Reseña del libro La vida emocional del populismo. Cómo el miedo, el asco, el resentimiento y el amor socavan la democracia. Eva Illouz, Katz, Buenos Aires, 2023
El drástico cambio político en la Argentina en los últimos meses -en consonancia con ciertos procesos globales- abrieron un conjunto de preguntas urgentes: ¿cómo surgen las tendencias fascistas en una sociedad? ¿Por qué hay sectores que, aún contra sus intereses, votan líderes fascistas de fuerzas políticas endebles que vienen no sólo a profundizar las desigualdades, sino también a socavar acuerdos democráticos que tanto costaron conseguir? El libro de Eva Illouz La vida emocional del populismo. Cómo el miedo, el asco, el resentimiento y el amor socavan la democracia, publicado por Katz el año pasado, ofrece algunas respuestas pero sobre todo permite hacernos nuevas preguntas. Si bien el libro toma como caso de estudio a Israel, por lo que no es mecánicamente trasladable a otros países, entre ellos la Argentina, permite pensar en procesos globales en los que encontrar sus particularidades locales.
Illouz empieza su intervención citando una conferencia de 1967 de Theodor Adorno en Viena en la que el filósofo se explayó sobre la vigencia de las condiciones sociales para la emergencia de movimientos fascistas, pese a su derrumbe luego de la Segunda Guerra Mundial. Allí advirtió además que las clases burguesas, que se rehusaban a perder privilegios, fueron la base social de esta experiencia. Alrededor de este punto encontramos uno de los primeros hallazgos del libro: la diferencia entre el fascismo como régimen y las tendencias fascistas que anidan en ciertos sectores de la sociedad, que están latentes y surgen cuando las crisis económicas provocan un deterioro generalizado de las condiciones de vida. En tal sentido, Illouz se posiciona en la tradición sociológica que considera que el fascismo es “la expresión del miedo a la movilidad descendente”.1 Esas tendencias fascistas se basan en una manera de entender las causas y de asignar culpas y responsabilidades; por ejemplo, las clases burguesas no culpaban al sistema capitalista por su desclasamiento, sino a otros grupos sociales a partir de la construcción de una especie de enemigo interno.
Para Illouz, el populismo es una clase de tendencia fascista en tanto “presiona al campo político y lo empuja hacia tendencias regresivas y predisposiciones antidemocráticas”. Este creo que es uno de los puntos controversiales del libro, hay cierto uso reiterado del concepto de populismo, incluso es parte del título. Pero el abuso de este concepto no es exclusivo de este libro ni de su autora, es más bien parte de una moda académica que terminó esterilizando su eficacia analítica. Autores como Gerardo Aboy Carlés y Julián Melo, entre otros, ya advirtieron sobre el riesgo de nominar populismo a cualquier proceso político, así que no voy a ahondar sobre ello. Al respecto, me voy a limitar a proponer la denominación de fuerza partidaria/partido de extrema derecha y de fascismo, cuando esta atente abiertamente contra el régimen democrático y el Estado de derecho. A riesgo de ser redundante, lo que me interesa rescatar es la diferenciación que propone Illouz entre el populismo y el fascismo, un régimen que sin dudas pretende subvertir la democracia, en sus instituciones, leyes y reglas.
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Ahora bien, ¿cómo surgen esas tendencias fascistas que pueden consolidar un régimen fascista? A partir de la lectura del libro de Illouz podemos identificar tres procesos. El primero se trata del cuestionamiento a la democracia como un sistema que no logra integrar y garantizar el nivel de vida de los diferentes sectores sociales. Así, estos pueden renunciar a la democracia para retrotraerse a su posición anterior. Un problema correlacionado es el corrimiento del lugar de la rebeldía y la transgresión de la izquierda a la derecha, como también han señalado algunos autores como Pablo Stefanoni. En otras palabras, la idea de cambio podría funcionar como un significante vacío, que podría orientarse para cualquier lado. La direccionalidad que tenga, sin dudas va a depender de los actores sociales que lo impulsen. En un sistema que no da respuestas a las dificultades emergentes, es un problema que las propuestas de cambio vengan sólo de la derecha, que sabemos ha sido clave para la implementación de programas socio-económicos sumamente reaccionarios y conservadores en lo cultural. Es interesante el modo en que Illouz reconstruye cómo la derecha se auto-construye como víctima de un sistema del que forma parte y donde tiene responsabilidades por la situación actual.
El segundo proceso se orienta a la conformación de una nueva estructura de sentimiento -retomando el concepto de Raymond Williams-, base de la experiencia política. Emociones como el miedo, el asco y el resentimiento son claves para entender cómo se crean narrativas que impulsan ciertas experiencias que se difunden en diferentes procesos de socialización. No importa si las emociones son verdaderas, alcanza solamente con que se sientan así. Esta cuestión es decisiva en la época de la posverdad donde las impresiones, emociones y sensaciones juegan a la par de la evidencia empírica o científica, de la voz de los expertos, etc. Esas emociones crean climas de época que habilitan ciertos cursos de acción y, en el caso de las mencionadas, propician la emergencia de esas tendencias fascistas.
