¿Se acabó la pandemia? ¿Esto que vivimos es ya la post pandemia? Lo que nos pasó y sus consecuencias: lo que nos está pasando
La textura del mundo ha cambiado tanto que, como diría mi amigo Diego: “necesitamos repensar las formas en las que experimentamos nuestras profesiones” (y la formación que las origina) para ajustarlas a los nuevos desafíos. Donde “formas” implica formalidades, formatos, fórmulas y fortuitas derivas de aquello que antes se creía “estable”, que se reproducía casi por inercia. ¿Repensar cómo? Cuando todo parece tambalear buscamos en los ojos de les otres la complicidad de la perplejidad, en pos de una respuesta colectiva. ¿Cómo se da esa respuesta colectiva? ¿Con cuáles mecanismos? ¿Sobre qué bases? ¿Debatiendo qué cosas? En principio, sobre la calidad de los vínculos y los ejes sobre los cuales nos atrincheramos políticamente para defender el rumbo de las transformaciones sociales; y por ende defender el para qué de nuestras profesiones. Es decir: ¿Qué nos pasó? y ¿Dónde estamos?
La pandemia en la sombra y las sombras de la pandemia
¿Podemos confiar en el método científico si la “política de la vida cotidiana” se vuelve caótica e impredecible? En los últimos años, los hogares se tornaron territorios más peligrosos que lo que ya eran antes de la pandemia. Según la Organización Mundial de la Salud, las violencias intrafamiliares contra las mujeres y niñas se han acrecentado a nivel mundial, acercándose a la apabullante proporción de un 20% de ellas en el 2020. Según el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, la línea 144 recibió más de 100.000 llamados durante el 2021 (y se calcula que tan sólo se “denuncian” 4 de cada 10 situaciones de violencia, o sea que podrían alcanzar los 700 casos diarios). Para la OMS también se observa un aumento de abusos sexuales a nivel mundial (OMS, 2021). La “pandemia en la sombra” se denomina a lo que pasa en los “hogares”, durante y a partir de las políticas de confinamiento. Pero no se reduce sólo a las violencias sexogenéricas.
El Ministerio de Salud de la Nación remarca: “Los diversos estudios que se vienen realizando en todo el mundo coinciden en mostrar un aumento de los niveles de angustia, así como de cuadros vinculados a ansiedad y depresión, especialmente en trabajadores y trabajadoras de la salud, así como un agudizamiento de las violencias, el consumo problemático de alcohol y otras sustancias. Todo ello, sumado a las vivencias de pérdida (de seres queridos, pero también de la cotidianidad y de situaciones estables pre pandemia) son importantes factores que suelen incrementar el riesgo de que una persona inicie o incremente significativamente su vulnerabilidad psíquica” (MSAL, 2021). Las enfermeras sufrieron triple vulneración (profesional, patriarcal- carga de cuidados- y como objeto de violencias). Ianina Lois et al. (2022) publicaron un hermoso artículo al respecto.
Queda claro que nos referimos a cómo se ha trastocado la vida entera a partir de la pandemia. Trastocamiento que no deriva de secuelas virales, sino del impacto social de las medidas epidemiológicas de prevención del contagio. No es un fenómeno que se restrinja a los habitantes del sistema de salud. Tampoco se trata de las secuelas neurológicas del “COVID-19 de larga duración”: los efectos psicosociales son registrables en toda la población por el costo social y emotivo del confinamiento.
El aumento de la violencia en los hogares, los suicidios y psicopatologías (depresión y angustia principalmente) son sólo una parte del complejo legado que dejaron las medidas de ingeniería social asociadas a la prevención del covid-19; pero no son las únicas. El legado de la pandemia ha sido multidimensional (y no puede achacarse toda responsabilidad al confinamiento). Es claro que se agudizó/estimuló una deriva económica ya presente: la de la forma de trabajar intensificada (en los casos que se pudo implementar, el “teletrabajo” se impuso sin restricciones ni regulaciones), la de los salarios estancados por debajo del resto de los precios y la apropiación por parte de cuatro sectores de la economía (tecnología, energía, alimentos e industria farmacéutica) de los “excedentes” del esfuerzo del trabajo de todes. Mayor concentración económica, mayor precariedad laboral, más empleos pero peores pagos, mayor desigualdad social. Sumemos la disputa geopolítica por el control de los commodities y los combustibles fósiles (guerra OTAN-Rusia). La cosa está complicada, y hay más.
