POLÍTICA

CONDICIÓN INNEGOCIABLE DE UNA NUEVA POLÍTICA

La equidad social como bandera

Por Santiago Levín

El problema central de nuestra época es la política, y muy particularmente su fracaso: el fracaso en el diseño de un mundo con lugar para todos y todas. Y el principal problema de la política —me refiero a la política concebida como el instrumento para trocar un inaceptable estado de cosas por otro aceptable—, debido a ese fracaso, es la inequidad social. Todos, absolutamente todos los problemas contemporáneos son, directa o indirectamente, afluentes o efluentes de estos dos asuntos centrales: el fracaso de la política y su doloroso corolario, la inequidad social.

Este no pretende ser un escrito sobre teoría ni un manual de por dónde habría que caminar. Lo primero está fuera del alcance de quien escribe, y lo segundo constituiría una arrogancia tan antiestética como inútil. No necesitamos discursos pedantes sino contribuciones a un pensamiento colectivo que logre encender la chispa de un cambio indispensable y urgente. 

Ya se ha dicho miles de veces y mucho mejor que aquí, pero en este punto es necesario plantearlo. Los defensores del sistema capitalista afirman que su implementación ha traído beneficios a la civilización humana, y ofrecen una lista de “avances”, lista discutible pero no del todo arbitraria. Es posible que haya algo de verdad allí, y que, por ejemplo, eso que hoy llamamos “ciencia” —y que ha contribuido bastante a mejorar algunos aspectos de la vida contemporánea— sea en gran parte producto de un sistema social y económico cuyo fundamento último es la apropiación de la renta por parte de un sector minoritario y muy poderoso. Pero mucho más grande y escandalosa es la lista de las catástrofes que el propio sistema propicia, no como desvío perfectible sino como producto intrínseco y esencial de su propio funcionamiento. Aún en el mejor de los capitalismos posibles —y esto requiere de una imaginación frondosa—, los vínculos entre individuos van a estar irremediablemente condicionados por las posiciones relativas en el sistema de producción, y esto no tiene arreglo posible dentro de esa lógica. De este modo, el sistema desalienta la solidaridad y estimula la lucha por poseer y acaparar, invisibilizando de mil modos que esa desigualdad es parte de la esencia sistémica y no un error corregible. No hay modo alguno de superar este pecado original dentro del sistema mismo. Simplemente no lo hay, y a esto volveremos hacia el final del escrito: tomemos cualquiera de los grandes temas de nuestra época y veremos que es muy poco lo que se puede avanzar sin poner en cuestión el telón de fondo. ¿Existe posibilidad de un cambio profundo en los modos de vincularnos con el planeta, que frenen la catástrofe del cambio climático? No. No en este contexto sistémico, porque el problema es el sistema mismo, no nuestra conciencia ambiental. Lo mismo podemos decir del uso de energías alternativas, del patriarcado, del sistema de salud, del sistema judicial, del régimen político inventado a fines del siglo dieciocho para una Europa que ya no existe, con otros problemas y con otras urgencias. Claro, estos y muchos otros problemas, tomados aisladamente, admiten un tratamiento minimalista, cosmético, testimonial, tranquilizando así a ciertas conciencias urbanas que al final del día tienen un moderado peso electoral. Pero cambios críticos no vamos a obtener si hacemos una lectura de cada uno de estos asuntos por separado, sin ponerlos todos juntos arriba de la mesa para buscar la lógica inmanente y las relaciones subterráneas de unos con otros. 

Ciclo a ciclo, cada generación reclama ante la historia un tratamiento especial aduciendo que le tocó vivir en épocas extraordinarias sin el entrenamiento adecuado. Parece ser un rasgo repetido en las últimas generaciones el de concebirse experimentando encrucijadas inéditas, desafíos impensados. Tal vez haya allí algo de verdad en el sentido en que es inédito cada nuevo día de nuestras vidas, que hemos de encarar sin manual de instrucciones y sin garantías de llegar con vida al día que le sigue. Pero hay también en ese reclamo una palmaria ignorancia de la historia como construcción colectiva y dolorosa, en la que las derrotas son más frecuentes que las victorias. Hay en ese reclamo algo así como un narcisismo primario, infantil: todo sucede en relación a mí. Pero no. No nos tocó la peor de las épocas posibles; nos tocó ésta y no otra. No se trata de un castigo divino, y no queda más alternativa que partir desde allí, es decir, desde aquí. Éste es el tiempo nuestro, con todas sus potencialidades y todas sus limitaciones. No vale llorar por las dificultades heredadas: la misión histórica es intentar superarlas.

Bien. Estamos aquí, somos nosotros y tenemos una tarea política. Ahora entonces la pregunta: ¿cómo desarrollamos nuestra tarea política en este punto de la historia, en la época que nos toca, como generación intermedia sobre la que recae la responsabilidad principal? Considero que es ésta una pregunta absolutamente central.

