Cine y política

LO VISIBLE Y LO OCULTO

Todo en el cine es político

Por Luis Franc

Hijo de la modernidad, el lenguaje cinematográfico opera desde el origen como un vehículo para la consolidación de ideologías. Mediante la creación de mundos e historias reales o ficticias, cuya credibilidad impacta en el imaginario de los espectadores, el cine no se limita a “reflejar” la realidad socio-política en un momento histórico dado. Su capacidad para construir  interpretaciones e incidir en la vida pública, revela su naturaleza política.

 

¿Cómo definir lo político en cine? Si el uso corriente del término da lugar a acepciones e interpretaciones que habilitan a malentendidos, puede establecerse una definición provisoria –siempre abierta– como punto de partida a través de lo que presentan diferentes modos de la imagen.

Desde un primer acercamiento engañosamente despojado y binario, podría hallarse en las películas desde las decisiones estéticas conscientes de aquel que dirige: “Hago un filme expresamente político, desde su discurso explícito a través de metáforas y alegorías”. O bien “hago un filme incontaminado de cualquier tendencia que lo ancle en un espectro determinado”. Esta última decisión se apoya en la   ilusión de cierta asepsia cinematográfica que ilusoriamente ampliaría el público porque no estaría destinado a tal o cual tendencia ideológica. Lo engañoso en tal sentido radica en la confianza ciega en lo que podemos definir como el “yo” de la cámara, donde el cineasta controla en forma consciente su material; inclusive lo que dicho material promovería en todos y cada uno de los espectadores. 

Pero lo cierto es que cualquier película pone en evidencia algo muy diferente: el cineasta define la estructura y la forma de lo que arma, pero no puede desembarazarse del hecho de que todo lo   estructura desde su visión de las cosas; que en definitiva su intención es plasmar algo para promover algo; consciente o no. Luego, tampoco puede controlar el vuelo propio que “su” material adquiere a partir de los procesos de lectura desde el mundo de cada espectador. Cualquier film por un lado tiene puntos de anclaje concretos, pero también la alternativa de la multiplicidad. No se trata de interpretaciones sino sobre todo de percepciones.

Primero: cada película presenta un universo simbólico, parte desde una cosmovisión. No hay tal asepsia. Hay política. Segundo: la película tiene la oportunidad de resignificarse desde diferentes completitudes por parte de la recepción.

Ya desde el primer grito del cinematógrafo existe una visión de mundo. En la Salida de los obreros de la fábrica de los hermanos Lumiere (1895) encuadra al portón de salida del establecimiento familiar a la hora en que los trabajadores terminan la jornada. Toma frontal delimitada en lo que más adelante tomó el nombre de Plano general, según la métrica instituida hasta hoy. Hombres y mujeres salen hacia la izquierda y la derecha del cuadro hasta desaparecer del mismo. 

¿Se puede hablar de mero experimentalismo con el nuevo dispositivo? ¿Se puede llamar apolítico este planteo de imagen? Por supuesto que mucho de la experimentación se juega en ese momento fundacional y que las cámaras expresamente políticas vendrán más adelante. Pero es indudable la coexistencia de actitudes políticas puestas en juego en unos segundos. 

Para comenzar, el dispositivo mismo es un producto de la modernidad, empuñado por dueños de los medios de producción que deciden un encuadre que recorta intencionadamente y una distancia que suscita el rol físico de los espectadores. Y son los obreros –pasivos, desproletarizados– el objeto de la mirada. Desde ese momento hasta la fecha, la tentación de juicio sobre el mundo que supuestamente los espectadores dominamos, es muy grande. Pero también las imágenes son susceptibles de preguntas, como: ¿Quién/es maneja/n la cámara? ¿Quiénes son los encuadrados? ¿De qué forma? 

Y viajando hacia adelante en el tiempo, desde ese recorte intencionado llamado “Historia del Cine”: ¿Qué punto de vista se prioriza en cada relato? ¿Cuál se relega? Y un paso más: ¿Cuáles son los mecanismos tranquilizadores en el devenir del cine como institución? ¿A quiénes se pretende tranquilizar? Mucho despiertan las imágenes. Y queda de manifiesto la imposibilidad de pensar cualquier imagen como pura. A pesar de que el pensamiento de lo político en cine –sobre todo en el que se dedica a contar historias– combate contra un enemigo encarnizado que en términos de “gran público”, suele ganar la partida: la historia individual. En tal sentido, los usos y abusos del primer plano como mostración de la psicología de personajes que aman, sufren, se atormentan, padecen, conducen a una intriga que ese rostro devela. “Conoceremos” sus conflictos, se les ofrecerán a esas almas atormentadas las alternativas para su resolución; y por ende a los espectadores vía la identificación. El resultado suele ser que tales conflictos, aunque encuadrados en un tiempo y espacio determinados, ganan la partida en el interés dominante que suscita. El contexto no desaparece, pero los conflictos arrasan desde su pregnancia obturando el interés por el entramado contextual. Esto que pareciera presentarse como despolitización es una contundente política reactiva.  