Estado, Territorio y Secuelas Sociales
Una sensación; “es como una escena de posguerra después del tsunami del COVID-19”. Tal vez parezca mucho, pero tal comparación no es desmedida: quiebre de las “estructuras sociales”, relacionales, afectivas, institucionales, rutinarias, imaginadas. Más violencia, más incertidumbre económica y más desesperanza. En la secuela de la experiencia vivida operan mecanismos internos de pesada factura y reacomodamientos sociales de gran importancia. Cambiaron las experiencias del hacer y del nombrar, nuevas palabras y gramáticas atravesadas de otras mediaciones, entre ellas las que invitan a experimentar la experiencia como soliloquio solipsista; donde la otredad deviene amenaza microscópica.
El resultado de ese soliloquio tiene muchas aristas. Una, la que impresiona y se proyecta como expresión política, es ese pseudo anarcoliberalismo con peluca, tan notorio por estas fechas. Sí, “el peluca” (la emergencia de expresiones políticas antisolidarias, ultraliberales y antiestatales) es también un efecto colateral del COVID-19.
El Estado, con la implementación de los dispositivos de prevención epidemiológica, aportó una determinada politización de la vida cotidiana: privaciones, sacrificios y movilización de recursos afectivos. Pasó a un segundo plano la “reproducción social” (el acceso a los recursos de subsistencia, la tensión capital/trabajo) y, en su lugar, se colocó la preocupación en un enemigo microbiológico (imaginado, o al menos esotérico) como el protagonista central de nuestros cuidados, como centro que definió nuestra acción moral egoísta o solidaria.
Así, al “salvaje metropolitano” (para usar la figura de Rosana Guber, 1991) acostumbrado a pelear por su mango, por su lugar en el mundo, por legitimar su identidad o que se reconozcan sus derechos, se le convence de ceder su ego (su deseo) a su biología. Retraer el cuerpo se le “ordena”, que se aísle, que se distancie. Los cuerpos (las “cuerpas”) son commodities que se valorizan, ya no por su fuerza de trabajo en ejercicio sino por su capacidad de atención y se desvalorizan como potenciales portadores de lo invisible. Biopolíticamente, se prometen sujeciones efectivas: a partir de la obediencia a la cuarentena llegará la sobrevivencia y algo más. Quimeras que se cuelan detrás de la solidaridad malentendida como desdén, como “deber” kantiano. Promesas de una certeza, de un final. Y el salvaje metropolitano lo espera en clave de un “mundo mejor”, racional y científicamente organizado, que se imagina ya no sanitarizado, seguro; si no justo, al menos equitativo. Como una utopía instantánea.
Es el Estado, por supuesto, el que deberá ser garante de esa cesión libidinal, la encarnación de esa esperanza del “racional colectivo”. Si el Estado falla, falla la utopía; y en cadena, caen todas las razones por las cuales creímos en la rigurosidad de las medidas de aislamiento/distanciamiento.
¿Y el estado? El Estado falla; tal como se puede considerar “fallo” un orsai, un penal o un gol en contra: como parte del juego. Y genera, como parte del juego, desilusión. Descrédito en las instituciones y en la posibilidad racional de organizar el mundo. Como un neo-romanticismo sin poética atizado con furia por el coro tanático de medios y redes sociales (coro del que ya nos hemos quejado bastante). Pero esto no es lo único que ocurre.
