Llamamos con el nombre de “derecha” no solamente a un partido político o a una identidad, sea ésta individual o colectiva, que puede asumir en determinados momentos posiciones típicamente de derecha, sino más bien a un instinto o pulsión, una especie de pathos que, ante determinadas circunstancias, emerge como deseo de desigualdad. Por eso, más allá de las distintas caras de la derecha ella siempre puede devenir fascista, pues el fascismo es el punto en que ese deseo de desigualdad es llevado al extremo de la eliminación de la humanidad del otro. Incluso hasta poner en juego la misma idea de humanidad.
Ya en los años 30´ Walter Benjamin había captado esta forma alienada y alienante de una “humanidad sin conciencia” al identificar al fascismo con la estetización de la política. Al final del célebre ensayo sobre La obra de arte en la época de la reproductividad técnica Benjamin escribe: “La humanidad, que antiguamente, en Homero, era un objeto de contemplación de los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en objeto de contemplación de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado tal grado que le permite vivenciar su propia aniquilación como un goce estético de primer orden. Así es la estetización de la política que el fascismo practica”
La derecha argentina se ha vuelto fantasmática, no logra aparecer sino bajo la forma del cadáver de sí misma. Y sin embargo, su fantasma nos acosa, como siempre hacen los fantasmas. ¿Por qué decimos que es un cadáver? Porque la derecha no tiene proyecto, ni de país ni de nación ni de futuro, carece plenamente de imaginación. Por el contrario, es el terreno absoluto de lo imaginario. Y ese es el terreno de lo ominoso. En este sentido, no se trata de que la derecha no pueda volver -de hecho gobierna buena parte del mundo-, sino que retorna como fantasma cada vez más bajo nuevas formas del terror.
Al estar capturada por lo imaginario la derecha es incapaz de anclaje en lo real pero también de simbolización. Como se ve hemos pasado del lenguaje de Benjamin al de Lacan. Sin vínculo con el campo de lo real y lo simbólico sus expresiones conducen a escenas de psicosis o de alucinación. Confunden expropiación con comunismo, intervención estatal con autoritarismo, sistema de cuidados con régimen totalitario. Ya nada pueden decir, nada pueden pensar, se han convertido en pequeñas máquinas semióticas del capital financiero que circulan información como circulan virus. Su lenguaje ha devenido pura mercancía sin mediación.
Esto es por ejemplo lo que han venido haciendo a lo largo del siglo XX y comienzos del XXI con la malgastada palabra “revolución”. Llamaron “revolución libertadora” al golpe que derrocó a Perón y bombardeó la plaza de mayo. “Revolución argentina” a la dictadura de Onganía. “Revolución productiva” a un modelo económico que destruyó la industria nacional y privatizó los bienes del Estado. Más cerca nuestro resuena aún la “revolución de la alegría”, quizás la figura más banal de esa larga historia de oprobios, puesto que con el disfraz de un republicanismo de papel nos ha dejado en un escalón más bajo de civilización. Despunta allí la farsa de lo que antes fue tragedia. Siempre en nombre de una falsa libertad porque allí se expresa menos lo que esa palabra guarda como tesoro común de la vida compartida (participación ciudadana, libertad de pensamiento, derecho a una vida justa) que el último reducto de un sistema de privilegios de clase, de género y de raza. En el lenguaje infame de la derecha libertad es palabra de muerte.
En los últimos meses, lo que comenzó con la pobre carta de Vargas Llosa y Macri encontró su anclaje en la derecha local alrededor de la palabra “infectadura”. No discutimos aquí su neologismo, la discusión pública conlleva también una cierta imaginación literaria, aunque la derecha no la encuentre. En los años en que fue gobierno con la Alianza Cambiemos se habló de pedagogía como una campaña del desierto o un matadero de gallinas y de cerdos, de los derechos humanos como un curro, de las marchas como movidas hechas a cambio de choripanes o por 500 pesos, del nazismo como un fenómeno dirigencial cuyo “error” había sido no poder unir a los alemanes. Hay que tener mucho cuidado con una derecha que no sabe usar metáforas porque significa que desconoce su lengua. Y una fuerza política que no sabe lidiar con la lengua de un pueblo puede terminar apelando a la violencia.
