Nunca miro las series de las que todo el mundo habla (bien). No vi Games of Thrones, ni Mad Men, ni Peaky Blinders. No es que no mire series, es que elijo sistemáticamente las malas, las que nadie comenta en redes sociales haciendo alardes interpretativos: CSI, Law and Order, Criminal Minds y todos los derivados de ellas. Las miro porque puedo verlas de a ratos, dormir en medio de un capítulo, no prestar atención a los diálogos e igual entenderlas; es una suerte de coma intencionalmente inducido; no hay nada que analizar, hay que dejarse llevar, incluso por el sueño. Su mecanismo es sencillo: un hecho aberrante da inicio a cada capítulo; un equipo de profesionales tomará cartas en el asunto, utilizará una tecnología poco creíble y fascinante y siempre, pero siempre, llegará a la identificación de culpables luego de algún paso en falso que desvía el camino hacia la verdad.
En base a estos vergonzantes antecedentes una tarde el algoritmo de la plataforma de streaming me sugirió comenzar a mirar Mindhunter. La lacónica presentación rezaba: “En 1977, el frustrado negociador del FBI Holden Ford forma una alianza inesperada con el agente veterano Bill Tench y comienza a estudiar un nuevo tipo de asesinato”. Asesinatos, FBI, pareja protagónica veterano-novato, todo sonaba bien. Y cuando me disponía a embarcarme en una nueva seguidilla de siesta intermitente con un capítulo policial de dudosa calidad de fondo, Mindhunter me despabila.
Mindhunter rompe con varias lógicas del policial: no hay prácticamente imágenes de los hechos escalofriantes que se investigan y aun así logra transmitir una atmósfera tan densa como esos acontecimientos que apenas se mencionan. Lo que sí hay es culpables, desde el comienzo mismo de la serie. Los hechos ya ocurrieron, sus autores están identificados, lo que se intenta es darle sentido, salir de lo anecdótico, comprender sus secuencias. Lo que une a la pareja protagónica es una pregunta enunciada por fuera de los casos, una pregunta general que se hace en el espacio de la formación profesional de agentes del FBI en Quantico, Virginia, donde el veterano Tench daba clases: “Tenemos violencia extrema entre desconocidos ¿Qué hacemos cuando el móvil es esquivo?”. El diálogo continúa: “Parece que ya no sabemos qué mueve a la gente a matar”. La conclusión es rotunda: el crimen había cambiado. Debía cambiar en consecuencia la forma de comprenderlo y Mindhunter es sobre eso.
Mindhunter trata sobre la puesta en práctica de los conocimientos sociales. Tomando como caso la psicología presenta los límites y las tensiones que supone llevar un campo de conocimientos al terreno de la política pública. En Mindhutner también se dan discusiones interdisciplinares, por ejemplo cuando Debbie, una maestranda en sociología que luego se convertirá en pareja del joven agente Holden, lo interpela en su primera salida acerca de la utilidad de la teoría de la desviación de Durkheim como herramienta para comprender la criminalidad. Holden está determinado a complementar su formación de agente federal con estudios de posgrado en psicología criminal aplicada, aunque las autoridades de su oficina consideran que no conviene confiar en las nuevas teorías. “Seguimos reclutando contadores y abogados como si fuera 1946”, retruca Holden, quien personifica el cambio de época dentro del FBI: ante una sociedad compleja, deben complejizarse y diversificarse las herramientas para comprenderla. Es esa misma autoridad del FBI la que pone a Holden bajo la órbita de Tench, con la intención de contener sus jóvenes impulsos. El agente Tench, del departamento de Ciencias de la Conducta, viajaba por el interior de Estados Unidos visitando departamentos de policía para brindar una suerte de actualización profesional con el objetivo de adecuar las viejas prácticas a los nuevos formatos de investigación criminal que promovía la agencia. Holden se suma a esa tarea pero no la comprende, expone ante policías de pueblo la noción de pulsión de muerte de Freud, “habla complicado”, no lo escuchan, lo burlan. Esa relación cambia ante un caso criminal que involucra a un menor de edad y conmueve a un pueblo entero mientras ellos están de visita. Holden interviene, hace preguntas, muchas. Invoca motivos no obvios, personajes no directamente relacionados en primera instancia con lo ocurrido, incomoda. Muchas de sus preguntas no conducen a ninguna respuesta. Muchas veces no puede resolver. De eso se trata también Mindhunter, de la creación de conocimiento social, de las muchas preguntas que hacemos sin que todas puedan ser respondidas. “Doy un paso adelante y dos atrás”, dice Holden, reconociéndolo como parte del proceso.