Tomo aquí un desvío para hacer una breve digresión.

Pablo Levín, mi padre,  fue uno de los intelectuales más destacados de su tiempo —que es el nuestro —. No hay reproche posible a su compromiso político y a su honestidad, aunque se le puedan criticar algunas rigideces ideológicas. Fue uno de los mayores estudiosos que he conocido, un verdadero filósofo en el sentido más cabal del concepto, un pensador forjado en la idea de que el mejor servicio que puede ofrecerse a los demás es formarse del modo más completo posible en la comprensión del mundo. Obsesivo y tozudo, sostenía que no es conveniente salir a cambiar las cosas sin primero comprenderlas a fondo, lo cual constituye a la vez una verdad y una trampa. La parte de verdad no precisa explicación, pero ¿por qué una trampa? Porque no existe una medida precisa de la comprensión del mundo a partir de la cual quede habilitada la vía de la acción. En otras palabras, y recurriendo a un viejo adagio, la revolución rusa se hizo sin las obras completas de Lenin.

Ninguna opinión está exenta de los rasgos de la personalidad del pensante, y mi padre no fue la excepción. Su temperamento lo impulsaba al estudio minucioso y a la reflexión profunda, mientras que otros temperamentos, llevados por otros  vendavales, son más proclives a salir a la calle y a construir esa comprensión del mundo desde la praxis misma. Le debo a un querido amigo de mi padre el haber comprendido que la lucha (la lucha con mayúsculas) precisa de ambos tipos de actores y que la solución al dilema es, sencillamente, imposible. La solución solo está en el conjunto, jamás en el individuo aislado.

Antes de comprender que no era ni una cosa ni la otra sino ambas, me interpeló intensamente el concepto de mi padre de la “militancia ficticia”. “No salgas a hacer pintadas. Quedate en casa estudiando; he allí tu misión”. Corría el año 1984. Yo tenía dieciséis años y estaba recién llegado a Buenos Aires desde el exilio en Venezuela. Indignado, enfrenté a mi padre reclamando mi derecho a “militar”. Muchos años después comprendí que en esa prescripción paterna había más que solo una idea superyoica acerca del proceso de transformación del orden social: había también un temor profundo por mi suerte en un país recientemente atravesado por el terrorismo de Estado y con todo el aparato represivo sin desmantelar. Mi viejo, consciente del pasado, intentaba cuidarme; y yo, ansioso de futuro, quería salir ya mismo a cambiar el mundo.

Pero volviendo a nuestro presente, considero de crucial importancia volver a poner sobre la mesa esta discusión. ¿Cuál es el camino político más adecuado para este momento histórico? ¿Qué formas de la acción específica sobre la realidad son las más convenientes, las más eficaces, las más potentes para construir futuro? ¿Cuántas de nuestras actividades constituyen militancias ficticias en sentido estricto, es decir, acciones que tranquilizan nuestras conciencias políticas pero que apenas rasguñan la superficie del envoltorio del problema?

Reconozcamos que hace cuarenta o cincuenta años el camino parecía más claro. La derrota de los setenta fue durísima, pero el camino estaba balizado por un conjunto de ideas sobre qué había que cambiar, dónde estaba el origen del problema y en qué consistía la militancia política. Había discusiones, claro, incluso algunas terminales: revolución o reformismo, por ejemplo. Pero el diagnóstico de la injusticia se compartía entre todas las variantes del progresismo. En esas lejanas épocas había acciones de indiscutible valor transformador como por ejemplo educar. El educador era una figura central de cualquier proyecto de cambio social. Los jóvenes dedicaban algunas horas por semana a la alfabetización, que era también una hermosa forma del amor y del ideal de inclusión social. Había lecturas imprescindibles, grupos de estudio de esos textos, discusiones sobre el significado de los pasajes clave.

Había, en una palabra, una noción holística de la política como actividad humana. La política era la actividad más elevada, más importante, más generosa. “Hacer la revolución es como hacer el amor en grande”, decía una pintada de enormes proporciones sobre una pared en la Caracas de los setenta, pintada que nadie se animó a borrar ni blanquear por años.

¿Cuál es, hoy en día, el equivalente de la alfabetización como actividad militante? ¿Cuáles son hoy textos indispensables para conocer el mundo antes de salir a cambiarlo? ¿Existen estos textos? ¿Sigue siendo la lectura de libros el camino principal para hacerse una idea del mundo y de su estructura? ¿Tenemos un marco teórico común todos aquellos que soñamos con un mundo justo y equitativo? ¿Sigue existiendo la idea de un marco teórico compartido, o la propuesta contemporánea es basarse en la memoria de experiencias idealizadas? ¿A quiénes reconocemos como líderes, tanto en el pensamiento como en la acción, es decir, en la elección de la senda más conveniente? ¿Existen hoy liderazgos como los que existieron a lo largo de los siglos XIX y XX?