Palabras al fin
Este texto se apoya, aunque no la desarrolle (pues divulgación), sobre una hipótesis rústica, provisional, para la tribuna, propone una clave hermenéutica para comprender la profundidad de los cambios cognitivos. En un breve contexto —incompleto— sobre los (resistentes) estertores del mundo moderno, es necesario considerar que desde el último cuarto del siglo XX se vislumbran cambios que avecinan fines de época. Nadie puede negar la profundidad de tales cambios, se sienten hoy como “ausencia de sentido” o presencia de “significantes vacíos”. Es el fin de la modernidad; o sea del esfuerzo por organizar el mundo en clave silogística: la denuncia de que la razón no alcanza, de que no es lo único, y que sus instituciones nos han defraudado.
Hemos convivido con la irracionalidad hasta dejar de señalarla como al mal mismo; hasta hemos llegado a hacernos sus amigues. El mundo no es un problema lógico (del “buen pensar”). Hoy, el lugar de la subjetividad compite de igual a igual con el misticismo y la racionalidad en la carrera de la ontología popular. Emociones de reacción despectiva frente la promesa racional omnipotente (metodológica), que se dice capaz de resolver los problemas de la vida. Una cierta transposición a los mediados del siglo XIX, pero esta vez no son los poetas malditos los que encabezan la protesta, sino lamentablemente las malditas pelucas (en modo propuestas políticas absurdas). La salida de la pandemia nos devuelve un neo-romanticismo sin poesía; que por supuesto rechazamos de plano.
Ahora bien, sabemos que la “desesperanza” tampoco es inocente. Es un objetivo táctico “sacarle el agua al pez”, técnicamente apoyado en la malinformación y la desinformación como acciones político-militares. El neo-romanticismo, repito, no es poético, pero tampoco nihilista, sino que entraña altas expectativas: la construcción de soluciones concretas para la ecuación cotidiana del convivir, del sobrevivir. Soluciones que no se encuentran en soledad, sino como proyecto colectivo.
Y acá seguimos, compañeres, construyendo las instituciones del pueblo en esa clave. Intentando recuperar la política mediante el cuidado de les otres; del reconocimiento de la centralidad de los vínculos y los tratos, de la construcción colectiva, de la revalorización de la política; del cuidado de la casa común; la reivindicación de las luchas de nuestro pueblo que dieron lugar a derechos inalienables, de ambiciones conjuntas; y por sobre todas las cosas, dieron lugar a principios institucionales humanizades, basados en el amor, de la escucha y la empatía. Porque sí, para sanar necesitaremos de mucho amor. En tal caso, al menos, si la ciencia (imaginada como religión o jerarquía) no alcanza, buscaremos otras respuestas. Porque acá seguiremos, cada una, uno y une de nosotres presentes en la batalla del porvenir.
Bibliografía
OMS (2021). Organización Mundial de la Salud, on behalf of the United Nations Inter-Agency Working Group on Violence Against Women Estimation and Data.
Línea 144 (2022). Dirección Técnica de Registros y Bases de Datos. MMGYD.
Lois, Ianina; Pozzio, María y Testa, Daniela (2022). Pandemia, politización y trayectorias de enfermería en el conurbano sur (Florencio Varela, 2020-2022). Aiken. Revista de Ciencias Sociales y de la Salud. (2) 1.
MSAL (2021). Suicidio y autolesiones en contexto de pandemia por covid-19. Recomendaciones para equipos de salud.Guber, Rosana (1991). El salvaje metropolitano. Buenos Aires: Legasa.
Acerca del autor / Astor Massetti
Docente. Lic. Sociología, especialista en Antropología Social y Política, Dr. en Ciencias Sociales. Investigador IIGG/CONICET. Ex director carrera de Sociología (UNMdP). Ex Consejero carrera Sociología (UBA). Ex Consejero Superior (UNAJ) y vice Director del ICSyA (UNAJ). Actualmente es Consejero Superior UBA y Coordinador de Trabajo Social (UNAJ).