiene una cuarta de profundidad. Cruza y recobra la ínfima sombra que cae en la vereda.
De pronto Juancito olvida el desierto de Arizona que atravesaba; está de nuevo en el pueblo, junto al zaguán de las Gadeas. Ese zaguán ancho, con cancel de rejas, que da al primer patio, un patio de grandes baldosas blancas y negras, en cuyo centro está el naranjo y a cuyo fondo, sombreando el paso al segundo patio, el jazmín de Chile cuelga una tupida cortina verde, rameada de blanco.
El zaguán lanza hacia la calle ardiente una bocanada de aire fresco y húmedo. Es lo que corresponde, como corresponde también el grito desaforado con que Juancito aprovecha la profunda riqueza de ecos del zaguán. Grito que el zaguán recoge, da vuelta y amplía provocando la irritación de las Gadeas, ya expectantes, como todos los días, a la siesta.
Las Gadeas son tres hermanas solteras, las solteronas más estiradas del pueblo. Son tan viejas como el pueblo; no mucho, sin embargo, porque el pueblo, para pueblo, es joven. Además, la edad de las mujeres y los pueblos se fecha con distinto almanaque.
Las Gadeas son importantes, de la gente que da la nota de distinción local; conservan todavía un pedazo de campos y solteronas, y ya desesperanzadas, tienen una actitud prevenida, como crispada, ante todo lo que pueda ocurrir. Desde hace rato lo esperaban a Juancito, cuando él todavía andaba cruzando su desierto de Arizona. Están a la espera del grito provocativo en el zaguán y esperan también lo que viene en seguida, el estribillo.
Juancito hace correr la varilla que trae en la mano por las rejas de las ventanas; es como un redoble sobre la cara de las tres que están atisbando la calle detrás de las persianas de mimbre, con paisajes pintados.
Ahora Juancito corre, corre, corre gritando:
Son tres, son tres, las Gadeas;
las tres solteras y las tres son feas.
Un versito que le han enseñado los mayores, entre ellos el gallego García, que lo seguía con la vista y ahora llama para que vean y oigan los que están dentro del almacén. Juancito corre y lo siguen los gritos indignados de las tres hermanas: “Mal educado”. “¡Quiénes serán sus padres…!” “En fin, ya se sabe: ¡un guacho…!”
Unos metros más adelante, Juancito deja de correr. Ha llegado a la plaza, al oasis. Es ahora un tuareg, sobre un camello; pronto deja de serlo porque ya no está en el desierto de Arizona ni en el Sahara: está sumergido en el fresco de la plaza. Ahora unas matas de bambú y las palmeras escenario para los personajes de Salgari.
Por poco tiempo. Mira a todos lados. No está el tuerto Tassano, y allí está la palmera que provoca todas las tentaciones de los chicos del pueblo. ¡Esos coquitos! No importa si son ricos o no, pero el tuerto Tassano, el placero, los cuida con pasión, con la misma pasión con que los muchachos lo apetecen. ¡No!, no son coquitos, son trofeos de una victoria siempre disputada, tarde por tarde con el guardián temible y aborrecido. Juancito echa un nuevo vistazo en todas las direcciones y trepa en seguida a la palmera.
De pronto, saliendo de entre las matas en que se había emboscado aparece Tassano blandiendo su bastón. Juancito se tira rápido de la palmera; cae, se golpea, y fuerte, pero consigue disparar. Corre cada vez más ligero pero Tassano lo sigue, lo trae corto, ¡ya lo alcanza! Han salido de la plaza, cruzado corriendo la calle arenosa, trepado a la vereda, y no le queda a Juancito más que un último recurso: el zaguán de las Gadeas. Entra corriendo, desesperado y se arroja sobre la cancela, que afortunadamente cede: está abierta.
De pronto se encuentra en medio de la frescura del primer patio, junto al naranjo y entre las tres Gadeas que han salido azoradas. Tras él ha entrado el tuerto Tassano, que levanta el bastón para castigarlo. Y entonces, entre los dos peligros Juancito, anodado, oye a Carlota que grita: ¡Insolente! Y se dirige enfurecida al tuerto Tassano: — ¡Atrevido! ¡Entrar de esa manera en nuestra casa! Se conoce que ya no está mi hermano. Que ya no somos nadie. ¡Ya no somos nadie, no nos respetan aquí! ¡Persiguiendo de esta manera a la pobre criatura! ¡Pobrecito!
“¡Pobrecito, pobrecito!”, dice Inés —la segunda— poniendo la mano sobre la cabeza de Juancito.
Y la tercera, Teresa, corre al naranjo, corta la última naranja minuciosamente conservada, que está allí, prolongando su madurez, ya un poco ajada por el verano, y se la ofrece a Juancito. Este, desconcertado, mira a Tassano que se retira acobardado, con la cabeza hundida en los hombros; mira a las Gadeas triunfantes, porque han impuesto su autoridad. Mira a la naranja. Se mira a sí mismo, y tiene vergüenza. Y llora cuando la mayor de las Gadeas le dice: —Cómela, cómela —mientras va al comedor a buscar un cuchillo para que Juancito pele la naranja que tiene en la mano, indeciso, perplejo, alegre y acongojado a la vez, sin acertar a comprender qué le pasa.
Así fue cómo, poco a poco, empezó a haber un varón en la casa de las Gadeas. Tan varón que después de muchas chocolatas y moretones acabó con los gritos de los otros muchachos en el zaguán y sobre todo con el estribillo aquel:
Son tres, son tres las Gadeas…
Y ésta es toda la historia de por qué a Juancito, ya hombre de pro, todo el mundo lo conoce por “Don Juan Gadea”, aunque firme de otra manera. “Mis tías”, dice por las que aún viven. La mayor ya es “la finada tía Carlota”.
Y también la verdad, entre tantas mentiras que se dicen maliciosamente sobre una de las Tres Gadeas, sin precisar cuál. La verdad, es que en este caso no es cierto aquello de que “madre hay una sola”.
De memoria. Pantalones cortos, Capitulo X, pág. 155-159