La montaña no es sólo la presencia de la montaña –esa presencia sublime y siempre inspiradora-, la montaña es también la experiencia de la montaña, la experiencia física de los rigores montañeses, ese enfrentar a conciencia a la hostilidad, ese enfrentamiento que con corazón abierto a la sensibilidad, se vuelve escuela de humanidad. La esencia del montañismo es esa. No el espíritu competitivo –esa mezquindad que domina al planeta- trasladado a la montaña.
La montaña y la experiencia de la montaña –como el desierto o la experiencia del desierto- son una cantera inagotable para la búsqueda de fortaleza espiritual, de un blindaje ético de la personalidad, del hallazgo de un andamiaje terapéutico, psíquico y poético para encarar la vida y descubrir nuevos ámbitos de la realidad donde proyectarla.
Es así porque la montaña es un eficaz entorno de revelaciones: uno puede o debería imaginarse la genética y la psicología de un San Martín (o a Bolívar con sus llaneros de pies descalzos cruzando el paso de Pisba) puesta a prueba, afiebrándose (muchos soldados morían en el intento, la travesía acarreaba dolor, se volvía calvario por momentos), desbordándose de misticismo frente a esa estética extrema y siempre arrebatadora, inundándose de fervor por el porvenir, por los planes de liberación continental, por esa esperanza general, masiva, compartida pero que ellos veían reflejada en el brillo de las nieves de las eternas montañas.
Desde allí, desde ese temblor constitutivo de las patrias, desde esas hazañas inigualadas e inigualables porque el paso del tiempo –la tecnología y su ausencia de gracia- las petrificó en la gloria, no es difícil o es menos arduo –por más próximo- sentir a ese Perón siguiendo los pasos del Libertador en las cordilleras, sentir ese impulso de peregrino de reencontrarse en el santuario imponente de la naturaleza y de la historia con la memoria viva y el genio creador de ese San Martín, guerrero inmortal, audaz entre los audaces, e incitarse y prometerse y jurarse no ceder, no cejar, no rendirse hasta ver realizado el sueño sanmartiniano.
Digo que el “Perón montañés” es la fragua de todos los demás Perón, de todos los Perones, si se me permite ese plural, ese abigarramiento.
Digo que ese Perón de la llanura -nacido en Lobos, histórica avanzada “argentina” en la pampa, pampa: la palabra quechua que aún hoy sigue nombrando a una provincia argentina y sigue nombrando también a toda la llanura. Nótese el influjo andino, aunque no lo asumamos. Y con el recuerdo siempre presente de su “primer amigo”, el Chino Magallanes, el paisano domador de caballos de su pueblo natal-, no hubiera sido Perón, no hubiera sido el Perón que conoció la historia, sin el acoplaje corporal, mental y existencial que le brindó la montaña.
Perón termina de descubrirse y habitarse como Perón con las revelaciones que la montaña le procura.
Como militar, al influjo protector y la inspiración de San Martín y las experiencias vividas en Europa al calor del inicio de la Segunda Guerra Mundial –y recordando seguramente como “el general invierno” terminó de vencer a Napoleón en Rusia-, Perón escribe. Escribe sobre la guerra en las montañas.
Como ser humano, como persona, Perón se prueba a sí mismo, se vuelve a probar en los Andes. Ya no como el niño que, como todo niño, deseaba aventuras. Si como ese hombre, “casi viejo” en sus propias palabras, que buscaba esa bisagra entre su ser/nacer argentino de la pampa –el argentino, dramáticamente, a secas- y ese ren(h)acer/se argentino “andino” –como propuso especializar a las tropas y los comandos militares de montaña- que empezó a sentir, desde su humus infantil patagónico, como el combustible vital que necesitaba para seguir adelante, para seguir concibiendo su proyecto nacional, para seguir soñando, fortaleciendo y luego plasmar esa realidad efectiva que, como dice la marcha que se inspiró en su hacer, “le debemos a Perón”.
Ese Perón, insisto, no hubiera sido nunca real, nunca hubiera sido posible, sin la experiencia andina de ese mismo Perón.
Como a San Martín, guaraní de Yapeyú, el destino “que se elige”, como diría el también inmortal e invencible Sixto Palavecino, lo condujo a ese lugar del orbe que construyó el primer estado benefactor de la historia: el Tawantinsuyu de los Incas.
Y las huellas y los rastros de ese San Martín, lo inspiraron en el arte militar pero hay algo más, algo decididamente personal, algo comprometidamente humano: Perón en los Andes, decíamos, se prueba. Y se puso prueba de verdad.
No encuentro la cita, tampoco importa. La anoto así: en Mendoza, la misma Mendoza de San Martín, como director del Centro de Instrucción de Montaña del ejército argentino, Perón deja una huella imborrable en sus camaradas, en sus subordinados.
Era el primero en levantarse, cada día. Calentaba la comida (“la polenta” –harina de maíz) para todos. Los alimentaba y les daba fuerzas, de las dos. Las fuerzas físicas y las fuerzas morales porque Perón les hablaba, los alentaba, les compartía su sueño. Un tipo maduro, casi cincuentón, se ponía la mochila al hombro y encabezaba las marchas de instrucción. Era uno más y era, a la vez, Perón, ese Perón que se iba labrando en la montaña, junto a la piedra, no junto a esa piedra negra sobre una piedra blanca, tal vez un jueves, en París, donde el poeta quería morirse, sino sobre esa otra piedra sobre la cual un Nazareno, otro peregrino pero de los desiertos, prometió construir un reino bondadoso y sensible, un proyecto que nos humanizó –frente a otro poder despótico y decadente- hace ya más de dos mil años.