Ciclos políticos cortos, Estados nacionales debilitados, crisis económicas repetitivas que empujan al sistema a una mayor concentración. Financiarización de la economía mundial, crisis ambiental terminal, crisis de los sistemas jubilatorios, crisis del empleo como valor social. Progresivo desgaste y pérdida de credibilidad de las figuras instituidas por la Revolución Francesa: presidente, diputados, senadores, jueces, sindicatos. Crisis energética, superpoblación mundial sin precedentes. Según cálculos de la OMS, para el año 2050 la depresión será la primera causa de enfermedad en todo el mundo, desplazando a las enfermedades cardiovasculares. Migraciones por hambre o por guerras en aumento. 

En este nuevo contexto, como producto de cambios tectónicos en la base misma de la cultura y por lo tanto de los modos de concebir el mundo y sus problemas, advertimos un nuevo fenómeno. Ya no hay un diagnóstico compartido del mundo que funcione como unificador de las vocaciones políticas, que se origine en un mismo marco teórico y que señale posibles caminos a seguir.

Ya no hay un continente; hoy tenemos un archipiélago.

En una de las islas se habla del riesgo ambiental. En otra se perfecciona el estudio del patriarcado y se denuncia el lugar injustamente subordinado que ha tenido la mujer en la historia. Más allá, otra isla, en la que se deplora la minería a cielo abierto y el consumo indiscriminado de combustibles fósiles. En otra, el trabajo infantil, la esclavitud y la trata de personas. Más allá, la muerte de millones de niños por año debido a la desnutrición. 

Quienes trabajamos en Salud Mental ocupamos otra pequeña ínsula del archipiélago y hablamos de los derechos de las personas que padecen alguna discapacidad mental, y con mucha frecuencia no advertimos la intensa relación con lo estudiado y denunciado en islas aledañas. Todo se arreglaría con unos cambios en el sistema de atención de la salud, independientemente del sistema socioeconómico en el que estamos inmersos. Otro yerro, al que se arriba por mirar el embudo desde el extremo equivocado. Es absolutamente imposible imaginar un sistema de salud justo dentro de un contexto que no lo es. Y esto se aplica a los otros discursos parciales.

La concepción política de la generación que nos precede tenía un carácter universalista, es decir, la vocación macroscópica de intentar comprender el conjunto en su conjunto, las relaciones externas e internas de las cosas, los lazos invisibles, las razones últimas. Que su sueño haya sido duramente derrotado no nos debe impedir retomar algunas de estas líneas de pensamiento, especialmente las que ayudan a visualizar el panorama completo.

El rasgo princeps de nuestra sociedad es la injusticia social. Ningún otro aspecto de nuestra civilización es más doloroso, inaceptable y canallesco que el hecho de que una porción enorme de nuestros semejantes viva una vida miserable, privada de todos los derechos básicos reconocidos por naciones y organismos supranacionales desde hace más de dos siglos. Pero el concepto de inequidad abarca a más, no solo a quienes carecen de todo lo básico —que son muchos: baste pensar que según Oxfam mueren cada año 5 millones de niños y niñas menores de cinco por desnutrición— e incluye también a una zona gris, de millones y millones, que apenas alcanzan a alimentarse y nada más, y con alimentos de pésima calidad.

En el mismo planeta, en las mismas ciudades, hay otros seres humanos que consumen sistemáticamente más que lo que necesitan, acceden a la atención de la salud de buena calidad, compran vehículos de lujo, aparatos electrónicos redundantes y contaminan el orbe haciendo actividades objetivamente estrafalarias y compulsivas como lo que hoy se llama turismo.

La coexistencia de ambas realidades en el mismo mundo nos convierte en una civilización cruel, inhumana e inaceptable. No tengo ninguna duda de que esta inequidad constituye el principal problema de la humanidad, y que todos, absolutamente todos los otros problemas son derivados, directa o indirectamente, de éste, tal como lo afirmamos en el inicio de este escrito.

Lo que motiva estas reflexiones preliminares es lo siguiente. Las injusticias de hoy se parecen a las de ayer, pero el contexto socio histórico ha cambiado notablemente en pocas décadas. Pese a ello, nuestros modos de pensar y de poner en práctica la política parecen no haber cambiado demasiado. Utilizamos categorías anticuadas, narrativas idealizadas y gestos desgastados, o fuera de contexto, o sin la calibración necesaria.

Para ir cerrando pero con intención de abrir, sintetizo.

