“Pero, si me permite, voy a empezar. Señora, hace una semana que yo la conozco a usted. Cada mañana usted llega con un traje diferente; y sin embargo, yo no. Cada día llega usted pintada y peinada como quien tiene tiempo de pasar en una peluquería bien elegante y puede gastar buena plata en eso; y sin embargo, yo no. Yo veo que usted tiene un chofer en un carro esperándola a la puerta de este local para recogerla a su casa; y sin embargo, yo no. Y para presentarse aquí como se presenta, estoy segura de que usted vive en una vivienda bien elegante, en un barrio elegante, ¿no? Y, sin embargo, nosotras las mujeres de los mineros, tenemos solamente una pequeña vivienda prestada y cuando se muere nuestro esposo o se enferma o lo retiran de la empresa, tenemos noventa días para abandonar la vivienda y estamos en la calle. Ahora, señora, dígame usted: ¿tiene usted algo semejante a mi situación? ¿Tengo yo algo semejante a su situación? Entonces, ¿de qué igualdad vamos a hablar entre nosotras? ¿Si usted y yo no nos parecemos, si usted y yo somos tan diferentes? Nosotras no podemos, en este momento, ser iguales, aún como mujeres, ¿no le parece?”.
Así le contestaba la dirigente boliviana Domitila Barrios de Chungara a una feminista mexicana que le reclamaba que dejase de hablar de la situación del pueblo minero de su país, y que se focalizara en los problemas que la igualaban con sus congéneres, que para eso se había hecho la “Tribuna”.
Corría el mes de julio de 1975 y la Ciudad de México era el escenario de acontecimientos importantes para el activismo global por los derechos de las mujeres. Es que ese no fue cualquier año: la Organización de Naciones Unidas (ONU) lo había proclamado Año Internacional de la Mujer, y ello colmó de múltiples actividades el calendario. Sin dudas, la más importante fue la celebración de una Conferencia Mundial de la Mujer para acordar acciones tendientes a mejorar la situación de las mujeres y favorecer su “adelantamiento” en todo el planeta. Pero el organismo supranacional hizo algo más: avaló la organización de un foro abierto a todas las mujeres interesadas en discutir sobre su condición. Las ONG con rango consultivo ante el Consejo Económico y Social de la ONU fueron las encargadas de su planificación y de darle un nombre: Tribuna del Año Internacional de la Mujer. Domitila participó de esa reunión alternativa y con sus intervenciones agitó fuertemente las olas del feminismo de los años setenta, a la vez que dio a conocer ante la opinión pública del mundo la lucha del pueblo boliviano contra la opresión política y económica que lo condenaba a la miseria.
Domitila nació en 1937 en el centro minero Siglo XX, ubicado en la localidad de Llallagua. Su dueño era Simón Patiño, quien ostentaba el título de “barón del estaño”, indigna nobleza que compartía con los empresarios Mauricio Hochschild y Carlos Víctor Aramayo. Pero su infancia, adolescencia, y parte de su juventud transcurrió en Pulacayo, el segundo reservorio de plata más importante del país, luego del Cerro Rico de Potosí. La niña Domitila estaba en Pulacayo cuando, en noviembre de 1946, la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), representante del sector trabajador más combativo del país, anunció las Tesis de Pulacayo, manifiesto fundamental de la clase obrera boliviana. Y residía en ese mismo distrito cuando aconteció la Revolución de 1952, hito histórico del país que estableció el sufragio universal, la reforma agraria, un ambicioso plan de alfabetización, la fundación de la Central Obrera Boliviana y la nacionalización de las minas.
Regresó al lugar donde había nacido, a mediados de la década del cincuenta, como la señora del minero René Chungara. Y allí forjaría su temple como dirigente política, a partir de su participación en el Comité de Amas de Casa de Siglo XX, al que se sumó con algo de temor pero con mucha valentía.
El Comité había surgido a comienzos de los años sesenta cuando un grupo de esposas de dirigentes mineros decidieron ir juntas a La Paz para reclamar por la liberación de sus maridos detenidos. Cansadas del silencio que obtenían por respuesta, acordaron hacer una huelga de hambre para exigir no sólo la libertad de los presos, sino también el pago de salarios adeudados. La medida, que duró diez días, logró su cometido. Pero las huelguistas dieron un paso más y se organizaron en un Comité de Amas de Casa, cuya misión era velar por los intereses de sus familias (salud, educación, alimentación, vivienda) y acompañar a los trabajadores en su lucha. Así, desde el comienzo, el Comité trabajó codo a codo con la FSTMB.
Domitila no estaba segura de participar de la flamante asociación porque los prejuicios de la comunidad la habían afectado. Las integrantes del Comité pasaban tiempo fuera del hogar y eso contradecía el mandato social adjudicado a las mujeres: cuidar del marido y de la prole, que en su caso llegaría a extenderse a siete hijos. Además, el trabajo conjunto con el sindicato minero generaba suspicacias y rumores sobre amores clandestinos y promiscuos entre las militantes del Comité y los dirigentes gremiales, y eso implicaba poner en duda la respetabilidad femenina y lesionar el honor masculino (de los esposos).
