Exégesis de las políticas del odio. ¿Existe una funcionalidad en las políticas el odio? ¿Qué es lo que sí funciona en ellas?
¿De qué hablaremos aquí?
La “política del odio”: así llamé hace poco en otro artículo de Mestiza, a la dinámica que dispara un procedimiento intencional que consiste en reemplazar, en los continuos de sentido, a las diferencias programáticas o ideológicas (lo que solíamos asociar a la propia competencia entre actores políticos). El efecto de esta dinámica es el despliegue de una estrategia de polarización “afectiva” de la población; que percibe como irreconciliable cualquier postura, con asidero racional o no, que provenga de una estética diferenciada. Si, la política del odio es el reemplazo de la razón (ética) por la (afectividad) estética. Genera únicamente actitudes maniqueas en un “paisaje” de malestar y angustia; que favorece la confrontación desmedida e irracional. Hay una historicidad que la explica y esa fue la hipótesis del artículo anterior. La hipótesis de éste se refiere a la funcionalidad de la polarización, del odio y la estética “anti”. ¿Es posible acaso pensar que hay una funcionalidad en la “política del odio”, o es simplemente “jugar sucio”? Se va a responder afirmativamente en este texto, pero no sin abordar brevemente la dificultad de entrecomillar la idea misma de funcionalidad: hasta que en el fondo no quede más que su raíz más teórica, durkheimiana. Que no por abstracta es inútil para sugerir aproximaciones (aportes) al analizar la política contemporánea. Aunque sí hay actores con capacidad de planear y efectuar maniobras (operaciones) complejas de sentido (persiguiendo posiciones hegemónicas), la “política del odio” es plenamente efectiva instalada en la cotidianidad; como una “armadura de clave” (“Key” de un “Frame” goffmaniano) que permite pre-interpretar el mundo que nos rodea. En este sentido, la “política del odio” enmarca una idea de base: “nada nos limita”, todo está a nuestro alcance.
La Tragedia, la farsa y la parodia
Hay algo de parodia en este traslado de la pesada carga de la ética en política a los frágiles hombros de la estética: una sensación de crisis civilizatoria, de imposibilidad de vuelta atrás, de grieta insalvable. Cuando en realidad, visto en retrospectiva, la polarización es eso: meramente estética. Aclaremos, no es que no haya intereses en pugna. Pero el siglo XX ha visto al nazismo (y a otros) asesinar en nombre de la supremacía racial, como ha visto al mundo entero partido; primero en el frío combate pendular comunismo-capitalismo y luego como falsa contraposición “civilización” vs “extremismo islámico”. En estos días, Biden y Trump ultimaban la competencia electoral en este clima de época de distancias abismales (fenómeno internacional si los hay). Y todes sabemos que las políticas demócratas y las republicanas difieren en poco (salvo que observemos como mérito que un presidente demócrata, afroaméricano, haya recibido el premio Nobel de la paz mientras sus fuerzas armadas invadían 5 países). Paródico o no, la estética es un fundamento igualmente fuerte (como la ética) para ordenar nuestras percepciones y contraposiciones. Recordemos que el mundo, para nosotres, es un conjunto desordenado de conceptos que nos brindan una sensación de orden. Predominan unos sobre otros y cualquier cambio de posición en ese baile simbólico durante la historia de la humanidad ha tenido la capacidad de lograr el derrumbe completo de sistemas sociales. Más que buscar los nombres y apellidos de los que politizan el odio, retomemos entonces momentos esenciales en su trayectoria. Decíamos en el artículo anterior que el “odio a la política” tiene una tradición longeva, pero que se explica no sólo por cuestiones ideológicas, sino por el desencanto frente al accionar de las instituciones que desde la segunda mitad del siglo XX han traicionado las necesidades de la población. Políticas predatorias, ajustes, autoritarismos, persecución, proscripción, secuestros, asesinatos son parte del repertorio institucional que, con su sola mención, alcanzan para entender que las instituciones públicas no suelen tener una aceptación a priori, sino que deben ganársela. La idea (también de Durkheim) que la función del estado es proteger al débil frente al fuerte, se disuelve en el idealismo del intelectual.
¿Qué es lo que sí funciona?
