Aún no era “el Che”. Viajaba. Escribía bien. Pluma ágil, ácida, eficaz. Buscaba su destino. Varios conjeturaron, cuando no lo quedaba ninguno, que la literatura pudo haber sido uno de ellos. Sin embargo, eligió las armas, la lucha armada, la revolución. Allí, se convirtió en El Che. Y siguió escribiendo. Sus libros de guerra –el de Cuba, el del Congo y el póstumo: el boliviano- no conmueven tanto como sus textos de viaje, los que escribía Ernesto Guevara.
Son dos los libros, las bitácoras de travesía. El primero, editado bajo el título de Notas de viaje, cobró merecido renombre gracias a una película: Diarios de motocicleta, dirigida por el brasileño Salles y con Gael García interpretando al argentino.
El segundo volumen, vaya a saberse el por qué, no goza de la fama del primero. Su título -acuñado por el propio autor- es Otra vez.
“El sol nos daba tímido en la espalda mientras caminábamos por las lomas peladas de La Quiaca”, así empieza el relato. Era el casi invierno de 1953 y Guevara está a punto de atravesar la frontera e ingresar a Bolivia.
Tomando en cuenta que el libro narra las impresiones de alguien que, catorce años después, dejaría violentamente sus huesos en ese mismo país a donde ahora buscaba acceder de forma pacífica, cobra interés, supongo, anotar las primeras palabras de Ernesto sobre Bolivia. Dice: “Desde Villazón camina el tren pachamentamente [sic]¹ hacia el norte, entre cerros, quebradas y vías de una aridez total. El verde es un color prohibido”.
El tren a La Paz, desde una mirada también argentina, digámoslo así: era un viaje, en el sentido clásico. Un viaje heroico. Kusch, el filósofo, algunos años después, se referirá a la experiencia con estas honduras: “El altiplano es un exabrupto geográfico y nosotros, aquí en Buenos Aires, fuimos educados para un mundo sin exabruptos, un mundo plácido con todas las cosas materiales y espirituales a mano. De ahí que un viaje al altiplano sea entonces un viaje ritual, y emprenderlo con simpatía ya implica algo así como una expiación o iniciación en el caos”. (Introducción a la puna en Indios, porteños y dioses, 1966).
Guevara, es obvio, buscaba el exabrupto, la aventura en el sentido literal del término, la iniciación y el caos, pero su ritual era otro –era político. De ahí que el viaje en el tren no merece otra nota que el frío padecido y una mención al “salitre” [sic] que no es otro que el Salar de Uyuni a la distancia.
La Paz, primera mirada: “Una ciudad chica pero muy bonita se desperdiga entre el accidentado terreno del fondo, teniendo como centinela la figura siempre nevada del Illimani”. Lo justo. Nada que inmute. También dirá de ella que es “La Shangai de América” y que es “ingenua, cándida, como una muchachita provinciana”. Había que bancárselo al joven Ernesto. Finalmente, vendrá un casi elogio: “Una riquísima gama de aventureros de todas las nacionalidades vegetan y medran en medio de la ciudad polícroma y mestiza que marcha encabezando al país hacia su destino”. Con el Illimani se subyuga y, sin ahorrarse adjetivos, asevera que es formidable, solemne e imponente. La pura verdad.
Una visita a las dependencias del Ministerio de Asuntos Campesinos (“donde me trataron con extrema cortesía”, asegura) legó una de las “leyendas negras” en torno al Che. Escribe en su diario sobre el despacho de gobierno: “Es un lugar extraño. Montones de indios de diferentes agrupaciones del altiplano esperan turno para ser recibidos en audiencia. Cada grupo tiene su traje típico y está dirigido por un caudillo o adoctrinador que les dirige la palabra en el idioma de cada uno de ellos. Al entrar, los empleados les espolvorean DDT”. Como es imaginable, la alusión al uso del insecticida fue el detonante.
Lo que si sacude sus fibras es el ambiente socio-político que se vivía en la urbe: un año largo antes de su llegada, había triunfado y tomado el poder la llamada Revolución Nacional, encabezada por el histórico Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR).
Eran procesos sincrónicos los que se vivían en los países de América Latina, y contra la leyenda urbana de que el-que-aun-no-era-el-Che-Guevara escapó de Argentina perseguido por su “gorilismo” por el peronismo en el gobierno –desde 1946, Perón era presidente constitucional de Argentina-, las notas del cuaderno boliviano develan a un poco conocido Guevara “nacionalista”, entusiasta por la acción.
Su primera anotación eminentemente política no tiene desperdicio: “La gente llamada bien, la gente culta, se asombra de los acontecimientos y maldice la importancia que se le da al indio y al cholo, pero en todos me pareció apreciar una chispa de entusiasmo nacionalista con algunas obras del gobierno. Nadie niega la necesidad de que acabara el estado de cosas simbolizado por el poder de los tres jerarcas de las minas de estaño, y la gente joven encuentra que este ha sido un paso adelante en la lucha por una mayor nivelación de personas y fortunas”. Toda una declaración de principios, larvaria, en forja, pero declaración al fin.