El tercer proceso apunta a la consolidación de una sociedad pauperizada, atravesada desde hace décadas por políticas neoliberales, y caracterizadas por la fragmentación y los particularismos. Es conocido que en la base social del fascismo se encontraban las clases burguesas que perdían privilegios. Tal vez, en su “segundo tiempo”, el fascismo no sólo debe pensarse a la luz de los sectores que pierden privilegios debido a las políticas distributivas o sus posiciones en la jerarquía social, por los cuestionamientos a la lógica patriarcal, sino también respecto de sectores sociales profundamente precarizados y con un horizonte de bienestar opaco. En otras palabras, tal vez ya no se trate la movilidad social descendente manifiesta, sino también de la ausencia de horizontes de expectativas de bienestar generalizado. Así, el miedo a perder lo que se tiene, lo que se logró con el esfuerzo, se difunde en la sociedad y en los diferentes sectores como una emoción poderosa, pero también como una herramienta política de los líderes fascistas. Sin dudas, su estimulación y difusión entre miles de ciudadanos sirve para que estos se dispongan a resignar libertades, derechos y garantías con tal de encontrar alguna certidumbre que aleje lo temido.
El libro de Illouz no tiene particularmente una perspectiva de género, tal vez la mayor precisión que podamos encontrar sea respecto de los líderes fascistas, sus intereses y estilos políticos, de tipo hipermasculinistas. Incluso su predica anti-feminista es parte de la reposición de privilegios que prometen a sus seguidores. Respecto de su estilo, además del machismo y la misoginia, se caracterizan por atacar al Estado de derecho y sus instituciones; crear teorías conspirativas sobre el funcionamiento del Estado (cualquier resonancia con la casta de empleados estatales no es casualidad); generar enfrentamientos entre los grupos sociales -los orcos, la gente de bien– como modo de construir ese enemigo interno que pueda dislocar el principal conflicto capitalista, y así los culpables de la situación que se vive; y, finalmente, por su afirmación de representar al pueblo contra las élites, en la jerga local, “la gente contra la casta”. Para Illouz, “la identificación de enemigos internos se convierte en un sustituto de la política”. Ya en el gobierno, esos líderes se proponen arrasar con aquellas instituciones previstas para cercenar el poder irrestricto del poder ejecutivo, sea el parlamento o el sistema judicial.
Como mencioné, la autora estudia específicamente el caso de Israel, pero tiende lazos con procesos parecidos que se produjeron en Estados Unidos con Donald Trump, en Turquía con Recep Tayyip Erdoğan, en Polonia con Andrzej Duda, en Hungría con Viktor Orbán, entre otros. En todos estos casos, los líderes han construido un rol de las mayorías como víctimas de esas minorías elitistas, alterando así la atribución de causas y culpas. Incluso Illouz afirma que estos líderes se inscriben como parte de esas mayorías víctimas, lo cual les facilita atacar a todo aquel que no piense como ellos. Complementariamente, les ayuda a identificar y equiparar esas minorías con las elites que dicen cuestionar e impugnar, como las culpables de todo mal social. Así, la autora menciona que uno de los logros de los líderes fascistas o de extrema derecha fue que lograron poner a la izquierda -leamos peronismo para el caso nacional- ya no como representante de la clase trabajadora, sino de las élites: culturales, sociales, progresistas e incluso de la llamada aristocracia obrera. De estos sectores que quieren conservar privilegios frente a una crisis que se va generalizando y con ella se pierden de vista sus puntos materiales de producción.
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Los libros que leemos sin dudas nos hablan de la época que vivimos, se pueden haber publicado mucho tiempo antes y, sin embargo, algo nos dirá acerca de las preguntas y experiencias que tenemos al momento de la lectura. Este libro no es la excepción, no sólo por esta premisa general, sino porque va al punto de un problema político crucial que transitamos socialmente: la posibilidad de vivir juntos en sociedades sumamente polarizadas. Me fue imposible no leer este libro a luz del proceso político que estamos viviendo actualmente en Argentina, tratando de establecer comparaciones con lo local, identificando algunos matices y alternativas. No es la primera vez que los sectores dominantes inventan enemigos internos, poseedores y creadores de todos los males y cuya eliminación es clave para la consecución de la Nación; algo de esto estamos viviendo nuevamente.
La lectura del libro de Illouz nos permite pensar este proceso político sin tapujos y sin eufemismos que suavicen la tragedia social que implica el fascismo en términos de la convivencia democrática. Al respecto, podemos identificar la conjunción de los procesos que describimos anteriormente que fueron claves en el ascenso reciente del fascismo local, dispuesto a llevarse puesto al Estado de Derecho, la Constitución y los derechos individuales y colectivos: la movilidad social descendente de todos los sectores sociales -con excepción de los sectores concentrados de la economía-, la incapacidad del peronismo de recrear una política popular acorde a los nuevos tiempos y problemas, y la habilidad de los líderes de extrema derecha en captar el sentimiento de resentimiento social, que se ha ido generalizando al calor de una crisis ya perenne y de compleja resolución.