Pero que no nos confunda. Este esteticismo del abismo, que rodea la textura de una nueva realidad esencialmente digital, habitada por segmentos de humanos sobre aplicaciones, redes sociales o sistemas de televisión por cable, tiene una vida terrenal, profana y perversa. No se trata solo de la autoflagelación. De condenarse a sí mismo a no soportar a nadie que piense distinto en la era de las de la política de las diferencias. De aislarse de familiares y amigos por no poder encontrar la paz mental necesaria para aceptar enunciados ajenos a lo que identificamos como fundante de nuestra identidad política. El pasaje de lo ético a lo estético que implica la “política del odio” es una biopolítica micro sí, pero integral y funcional a un sistema (de dominación), de relaciones sociales truncas, de formas políticas y actividades económicas que se sustentan sobre estas afectividades exacerbadas. ¿Es posible pensar que tal acuciante estado de realidad tenga una utilidad manifiesta? ¿A quién le puede servir y cómo? Más importante aún: ¿qué tipo de sociedad es definida por una funcional “política del odio”? Primer razonamiento: todes nos odiamos entre nos. Pero odiamos aún más la posibilidad de dejar de odiarnos. El Estado, como intermediador y componedor, es una amenaza; por su historia y por representar seguramente a una facción estética distinta a la que estames inmerses. El rol imaginado del Estado como pieza clave de la comunidad, del contrato de convivencia y complementación entre los esfuerzos individuales, es negado. Esa es la grieta por excelencia. La que pone distancia entre los seres individuales y los entes colectivos que los potencian y les permiten desarrollar sus proyectos de vida. Nos rendimos a la idea de que debemos salvarnos en soledad. Cuando sólo se puede progresar en colectivo. Pero sin embargo este es el impacto menor, el daño colateral. Segundo razonamiento. La incapacidad de concebirnos como un todo de múltiples pertenencias que se complementan es una tragedia. Pero la estética de la “política del odio” nos oculta el verdadero impacto de este aislamiento autoimpuesto: la creencia de que efectivamente estamos en soledad. No hay agencias ni entes que intermedien ni subsanen. No hay justicia ni políticas de estado que mejoren ni defiendan el “bien común”. No hay posibilidad de comunidad imaginada, como no la hay de comunidad organizada. Un Estado, descreído, deslegitimado, no puede protegernos. Como una profecía autopoiética, minamos la capacidad de las Leyes y políticas públicas, de las misiones y funciones estatales que tengan por objetivo equiparar la desigualdad de poder en la sociedad. Y más triste aún, minan la posibilidad de que el Estado haga cumplir las leyes y normas que están creadas específicamente para evitar los abusos de los privilegiados y poderosos. Usted no paga impuestos si puede y desobedece pícaramente porque se estila. Imagine todo lo que evade una empresa que factura millones de dólares. O lo que se ahorra al contratar a su personal por fuera de la ley (en negro). O de los beneficios que obtiene al cambiar los precios de sus productos a su antojo sin topes ni controles en las cadenas productivas (que tampoco están reguladas en términos de calidad de los que ofrecen). O las ganancias extraordinarias que pueden provenir de la especulación simple de liquidar los dólares de productos vendidos en el exterior más tarde de lo que indique la normativa (para lograr una mayor tajada en un contexto de depreciación monetaria). Imagine el negocio que implica que las grandes empresas contrabandeen sus propios productos, exportando e importando de manera ficticia para aprovechar los contextos regionales. O fugando capitales (dólares) haciendo pasar como pérdidas de una sucursal a una transferencia monetaria de otra sucursal. Estos ejemplos, espero que los comparta como válidos, son sólo la punta del iceberg: todas operatorias “legales” o “no sancionadas”; definitivamente no reguladas (no por falta de criterio o necesidad) sino por la falta de legitimidad de la función estatal. Sí, como cuando se recibe a los tiros a los inspectores que intentan registrar el acopio de granos (o tirar a la basura leche para hacer subir el precio). Un Estado sin credibilidad da lugar a un empresariado psicópata (carente de empatía) proclive a prácticas criminales. Un tipo de delito que goza de total impunidad y se realiza a plena luz del día. Hemos tenido grandes y claros ejemplos de cómo ese empresariado puede destruir vidas de millones de personas. ¿No se acuerda de la apropiación y fuga de los ahorros que realizaron los bancos hace 20 años? ¿La justicia aún hoy ha hecho algo al respecto? La “política del odio” es parte de un sistema delictivo. Sirve como cortina de humo, como distractor, para que seamos ignorantes, indiferentes o cómplices de un sistema económico corrompido por prácticas detestables (pero estéticamente correctas, con coro mediático cínico y con aspirantes a ostentación aspiracional por todos lados). Una parte elemental, delictual, corrupta y genocida; que daña el presente y compromete el futuro de generaciones de argentines.
Acerca del autor / Astor Massetti
Docente. Lic. Sociología, especialista en Antropología Social y Política, Dr. en Ciencias Sociales. Investigador IIGG/CONICET. Ex director carrera de Sociología (UNMdP). Ex Consejero carrerera Sociología (UBA). Ex Consejero Superior (UNAJ) y vice Director del ICSyA (UNAJ). Actualmente es Consejero Superior UBA y Coordinador de Trabajo Social (UNAJ).