Chile se incendia en una ola de indignación apenas contenida. Una de las demandas construida en el seno de la barricadas es la de un nuevo acuerdo político y social que deje atrás el marco jurídico neoliberal. En esta nota se explica cómo fue la gestación de la Constitución pinochetista de 1981 y sus derivas posteriores que funda la insurrección actual
“La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque – valga la metáfora – el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”.
Jaime Guzmán, artífice de la Constitución chilena de 1981
A los pocos días del sangriento golpe militar del 11 de septiembre de 1973, no solo fue suspendida la Constitución de 1925 sino que se buscó crear una nueva institucionalidad. Con este objetivo, la dictadura designó una “Comisión de Estudios de la Nueva Constitución” (CENC), luego conocida como Comisión Ortúzar, a la que se le confirió la labor de crear un anteproyecto. La Junta encargó secretamente a cuatro destacados abogados, “el estudio de una nueva constitución política y disposiciones legales complementarias de esta “nueva institucionalidad”. El Consejo de Estado discutió e introdujo algunas modificaciones al anteproyecto entre 1978 y 1980. Mientras la Comisión debatía cómo debía ser la carta magna, la dictadura cometía masivas violaciones a los derechos humanos mediante el terrorismo de Estado y generaba miles de desaparecidos, torturados, detenidos y exiliados.
El principal artífice de esta Constitución fue Jaime Guzmán, un claro exponente del pensamiento de extrema derecha, admirador del régimen de Franco. Entre sus principales influencias se encontraban el pensamiento conservador europeo hispanista de Ramiro de Maetzú, Vázquez Mella, autores tomistas como Manzer y las encíclicas de Pío XII y Juan XXIII, interpretadas de modo restrictivo para hacerlas coincidente con las posturas del individualismo posesivo de Hobbes y Locke y el neoliberalismo de Hayek. Otra vertiente, vinculada a la anterior, es la del pensamiento conservador chileno de Osvaldo Lira, Antonio Encina, Jaime Eyzaguirre, Alberto Edwards, Jorge Prat y otros. Una tercera vertiente es la del decisionismo de Carl Schmitt, uno de los teóricos políticos del nazismo. Schumpeter y Popper también formaban parte de su acervo cultural. Guzmán acudió a argumentos decisionistas para justificar la derogación de la Constitución de 1925 y para avalar la tesis de que el poder constituyente residía en la Junta Militar.
El texto constitucional, una vez concluido, fue sometido a consideración de la ciudadanía mediante un plebiscito nacional realizado el 11 de septiembre de 1980, no casualmente, fecha conmemorativa del inicio de la dictadura. Dicho plebiscito fue cuestionado por las severas irregularidades formales de su celebración (entre otros problemas, no existían registros electorales, regía el estado de sitio y la oposición se vio impedida de efectuar campaña). En este contexto, el resultado oficial fue 67% para el “Sí” y 30% para el “No”. En consecuencia, la Constitución entró en vigencia el 11 de marzo de 1981, aunque hubo sectores de la ciudadanía que no reconocieron su validez.
La Constitución está organizada a partir del concepto de “democracia protegida”. Esta concepción tiene dos supuestos fundamentales, el primero de carácter contextual, ya que se caracterizaba a la coyuntura política como un reflejo del enfrentamiento propio de la Guerra Fría. Se trataba de “una guerra no convencional”, que el enemigo libraba “en una estrategia sin tiempo”. El “expansionismo soviético” era definido como “el mayor adversario que enfrenta el mundo y la civilización occidental y cristiana”. Otra característica relevante de la “democracia protegida” es su carácter doctrinario. Se definía como “antimarxista, antisocialista, antitotalitaria y defensora de la libertad”, entendida básicamente como libertad económica y estaba basada en una concepción militantemente conservadora, descrita como “nuestra concepción humanista de la vida, impregnada de sentido nacional y cristiano”.
Es posible afirmar que esta concepción acotada de democracia, subordinada al orden del mercado y donde los derechos humanos y el papel del Estado tienen un rol muy limitado es de carácter neoliberal. Además esta concepción consideraba a la democracia sólo como un “medio y no fin en sí mismo” para alcanzar un conjunto de “valores que si no se realizan hacen de la democracia un mero título carente de contenido efectivo”.
La transición, ¿”democracia protegida” o “democracia a secas”?
Tal como establecía la Constitución, en 1988, se llevó a cabo un plebiscito donde la ciudadanía debía pronunciarse acerca de la continuidad de Pinochet como Jefe de Estado (después de 7 años como presidente de facto y 8 como presidente “constitucional”). El triunfo del “No”, con el 55% de los votos, dio inicio a la transición democrática y habilitó la posibilidad de convocar a elecciones presidenciales y legislativas a fines de 1989.
Con la vista puesta en las elecciones presidenciales, y conscientes que la dictadura estaba viviendo sus últimos meses, algunos líderes de la oposición modificaron su antigua postura intransigente sobre la carta magna. La Concertación de Partidos por la Democracia, nacida en los meses previos al plebiscito de 1988, aglutinaba a un conjunto heterogéneo de movimientos surgidos al calor de la lucha anti dictatorial: los partidos Demócrata Cristiano (DC), Por la Democracia (PPD), Radical Socialdemócrata (PRSD), Socialista (PS), Humanista, (PH), MAPU Obrero Campesino y Liberal, que iban desde el centro hasta la centro izquierda del espectro político. La Concertación decidió postular como candidato único a la elección presidencial de 1989 al líder demócrata cristiano Patricio Aylwin quien triunfó por amplio margen.