Perón y las piedras. Cuentan los franceses en su libro ya citado:
“La fraternidad montañesa es realmente admirable y quizás única. Ella se extiende por encima de todas las fronteras y de todos los convencionalismos. El General. Perón nos presenta esta mañana un ejemplo vívido y nos da una lección admirable.
El hielo del protocolo queda roto enseguida. Le hacemos partícipe de nuestros proyectos, de nuestras esperanzas y también de nuestras preocupaciones y dificultades, sin reserva y con total franqueza.
Él, por su parte, nos habla de los Andes que tanto conoce, de aventuras y correrías en esas grandes montañas que estamos impacientes por ver. Nos muestra una piedra que, artísticamente montada como pisapapeles, decora su escritorio. “Es una piedra recogida en la cumbre del Aconcagua” (…)”.
Puesto a investigar un tema que me intrigaba desde hace décadas –la relación entre Perón y las montañas, sabía lo que se podía saber pero no conocía los detalles, hasta que me puse a indagar-, esta referencia bibliográfica sobre Perón y una piedra de la cumbre del Aconcagua puesta por el mismo en su escritorio de presidente de la República Argentina, no sólo me conmueve, no sólo me resulta entrañable, no sólo la celebro como un hallazgo para la tarea siempre permanente de seguir construyendo la imagen de un Perón inmortal y necesariamente siempre presente en la memoria de los argentinos, sino que el dato me halaga, me estremece y me compromete en mi triple condición compartida con el mismísimo Perón: la de montañistas, la de coleccionistas de piedras y la de amantes de esa Argentina andina que tanta falta les hace a nuestros compatriotas que naufragan en un mar de incertidumbres y de desasosiego por carecer, por no sentir, por no atreverse o por qué no los dejan sentir esa “andinidad” constitutiva y forjadora de lo que es ser argentino, de lo que constituyó y forjó al mejor de los argentinos del siglo XX, al mismísimo Perón.
Esa piedra peronista, de Perón; esa piedra de la cumbre del Aconcagua –la montaña tutelar de las Américas-, esa piedra que Perón, con orgullo, les mostró a los franceses que, con su apoyo, se animaban al Fitz Roy, digo: es el símbolo de esa misma América, esa América irredenta, esa América rebelde en busca de eso mismo: la redención, la felicidad de su pueblo, la auto determinación, la/s patria/s libre/s, justa/s y soberana/s por las cuales se forjó Perón a sí mismo en medio de esas montañas, en comunión con esas piedras.
Digo: ¿dónde andará esa piedra? ¿Dónde andará la piedra que Perón lucía en su escritorio? ¿Dónde andará la piedra de la cumbre del Aconcagua que acompañaba a Perón? Evita ya había partido hacia la inmortalidad. Me lo imagino a Perón, encontrando en la aspereza y el silencio de esa piedra, todas las palabras que hubiese querido seguir escuchando de Evita. Me lo imagino a Perón sufriendo, llorando en secreto, frente a esa piedra. Me lo imagino a Perón sintiendo el calor, el calor de Evita, frente a esa piedra. Me lo imagino a Perón sabiendo que esa piedra era él, era el mismo: era su niñez, era su saber, era su memoria, eran todas las montañas que amó, eran sus recuerdos, era su presente y era el porvenir: era la Patria Grande que quisieron San Martín y Bolívar. Era, simplemente, una piedra. Era, eternamente, una piedra.
* * *
Como amante de la montaña, de esas mismas montañas, como agradecido receptor de todo lo que la montaña brinda, te enseña, te tatúa, sé que a Perón le sucedió lo mismo. De ahí, este escrito.
En ese ambiente envolvente, majestuoso y terrible, en esas soledades donde no hay a donde escaparse si no es adentro de uno mismo o al amparo de la cuerda o la mirada o la voz de aliento de un compañero, Perón, debió culminar de diseñar sus sueños de una patria justa, libre y soberana.
La voluntad de realización también la encontró Perón entre los pliegues de esos antiguos volcanes, ese magma sin freno que alzó los montes, fertilizó llanuras, abrió el cauce de los ríos, dibujó el rostro del planeta.
Vista en profundidad y despojados de cualquier otra intención, la montaña es, en suma, el altar supremo de la voluntad humana.
Es allí donde nos desnudamos frente al destino y desanudamos todos los lazos que nos atan a lo superficial, a lo banal, a lo intrascendente. La montaña es estratégica. La experiencia de la montaña, fundadora.
No puede entenderse a ese Perón colosal, conductor de pueblos y constructor de patria/s, sin su aprendizaje vital en medio de esos colosos de piedra, de esas colosales cordilleras, que son la esencia, son la columna vertebral de nuestra América.
Quedará para los historiadores, seguir desentrañando este ovillo, esta historia, esta historia de Perón dentro del horizonte Perón, siempre fértil, siempre forjador.
De lo que jamás vamos a renegar es de la hipótesis que ha conducido todo este texto.
El Perón que conocimos y admiramos es el espejo y la hechura de ese Perón montañés, un Perón andino/”andinizado”: continuador consciente y decidido de San Martín, doctrinario de los cerros y de la guerra entre las nieves, coleccionista de piedras, amante apasionado y hasta el final –de eso, estoy seguro- de las montañas, benditas montañas, sagradas montañas.
Acerca del autor/a / Pablo Cingolani
Nació en Argentina en 1963. Vive en Bolivia desde 1987. Estudió historia. Es escritor y periodista. Su obra publicada incluye libros como Toromonas, Amazonia Blues, Aislados y Nación Culebra, una mística de la Amazonia.