Su vocación/elección por la acción empieza a asomar cuando describe la marcha de antorchas en las vísperas del 16 de julio, fecha cívica paceña que recuerda el alzamiento de los llamados “proto-mártires” de la Independencia. Alude al evento como “interesante por la forma de expresar su adhesión que era en forma de disparos de Mauser o “Piripipí”, el terrible fusil de repetición”. De la marcha del 16, vuelve a anotar que los sindicatos hacían “cantar la Mauser [sic] con bastante asiduidad”, aunque se aburre de la misma y registra con dureza: “Era una manifestación pintoresca pero no viril. El paso cansino y la falta de entusiasmo de todos le quitaba fuerza vital”. El motivo lo explica el mismo Guevara y es rotundo: “Faltaban los rostros enérgicos de los mineros”.
Para remediar aquello, días después visitará Bolsa Negra, la mina encajada entre los faldeos de dos nevados, el Mururata y el ya referido y deslumbrante Illimani. Seguramente, el periplo boliviano de Guevara estuvo motivado por eso: por conocer a los mineros, protagonistas cruciales y decisivos de la revolución del año anterior. No lo dice de manera explícita pero sus notas así lo transmiten, ya que incluso les dedicó un poema. Y un poema terrible, apocalíptico, anticipatorio: bien Che Guevara.
“Es el trueno y se desboca/ con inimitable fragor. / Cien y mil truenos estallan, / y es profunda su canción. / Son los mineros que llegan/ son los mineros del pueblo (…)”, empieza sus versos en tono sentencioso para luego preguntarse: “¿Que la metralla los siega/ y la dinamita/ estalla/ y sus cuerpos se difunden/ en partículas de horror/ cuando llega alguna bala/ hasta el ígneo cinturón?”. La respuesta es un contundente: “¡QUE IMPORTA!” (en mayúsculas en el original). Agrega con pasión y rabia: “Son los mineros de acero/ son el pueblo y su dolor”. El final del poema es lúgubre, pesimista.
Las minas en la cordillera son atrapantes por el paisaje que las rodea y por el contraste que deviene de la actividad humana en semejantes parajes. Guevara lo intuye y su vena poética conduce su escrito: “Una gama enorme de tonos oscuros irisa el monte, el silencio de la mina quieta ataca a los que como nosotros no conocen su idioma”. Era el 2 de agosto de 1953, día histórico: la mina estaba vacía ya que los trabajadores habían acudido a La Paz para apoyar la firma del decreto de Reforma Agraria que el presidente Paz Estenssoro estaba estampando en Ucureña, Cochabamba. Al otro día, en camiones, regresaron los mineros. Guevara habla de ellos como “guerreros”. En camión también, el argentino retorna a La Paz, previo pernocte en Palca.
La primera estancia boliviana de Ernesto Guevara no excluyó el lado “turístico”: junto a su compañero de rutas, el “Calica” Ferrer, visitaron el nevado de Chacaltaya y la represa de Milluni, Los Yungas (“Pasamos (…) dos días magníficos, pero faltaban en nuestro acervo dos mujeres que pusieran la nota erótica como matiz necesario al verde que nos rodeaba por todos lados”. Tal cual) y el santuario de Copacabana (“Nos alojamos en el mejor hotel”) y la Isla del Sol, ya de salida rumbo al Perú.
La incursión a la Isla del Sol en el Lago Titicaca -centro mítico de origen de la cultura inca- devela una faceta de las inquietudes de Guevara que lo impulsará todo el periplo: la arqueología. Contratan un botero y parten bien temprano, pero la ausencia de viento hace que deban llegar remando tras seis horas de faena. Por la descripción, arribaron a las ruinas de Pilcocaina, en la orilla sur isleña, sobre el estrecho de Yampupata. Allí, afirma, “me enteré de que había otras ruinas más, de modo que obligamos al botero a ir hasta allí”. ¿A dónde fueron? ¿A la Chinkana? No lo sabemos, lo que sí quedó registrado sin pudor es que “escarbando entre las ruinas encontramos algunos restos, un ídolo representando una mujer que prácticamente llena mis aspiraciones”. ¿Qué hizo Ernesto con la idolilla? Tampoco lo sabemos, pero su avidez por los descubrimientos arqueológicos (o por el “huaqueo” dirían varios) se vio satisfecha. Lo que lo contraría, y lo dice sin ahorrarse intensidad rioplatense es que “el botero no se anima a volver, pero lo convencimos de que zarpara, sin embargo se cagó en las patas y hubo que hacer noche en un cuartucho miserable con paja por colchón”. Diplomático y respetuoso, el futuro Che.