Pocos meses antes de las elecciones presidenciales de 1989 ocurrió un hecho trascendental para entender de qué manera la Constitución condicionó la transición democrática y permite pensar hasta qué punto los dirigentes de la Concertación fueron en parte responsables de la perdurabilidad de esta Carta Magna tan mal avenida. El 30 de julio se realizó un referéndum por el cual se aprobó una reforma constitucional consensuada entre el gobierno y todos los partidos políticos, incluyendo incluso a todos los de oposición (excepto el Partido Comunista, aún ilegal). Curiosamente la dictadura y la oposición hicieron campaña con el mismo objetivo. No fue una sorpresa que el resultado fuera de 91% por la aprobación al proyecto de reforma y 9% por el rechazo. Poco tiempo antes, Pinochet había presentado en cadena nacional el proyecto definitivo de 54 reformas a la Constitución, que contaron con la aprobación de la Concertación. La noche del plebiscito, Pinochet, exultante, afirmó “los chilenos hemos dado una nueva demostración al mundo de nuestra madurez cívica y sentido de responsabilidad patriótica”, y agregó que “nos comprometemos solemnemente ante Dios y ante la Patria, en respetar y hacer respetar la Constitución de la República que hemos generado y que el pueblo chileno, en dos oportunidades, ha ratificado mayoritariamente”. La ratificación de la Constitución mediante las urnas fue resultado del acuerdo entre un régimen militar en retirada, pero que, a diferencia de otras dictaduras del continente, todavía gozaba de cierto consenso ciudadano, y un conglomerado político muy diverso como era la Concertación.
En este contexto, el primer gobierno democrático privilegió lograr la estabilidad política en lugar de implementar las reformas en el ámbito constitucional, legislativo y judicial presentes en el programa de la Concertación. Para tener una idea del poder político que se reservó Pinochet una vez entregado el mando a un presidente elegido democráticamente hay que recordar que continuó como Comandante en Jefe del Ejército hasta 1998 y luego pasó a ocupar su banca como “senador vitalicio”, hasta su renuncia en 2002, envuelto en el escándalo debido a su procesamiento por la justicia española por “delitos de lesa humanidad” y el desprestigio que le produjo que se le descubrieran cuentas millonarias en los EEUU.
En definitiva, la transición chilena, a diferencia de la argentina, fue producto de la negociación y la aceptación de un conjunto de arreglos o pactos que, principalmente, definieron las áreas vitales de interés para las élites (militares, políticas y empresariales). Estos acuerdos básicos entre las élites sobre las reglas del juego han llevado a una democracia limitada, que ha conducido a una transición gradual y ordenada, pero muy lenta.
Las reformas constitucionales más significativas se produjeron en 2005, entre ellas: la eliminación de los senadores designados y vitalicios, la reducción del mandato presidencial,el otorgamiento al presidente de la facultad de remoción de los Comandantes en Jefe, la modificación del Consejo de Seguridad Nacional y la eliminación de la referencia explícita a la existencia de trece regiones. El alcance y magnitud de estas modificaciones llevaron al presidente Lagos a afirmar que “por fin había llegado el momento de una Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile”. Para que este cambio tuviera una carga simbólica refundacional, en la ceremonia especial en que fue promulgado el decreto supremo por el cual se fijó el nuevo texto, la firma de Lagos pasó a reemplazar la de Augusto Pinochet.
“Chile despertó”
Durante casi cuarenta años, este marco constitucional privilegia el derecho de propiedad en todas sus formas, garantizando la libertad económica mientras que algunos derechos sociales no son reconocidos (como el acceso a la vivienda o al agua), y otros no se garantizan adecuadamente (educación, salud y la seguridad social). Al mismo tiempo, la Constitución impidió que el Estado realizara actividades empresariales y le otorgó al Banco Central autonomía respecto al poder político, para fijar las políticas monetarias. Sea durante dictadura o democracia plasmó un modelo neoliberal, un modo de gobernanza que implica una mínima intervención del Estado y que funciona bajo una lógica de mercado, en el cual el Estado es subsidiario. En este contexto, este apenas interviene para compensar las inequidades producidas por el mercado y no asegura derechos sociales de manera directa. La privatización de la salud, la educación y el sistema jubilatorio son un reflejo de este modelo que tiende a perpetuar la desigualdad.
En esta concepción de democracia, el sistema político y el modelo económico excluyente son los responsables del desprestigio no sólo de los partidos políticos, sino del descontento ciudadano respecto al funcionamiento de la misma. Este descrédito se ve reflejado en el desinterés por la participación política y en el creciente rechazo a la clase política. Durante 30 años de transición todo “parecía en calma” y el deseo de reforma constitucional, aunque cada vez más presente, no terminaba de calar en la sociedad.
En la primavera de 2019 se produjo un “terremoto social” que está demostrando que Chile “despertó”. La promulgación de una verdadera Constitución democrática parecería ser la única manera de darle cauce y participación a una sociedad realmente democrática. Ya no quedan dudas que ha llegado la hora de reemplazar la carta magna de los triunfadores establecida en los trágicos sucesos de hace casi cincuenta años.
Acerca del autor / Rafael Briano
Lic. En Ciencia Política (UBA), docente de Introducción a las Ciencias Políticas, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata y docente de Análisis de la información internacional, Facultad de periodismo y comunicación, Universidad FASTA.