1. Si aceptamos que la inequidad social es el núcleo del problema humano actual, ninguna iniciativa política que la soslaye tendrá posibilidades de fructificar más que para un puñado de individuos y con escaso o nulo impacto general. Así, preocuparse por el medio ambiente, por la violencia de género, por la inseguridad, la educación o la salud sin incluir en el análisis a media humanidad no parece la estrategia más adecuada ni desde lo ético ni desde lo político. No se trata de un menoscabo de ninguno de estos asuntos fundamentales sino de un análisis político y estratégico de las posibilidades reales de generar cambios que impacten en las mayorías.

2. Es urgente hacer una relectura de cada uno de estos problemas parciales poniéndolos en relación con el problema general. Para esto hacen falta nuevos textos, nuevas narrativas y nuevas formas de pensar el mundo. Nos están faltando pensadores de este tiempo. No solo analistas que describan la realidad sino pensadores del presente que ayuden a construir una idea de futuro. Esquemáticamente: el pensador construye un futuro, el político diseña el puente y el militante lo camina. Los tres roles pueden ser simultáneos, incluso converger en una misma persona, pero son tres roles diferentes y de los tres estamos necesitados. Y el orden en este proceso es más bien dialéctico que lineal, considerando que los logros sociales son procesos que suelen comenzar de abajo hacia arriba y no al revés. Quien piensa un futuro posible es a la vez producto del movimiento popular y viceversa.

3. Pero el pensador del presente ya no puede pensar como el de hace cincuenta años; el mundo es otro y las categorías de los ’60 quedaron viejas. El político del presente ya no puede tener los objetivos tácticos y estratégicos del pasado; la política de ganar elecciones, por ejemplo, no sirve para mucho sin una concepción de futuro. Meter dos o tres diputados más es un logro importante, pero ¿con cuál objetivo? Y el militante de hoy debe ser redefinido en toda su extensión. ¿Cómo debería ser un militante de hoy?  ¿Por dónde pasan las acciones militantes más constructoras de futuro? ¿Qué significa “la calle” cuando se dice que la lucha política debe realizarse en ese espacio? ¿Con qué narrativas convocamos a militar por un mundo mejor? ¿Quién las escribe, quién las explica, quién las esparce? ¿Qué rol deben tener hoy la comunicación y las redes sociales en un diseño político para el cambio, considerando que nunca como ahora la realidad es construida desde los medios hegemónicos de comunicación? 

4. El liderazgo político mismo está mutando aceleradamente. Así como quedaron anticuadas las figuras de la institucionalidad del siglo de las Luces (el presidente y sus atributos, los legisladores, los jueces, el médico portador de toda la sabiduría, el educador y su guardapolvo blanco, el escudo y el bastón de mando, etc.) también se ha desgastado (¿para siempre?) la idea del liderazgo centrado en una sola persona. ¿Cómo construir liderazgos para el futuro? Tal vez el nuevo liderazgo político sea en red: un liderazgo compartido, capilar, horizontal, de pares, con breves momentos centrados en una persona pero rápidamente transmitidos a otras.

Un diagnóstico compartido del mundo; una puesta al día de la narrativa que prefigure un futuro mejor; unas lecturas fundamentales; una redefinición del rol de la política y una reinvención del concepto de militancia. Esto es lo que necesitamos quienes formamos parte de ese amplio espectro político que podríamos denominar, provisoriamente —porque esto también ha de mutar— el campo progresista.

No se construye futuro con herramientas del pasado. Hay que inventar de nuevo las leyes del péndulo, como sugería Bertolt Brecht, hermosa metáfora que invita a hacer propio un legado. Y hacer propio un legado —los ideales y la lucha de quienes nos precedieron— implica una intensa tarea de aceptación y de reformulación.

No hacer esta urgente tarea de reformulación nos coloca en la senda de una nueva derrota. Ya estamos en esa senda, y por ello la tarea es más urgente que nunca. El peligro es la militancia ficticia: mucho esfuerzo pero sin sustancia teórica, mucho desgaste sin narrativa de futuro, muchos sacrificio sin los logros que retroalimenten la energía invertida.

Una sola cosa tengo por seguro: la inequidad debe ser el punto de partida. En esto no diferimos en nada de nuestros predecesores, de los pensadores y los políticos de los últimos tres siglos. La tentación del sistema por desatender la inequidad, por anularla de la observación, por naturalizarla y vivir un presente individual, es fortísima. Toda una maquinaria comunicacional trabaja, con alta eficacia, para lograr ese espejismo hipnótico.

Volvamos a ese punto, a la inequidad social, como urgencia, como bandera política y como punto de partida. 

Luego, solo luego, redefinamos todo lo demás.

Acerca del autor / Santiago Levín

Médico. Especialista en psiquiatría. Doctor en Medicina (UBA). Docente del Instituto de Ciencias de la Salud (UNAJ). Presidente electo de la Asociación de Psiquiatras de América Latina (APAL) para el período 2024-2026.

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