Leí este libro en paralelo al de Adam Przeworski Las crisis de las democracias y creo que el aporte de Eva Illouz está en analizar sociológicamente las emociones para entender la subjetividad de la época y por qué la “gente” toma decisiones claramente contra sus intereses, posiciones y opciones, incluso de los valores que dice tener e intenta promover. En sus palabras, -y cito textual- “una sociología de los afectos y las emociones puede ser un marco útil para comprender el mecanismo por el que los líderes populistas dan sentido al malestar de muchos grupos sociales a través de narrativas que difunden ideas antidemocráticas y mantienen el control sobre sus seguidores”. Este tipo de sociología me genera, sin embargo, cierta incomodidad epistemológica, ¿qué lugar y mecanismos tiene la agencia si la gente decide solo considerando sus emociones? ¿Cómo explicamos con fundamento empírico procesos harto subjetivos? Empero a la luz de las circunstancias recientes, creo que amerita que sorteemos nuestros propios prejuicios disciplinares.
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Quisiera finalizar esta reseña con una especie de motivación que propone la autora para no ser testigos atónicos del derrumbe social que nos propone el fascismo. Para Illouz, se trata de reponer un proyecto democrático; puede parecer trillado, pero no por ello es menos necesario. Al respecto, la autora advierte que no se trata de hacer política desde el amor -por ejemplo, con consignas del tipo “el amor vence al odio”- como un intento por contrarrestar las emociones negativas propias del fascismo. Al manifestar su desacuerdo, Illouz retoma el planteo de Hannah Arendt en su libro La condición humana, donde dice lo siguiente: “si el amor tuviera ese rol en la política nunca tendríamos el poder de perdonar o juzgar”. En una práctica política democrática es necesario crear las condiciones para que la gente pueda decidir por sí misma sobre la base de la justicia y la equidad. La base de la toma de decisiones no puede ser el odio, el miedo, el asco o el resentimiento que tienden a eliminar las diferencias y estigmatizar al que se ve diferente; hay que construir una nueva estructura de sentimiento.
Ahora bien, la pregunta es ¿qué estructura de sentimiento? En principio, aceptar que la sociedad es un lugar de conflicto, con personas que tienen intereses diferentes, y que vivir juntos implica tolerar esos desacuerdos, no configurar como enemigo al que piensa diferente o culpabilizarlo de los males sociales. En esta perspectiva, el “punto de partida es el reconocimiento de que el conflicto de opiniones e intereses es irreductible a la vida humana”.
Entonces, se trata de reponer una práctica política que no ignore los particularismos ni las minorías, y en tal sentido se proclame pluralista, pero que pueda crear una vocación universalista basada en la igualdad y la libertad. Al respecto, Illouz advierte que de las premisas de la Revolución Francesa quedó relegada la fraternidad, que suele entenderse como solidaridad, pero que no son lo mismo. Dicho sintéticamente, sentimos solidaridad hacia quienes vemos semejantes a nosotros mismos. Ahora bien, la sociedad no es una familia y, en tal sentido, hay que despejar de la discusión política las analogías entre la economía nacional y la doméstica, así como los lazos sociales de las relaciones filiales. Por el contrario, la fraternidad -y aquí radica su potencialidad- “no se basa en el acuerdo ni en un apego sentimental al otro, sino en una concepción moral y legal de la justicia dentro de la comunidad política”. Para Illouz, el concepto de fraternidad incluye “el diálogo, la tolerancia, la justicia y una ciudadanía plena”. Y así “la fraternidad es el sentimiento que transforma el universalismo en un afecto”. Por estas razones debe estar en la base de la nueva estructura de sentimiento.
En relación con este planteo, Illouz propone combinar la construcción de una nueva agenda de izquierdas, que esté basada en el universalismo, los derechos humanos, la justicia redistributiva y el pluralismo cultural junto con la recreación de un nuevo pacto entre élites partidarias progresistas y las clases trabajadora y media, afectada sobremanera por el capitalismo neoliberal. Es urgente desmontar la triada base del fascismo y para ello hay que (re)construir una sociedad democrática y con ella la voluntad de vivir juntes y la preeminencia de la justicia social.
Por todo lo dicho, recomiendo la lectura del libro de Eva Illouz con la esperanza que sea una fuente de inspiración para pensar colectivamente nuestras prácticas -tanto políticas como de intervención intelectual-, que lejos de dejarnos como testigos atónicos de la época que vivimos, nos permitan tener la audacia para (re)crear un proyecto colectivo democrático y emancipador.
Sobre la autora / Ana Natalucci
Dra. en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investigadora Independiente del CONICET con sede en IDAES/UNSAM. Adjunta a cargo de la materia “Teorías de la Acción Colectiva”, Carrera de Ciencia Política, Universidad de Buenos Aires. Se especializa en temas de movilización social, trabajo, sindicatos, economía popular y género.