Valen en tal sentido dos ejemplos paradigmáticos de la gran mansión del peso en la historia individual: el cine de los géneros tradicionales, cultivado y sobrealimentado en la industria hollywoodense y globalizado e instalado como tendencia dominante mundial. Es bien sabido que el fuego pasional de Lo que el viento se llevó (Víctor Fleming, 1939) transcurre en el marco de la Guerra de Secesión norteamericana. Pero… ¿Qué jerarquiza su evocación a través del tiempo? Hay quienes recuerdan muy bien la historia de amor inconcluso y desgarrador entre Vivien Leigh y Clark Gable, hasta la soledad final de ella; pero en repetidas ocasiones muchos espectadores suelen relegar las circunstancias políticas y sociales que marcaron esa relación, recordando (recortando) aquella “pasión”. Así como la pregunta sobre cuál es el tema de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972); una gran mayoría se inclina por responder “la mafia” o “el poder”; raramente hacen foco en el verdadero atravesamiento tempo espacial de una historia que usa la cáscara de la mafia italoamericana para referir a una temática que suele picar como un tábano en el cine norteamericano: la Guerra y sus secuelas. Una humorada al pasar dice que la impresión es que en el cine de géneros norteamericano hay más ex combatientes que gente. Lo político en tales casos expresa por derecha la promoción de la identificación –mundial– hacia criminales con culpa o atormentados, por medio de la cual la percepción del público con el hecho de encontrarse ante un criminal se eclipsa o bien desaparece.

Aunque los mejores casos conviven en el mismo entramado con diferentes dimensiones de lo político. En el último citado, el uso del primer plano en el personaje central –ex marine, como de costumbre– deja entrever el horror de la guerra. Un personaje cuya marcación actoral le indica que no devele todo, o sea que no evidencie su psicología. Es así como en casi todas las escenas de la película el espectador asiste por un lado a un personaje que está presente en el conflicto que ese momento dramático requiere, pero por otro en una zona opaca, susceptible de lectura. Su expresión habilita para ello durante toda la película. Pero dichas lecturas no pueden ignorar la plataforma insoslayable que son las condiciones previas de un condecorado héroe de guerra, con el estado de enajenación mental que conlleva. De este modo, en la percepción de cada uno de sus primeros planos se encuentra el horror en toda su dimensión política. A través de un rostro, en tal sentido la historia individual es menos relevante.

Desde una mirada más abarcativa del conjunto del cine –tarea que puede efectuar cualquiera– el marco político es ineludible, aunque la historia en cuestión encuentre toda la película a dos personas en una habitación, sin referentes externos aparentes. Ese exterior llamado fuera de campo no tiene otro remedio que aflorar en los modos de hablar, de vincularse, lo que pone en evidencia entre otros componentes las pertenencias de clase y otras características que gritarán ese afuera que lucha por emerger. 

Lo político hace los contextos sociopolíticos, pero también a cada concepto de imagen, planteos lumínicos, paletas de colores, cada decisión de cámara y sobre todo de montaje. 

Como resultado, diferentes estructuras conviven en un hecho fílmico. Políticas de las obras en diversos órdenes a veces coexistentes, además de los modos en que se presentan los contextos o lo que se expresa a través de los relatos, explícitamente, metafóricamente o mediante desplazamientos que ofrecen un universo que hay que salir a buscar.

 Todo cine es político desde donde se lo piense siempre y cuando se acepte al cine como promotor de pensamiento, más allá del interés por destinos de quienes en definitiva no existen.

Acerca del autor / Luis Franc

Docente de Teoría y análisis cinematográfico (CCGSM y CCRR), donde coordina los seminarios “Saber leer el film”, “Cine argentino y procesos sociales” y “Representaciones del horror: pueblos, estados y genocidios”. Es crítico y redactor en Hacerse la crítica y Curador en el festival UNCIPAR–Cine Independiente. Co-conduce junto a Larry Levy del programa radial Nosotros los otros por Radio Caput.

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