A pesar de esos recelos, se animó y comenzó a participar de las reuniones. Aprendió a tratar la diarrea infantil y a hacer empanadas de queso, pero también sobre la historia y la política de su país. Su entusiasmo, sin embargo, se vio lesionado por el encono de su marido, que no aceptaba su nueva actividad, por lo que la castigó negándole el dinero para los alimentos y otros insumos familiares. Esta situación hizo que Domitila reparase en una cuestión que sus compañeras del Comité venían discutiendo desde hacía un tiempo: la importancia del trabajo doméstico en la reproducción de la fuerza de trabajo, y la necesidad, por tanto, de ponerlo en valor. Entonces, frente al agravio de su esposo, ella respondió dejando de limpiar la casa, de lavar la ropa, de cocinar. Hizo su propia huelga de quehaceres domésticos y resultó exitosa. El marido aceptó la decisión de su mujer, y la esposa huelguista comprendió, desde lo personal, la relevancia económica y política de las labores domésticas, que se naturalizaban como una responsabilidad exclusivamente femenina. Tempranamente, las mujeres organizadas de las minas de Bolivia echaban luz sobre la importancia de las tareas de cuidado a la hora de pensar las formas de la emancipación femenina.
Domitila regresó al Comité y al poco tiempo ya era parte de su comisión directiva. Su postura aguerrida como dirigente no pasó inadvertida por el poder. En la madrugada del 24 de junio de 1967, la comunidad minera de Siglo XX fue sorprendida por un asedio militar que causó decenas de muertos y cientos de desaparecidos. La Masacre de San Juan, así se recuerda a esa brutal represión porque en esa fecha se celebra el Día de San Juan Bautista, fue orquestada por el dictador René Barrientos Ortuño con el objetivo de desmantelar lo que consideraba un incipiente foco subversivo que comenzaba a actuar en la zona. Domitila fue apresada, ferozmente torturada –las patadas que recibió estando embarazada provocaron que su hijo naciera muerto– y obligada a un destierro en Las Yungas, que duró algunos años.
Pero su trabajo político también le valió también la invitación de las Naciones Unidas a participar de la Tribuna del Año Internacional de la Mujer. Su presencia y su voz interpelaron al feminismo que circulaba allí al ofrecer, a partir de su condición de mujer de minero, indígena y con convicciones de izquierda, una lectura distinta de los problemas y las prioridades en la lucha de las mujeres por su liberación. Para Domitila, el aborto o la prostitución no eran cuestiones que definían la lucha de las mujeres de América Latina; sí lo eran la miseria y la explotación. Reivindicaba políticamente su condición de ama de casa y estaba convencida de que la lucha por los derechos de las mujeres debía hacerse junto a los varones, y en contra del capitalismo, porque ese era el enemigo a combatir. Su disonancia sembró una semilla que pronto germinaría en los feminismos populares.
En diciembre de 1977, las mujeres de los mineros volvieron a enfrentar al poder con una huelga de hambre en La Paz. Esta vez para exigirle a la sanguinaria dictadura de Hugo Banzer la amnistía para todos los detenidos por razones políticas o sindicales, la recuperación de las fuentes de trabajo, la normalización de los sindicatos y la desmilitarización de las minas. La encabezaron Luzmila Rojas de Pimentel, Angélica Romero de Flores, Aurora Villaroel de Lora y Nelly Colque de Paniagua, y a ellas se sumó Domitila. Luego, otros referentes políticos y sociales. La medida se extendió por veintiún días, se replicó en otros puntos del país y convocó a miles de bolivianos y bolivianas. La contundencia del reclamo, que alcanzó difusión internacional, contribuyó decididamente a la salida de Banzer del poder, meses después.
Ese triunfo, sin embargo, no impidió que otras dictaduras asolaran Bolivia. El 17 de julio de 1980 el general Luis García Meza derrocó al gobierno provisional de Lydia Gueiler Tejada. Domitila se anotició del golpe en Copenhague. Estaba participando del foro alternativo de la II Conferencia Mundial de la Mujer, la continuación de la Tribuna de México. Allí, acompañada por las mujeres latinoamericanas, agitó la denuncia internacional contra golpe de Estado. La movida le valió un exilio político en Suecia.
Domitila regresó a Bolivia con su esposo y los niños más pequeños a finales de 1983. Se instalaron nuevamente en el centro minero Siglo XX. Sin embargo, en 1985 el presidente constitucional Víctor Paz Estenssoro, el mismo que había nacionalizado las minas, el 31 de octubre de 1952, decretó el cierre de todas ellas y echó a la calle a más de 50.000 obreros. A poco de producida la “relocalización”, así se llamó al masivo desalojo, su esposo la abandonó, y ante la imposibilidad de un futuro digno para sus hijos, aceptó que retornasen a Europa, al cuidado de los hermanos mayores. Dejó de usar el apellido Chungara y se afincó en Cochabamba, pero no claudicó en su lucha contra las injusticias. Una de sus últimas acciones fue la creación de una escuela de formación política para la juventud. Murió el 13 de marzo de 2012, a los 75 años, a causa de un cáncer de pulmón. “Nuestro enemigo principal es el miedo y lo llevamos adentro”, dijo Domitila. Su vida es ejemplo de lo que se puede hacer con él, para vencerlo.
Acerca de la autora Karin Grammático
Historiadora. Docente e investigadora de la UNAJ. Integrante del Programa de Estudios de Género (IEI-UNAJ)