Han articulado un discurso público en torno a la “meritocracia” y al odio a todo lo que huela a mundo popular. Y jamás -insisto, jamás-, pronunciaron las palabras derechos, igualdad, democracia. Es que en algún punto estas palabras cargan una memoria histórica de luchas populares y conforman un legado común que las vuelve inapropiables.
Hoy salen nuevamente en defensa de la libertad a riesgo de poner en peligro su vida y la de otrxs, pero ¿de qué hay libertad? Libertad, palabra tan bella y tan esquiva de nuestros lenguajes histórico-políticos. Sin dudas la libertad que nos interesa no es aquella que conduce a explotar a otrxs ni la que se construye en torno al miedo a perder privilegios sino la que, al contrario, nos permite vivir en común y ampliar derechos para lograr una vida más justa. Esta idea de libertad es seguro mucho más rica y mucho más compleja, y no puede por ello estar desvinculada de la palabra igualdad porque sin ella se convierte en simple dominación.
Quienes hoy invocan la palabra libertad son los herederos de la infamia alrededor de un barbijo y en contra de la política sanitaria de un gobierno que está intentando poner en el medio de la política la cuestión del cuidado. Palabra también compleja que ha encontrado distintos usos a lo largo de la historia de la humanidad y que los feminismos populares han vuelto a poner en el centro de la política contemporánea. Y sin embargo, se deberán encontrar formas mayores de nombrar el peligro. Porque la derecha siempre ya tiene el poder, la unidad y la organización en cambio es el poder de los débiles: es el poder de los sin poder.
Sabemos que en medio de esto que llamamos política se encuentra la disputa por el sentido común. En esa maraña de elementos dispersos debemos saber encontrar eso que Antonio Gramsci llamaba “buen sentido”, pues, como ya lo había dicho Sorel, “sería imposible concebir la desaparición de la dominación capitalista si no supiéramos que en el alma del trabajador se halla siempre presente un sentimiento ardiente de revuelta.” Por ello creemos que es tarea teórico-política atravesar el sentido común de derecha que se haya presente en toda la sociedad y volverlos expresión democrática en todas sus formas. Porque sabemos también que no se trata simplemente de una discusión de ideas sino del modo en que esas ideas (la ideología) se materializan en prácticas e instituciones, entre ellas claro está, la economía.
Quienes pusieron verdaderamente en peligro la democracia argentina en todos sus niveles dicen hoy que “la democracia está en peligro” y generan las condiciones para que una vez más en este país alguien pueda volver a pronunciar esa siniestra palabra: golpe. Bajo el capitalismo (y nótese que digo aquí capitalismo y no neoliberalismo) la democracia siempre está en peligro. La democracia está en peligro por los poderes que amenazan las diversas formas de la igualdad. Grueso error ha sido no haber podido disputar más fuertemente en estos años la concepción de una “derecha democrática”. Quienes saquean las naciones; espían a sus sociedades; endeudan a sus países; fugan el dinero de sus empresas; colonizan los Estados; quienes encuentran en la represión un modo de disciplinamiento nunca cuidaron la democracia, porque lo que hay de democracia es contra ellos y no gracias a ellos. Ciertamente, en el fondo también hay una discusión y una batalla en torno al concepto de democracia. La democracia no es solamente un régimen político o una forma de gobierno, es fundamentalmente una forma de vida: es la vida libre de los iguales.
Por todo esto habrá que pensar seriamente que hacer con la derecha. Su amargo devenir muestra los límites de un consensualismo abstracto. En principio, habrá que dejar de sorprenderse de lo que son capaces, porque bajo el dominio de lo imaginario son capaces de todo, -como lo demuestra el “sí, se puede”- menos de imaginación democrática.
Acerca del autor / Diego Conno
Politólogo. Profesor e investigador de Teoría y Filosofía Política en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, la Universidad Nacional de José C. Paz y la Universidad de Buenos Aires. Es Director de la Revista Bordes y Editor de la Revista Mestiza. Colaborador habitual del Diario Página 12. Integrante del grupo Comuna Argentina.