La innovación que propone la dupla protagónica es usar la voz de aquellos que, como Charles Mason, estaban ya detenidos por crímenes aberrantes, para poder entenderlos. Convertiran a esos “desviados” con los que nadie quería hablar, a quienes solo esperaba la muerte, en sus informantes, en sus fuentes, para poder comprender qué lleva a alguien a convertirse en un asesino sin un motivo aparente. Es que lo que están investigando Holden y Tench es una nueva forma de crimen que aún no ha sido clasificada: no son asesinos nacidos con esa “condición”; no son crímenes “pasionales”; son un nuevo tipo que hay que comprender indagándolo. “¿Cómo lidiamos con los locos si no sabemos cómo piensan?” le plantean a su jefe, que acepta a regañadientes que hagan esas entrevistas bajo la condición de que nadie de la Agencia se entere de lo que están haciendo, y de que trabajen en un sótano, escondidos, dedicando poco de su tiempo y sin recursos económicos adicionales. Pronto se sumará a ellos la Dra. Wendy Carr, una psicóloga académica que apoya el proyecto que está tomando forma, tanto como para dejar de lado su trayectoria y promisorio futuro universitario y sumarse al sótano. Ella es la primera convencida en la utilidad social del programa. “La cuestión moral nos asusta tanto que no vemos el valor de sus ideas (las de los criminales detenidos)”, les dice Carr. Ella sugiere formalizar, hacer cuestionarios, uniformizar las entrevistas para hacerlas comparables y aporta el método científico a la intuición del joven Holden. También contiene los impulsos del agente que, en algunas ocasiones, se sale de lo establecido en el protocolo de entrevistas, se vincula emocionalmente con los casos, se perturba. Si no hay uniformidad en las preguntas no hay generalización posible, apunta Carr. Se trata de hacer un proyecto, contrastar, comparar y publicar, les dice. En este punto entran en tensión la lógica académica que requería entrevistas y análisis -es decir, tiempo, dinero y recursos humanos especializados- con la lógica burocrática del FBI- Para la agencia el proyecto no existía formalmente y ello significaba que no habría recursos de ningún tipo para llevarlo adelante.
A partir de las entrevistas de Holden y Tench, el ahora trío comienza con el procesamiento de algunas características comunes que les permitirán llegar a la construcción de categorías. A partir de ello el equipo pone nombre a un fenómeno perturbador hasta entonces desconocido: los asesinos seriales.
La Dra. Carr hace conocer el proyecto del sótano en el campo académico, de allí llega a oficinas públicas y lo que era oculto recibe reconocimiento y fondos que permiten su continuidad y ampliación. De pronto el Instituto Nacional de Justicia y el Congreso de los Estados Unidos consideran relevante lo que está sucediendo allí abajo, porque suponen que permitirá llegar a la construcción de un manual de caracterización de criminales. Esto es parte de la potencia de la investigación en ciencias sociales, su diálogo con la política pública, su capacidad de crear categorías que permitan entender lo que está sucediendo más allá de la anécdota y el caso puntual. Poder entender permite poder actuar sobre lo que ocurre. Las categorías sociales, los conceptos, surgen de hacerse preguntas, muchas de las cuales no tuvieron ninguna respuesta. La suma de esos intentos es lo que da resultados, no un proyecto independiente. Esas preguntas se pueden plantear como intuiciones, como lo hicieron Holden y Tench, desde un saber no formalizado. La historia de la ciencia está llena de amateurs, de aficionados, de azares. Pero se potencian y obtienen respuestas en el diálogo con la academia, que recoge lo ya hecho, formaliza, tiene un método para ensayar una respuesta y testearla. Las ciencias sociales nos permiten comprender por fuera del sentido común, nombrar y dotar de sentido situaciones. Por ejemplo, permiten nombrar los sucesos recientes en Bolivia como un golpe de Estado. Sin financiamiento a la investigación quedarán muchas preguntas sin hacerse, muchas realidades sin comprenderse ni clasificarse.
Cada investigación se inserta en un campo de discusión mayor que el objeto de la misma, dialoga con trabajos previos, los discute, los rebate. El conocimiento es acumulativo; se trata, también, de entender cada caso dentro de un universo que lo excede, del que se nutre de alguna manera, y al que también modifica. Como Holden, damos un paso adelante y dos atrás. Es la sumatoria de todo ello lo que debería contemplarse para evitar el ensañamiento con objetos de estudio que resuenan como inverosímiles para quienes entienden que la investigación es solo sobre el objeto mismo. El trabajo de investigación no es solitario, aún cuando trabajemos en soledad; discute, se apoya y se distancia de lo ya producido, se basa en consensos y a la vez abre campos para seguir produciendo. Esa construcción colectiva es lo que da valor a la investigación, es lo que defendemos, lo que solo se consigue a través del financiamiento público a la ciencia.
Quería dormir una siesta mirando tele; ahora temo no volver a dormir.
Acerca de la autora / Jimena Caravaca
Licenciada en Ciencia Política (FSOC-UBA), Dra. en Ciencias Sociales (UBA), Dra. en Historia (Paris 7). Investigadora CONICET. Docente Programa de Posgrado UNGS/IDES. Coordinadora equipo de investigación Saberes de Estado en el Instituto de Desarrollo Económico y Social, IDES. Miembro del equipo editorial de la revista Estudios Sociales del Estado.