Antes de abandonar la ciudad, dejó dos apuntes que vale la pena destacar, uno romántico sobre su “referencia amorosa” (“Mi despedida fue más en el plano intelectual, sin dulzura, pero creo que algo hay entre nosotros, ella y yo”, escribe sin sonrojarse, algo que leído hoy es difícil encontrarle un casillero donde meterlo) y otro dionisiaco y perturbador: vivía en la hoyada un argentino de origen tucumano de apellido Nougués -más oligarca, imposible, exiliado este sí del peronismo-, referente de la colonia argentina en La Paz y que les ofreció una cena antes de que volvieran al camino. En realidad, no fue cena, sino “una noche de libaciones (…) tanto que me olvidé la máquina fotográfica”. Error, Guevara. Tanto así que, a la mañana siguiente, su compañero Calica parte solo para Copacabana “mientras yo me quedaba otro día que empleé en dormir y recuperar mi máquina”. Eso, en La Paz, se llama “curar el chaki” (resaca).
Llegar a Puno, en Perú, rodeando toda la costa sur del lago Titicaca, no estuvo exento de inconvenientes, incluso el decomiso de dos libros que el buen lector Guevara llevaba en su mochila: El hombre en la Unión Soviética (sin más referencias, seguro un bodrio estalinista) y una publicación que le habían dado en el Ministerio de Asuntos Campesinos de Bolivia “que fue calificada de roja. Roja. Roja en acento exclamativo y recriminatorio” por el jefe de policía local en esos años de auge y esplendor del macartismo que bajaba desde el norte imperial.
El impacto que causó Bolivia en la percepción de Ernesto Guevara lo sintetiza él mismo en una declaración incluida en una nota periodística publicada en El diario de Costa Rica el 11 de diciembre de 1953 titulada con elocuencia “Experimento extraordinario es el que se realiza en Bolivia”. Allí el futuro icono guerrillero asegura sin rodeos: “El país que más nos ha impresionado es, sin duda alguna, Bolivia. Durante los dos meses que estuvimos recorriendo la zona minera y otras regiones importantes de su territorio, nos hemos impuesto del estado de gestación en que se encuentran sus instituciones. El experimento es de lo más interesante y valioso que puede haber. Con una capacidad mínima se realizan empresas extraordinarias, que están produciendo una profunda transformación en múltiples aspectos de la vida política, social y económica de Bolivia. Y tanto es así que todos los países del hemisferio tienen los ojos puestos en aquella pujante y revolucionaria República”.
En la misma dirección, en una carta previa a la entrevista en el país de los ticos, enviada a su amiga Tita Infante, militante del Partido Comunista Argentino, fechada en Lima el 3 de septiembre del año 53, Ernesto -como firma la misiva- se exalta y no ahorra emociones para describirle lo que pasaba en Bolivia. Escribe y es muy vívido: “Bolivia es un país que ha dado un ejemplo realmente importante a América. Vimos el escenario mismo de las luchas, los impactos de bala y hasta restos de un hombre muerto en la pasada revolución y encontrado recién en una cornisa donde había volado su tronco, ya que explotaron los cartuchos de dinamita que llevaba a la cintura”. Concluye sin ambages, haciendo gala de un culto al coraje expandido territorialmente: “En fin, se ha luchado sin asco. Aquí las revoluciones no se hacen como en Buenos Aires, y dos o tres mil muertos (nadie sabe exactamente cuántos) quedaron en el campo (…) La lucha sigue (…) pero el gobierno está apoyado por el pueblo armado…”. Eran, sin dudas, otros tiempos. Si eran mejores o peores que los que nos toca vivir, cada quién dirá.
Las memorias paceño/bolivianas de Ernesto Guevara se constituyen, de sobremanera, en un hallazgo bibliográfico. Develan a un hombre en evidente tensión existencial (los “dos yo” a los que alude en una carta a su madre: “el socialudo [sic]² y el viajero”), aguzada por una sensibilidad extrema que va labrando una mística personalísima que va forjando el destino guevarista, aquel que, cerrando el círculo vital, lo conducirá de nuevo a Bolivia. Lo que está claro, a la vez, es que la huella boliviana en la vida de Guevara caló hondo en su ser y desmiente aquello de que vino a inmolarse a un país que desconocía.
Laderas de Aruntaya, 7-8 de febrero de 2021
¹ El término deriva de pachorra, que significa tranquilidad, calma, lentitud.
² Esa palabra en el puño de un argentino es inevitable asociarla a “socialista” y “boludo”.
Todas las citas de Ernesto Guevara en: Otra vez, Ocean Sur, México, 2012
Acerca del autor Pablo Cingolani
Nació en Argentina en 1963. Vive en Bolivia desde 1987. Estudió historia. Es escritor y periodista. Su obra publicada incluye libros como Toromonas, Amazonia Blues, Aislados y Nación Culebra, una mística de la Amazonia.