Conmueve. Las escenas de cientos de voluntarios arrojados a las calles tras el terremoto que castigó impiadoso a México el 19 de septiembre pasado se repiten desde entonces y muestra que la ciudadanía siempre está un paso más adelante.
La palabra que más se escucha es solidaridad. Es que los mexicanos son expertos en ella. En plena dictadura militar argentina, México fue uno de los pocos países que les abrió sus puertas a miles de argentinos empujados hacia el duro ostracismo. Todos creen que ese gesto fraterno les salvó la vida. Los mexicanos cobijaron incondicionalmente un exilio doloroso. Antes también había sido refugio para los chilenos que escapaban del régimen pinochetista tras el golpe a Salvador Allende y de los españoles republicanos que huían del feroz Francisco Franco.
La coincidencia de este sismo con la efemérides del 19 de septiembre de 1985 es trágica: el terremoto más desbastador que estremeció a la Ciudad de México y que se llevó la vida de entre diez mil y veinte mil personas. Por esos días, sin embargo, la catástrofe activó un sistema de autogestión ciudadana que se fue replicando por todo el país. Como observa Carlos Monsiváis, desde la capital, los mexicanos se organizaron con celeridad, destreza y enjundia multiclasista. Nacía otra sociedad civil y con ella nuevas prácticas sociales que se animaban a transgredir barreras y recorrer caminos desconocidos. Ese renacer recordaba los acontecimientos de la matanza estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas (1968) que había demostrado que sólo la acción colectiva puede ser el motor de la historia de los pueblos. Por cierto, Elena Poniatowska ha documentado aquellos hechos en la triste pero esperanzadora crónica de La noche de Tlatelolco.
Como en 1985, los ciudadanos que se lanzaron a asistir a las víctimas de este terremoto actúan sin protocolos. Lo hacen porque la solidaridad está en el ADN mexicano. Ahora también ayudan las nuevas tecnologías. Los mensajes conmovedores de quienes estaban bajos los escombros pidiendo auxilio a través de los teléfonos celulares nos muestra una nueva cara. Impensada en los ochenta. El hashtag #FuerzaMéxico, en Twitter, arropó las muestras de apoyo no sólo de los propios mexicanos sino también de la comunidad internacional. Durante los días de la tragedia se convirtió en trending topic mundial.
El ejercicio de esta autocomunicación de masas se suma a la larga lista de ejemplos que advierten, desde hace un tiempo, un cambio en el paradigma de la comunicación. Desde el modelo clásico vertical del emisor-receptor se ha pasado a un sistema horizontal en el que múltiples actores se convierten en productores de mensajes que se amplifican por las redes de comunicación social en niveles globales y locales. Tal ejercicio expone, además, algunos presupuestos de las visiones optimistas de la cultura de la conectividad. Acaso valga aquí la idea de que las redes permiten la apertura de nuevas vías para el ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión.
Como viene ocurriendo con otras tragedias mundiales, Facebook también adquirió un papel protagónico. En sus plataformas, los usuarios publicaron listas de personas desaparecidas, requerimientos de las autoridades y asociaciones civiles apostadas en puntos estratégicos de la ciudad y aliento para los voluntarios. Los mensajes se viralizaron a lo largo y ancho de una multiforme esfera pública digital.
Las imágenes de la catástrofe se desterritorializaron. Dicen Delleuze y Guattari que la desterritorialización propone líneas de fuga y supone a su vez, una nueva ontología, la reterritorialización en otro lugar. A través de la televisión y las redes sociales, los espectadores y usuarios del mundo asistieron a la reterritorialización de una imagen particular: un puño en alto en medio de la destrucción.
Entre otras funciones, la imagen además de aportar una información del mundo tiene un valor de signo; es decir, representa un contenido cuyos caracteres no refleja visualmente. El puño en alto significó el pedido de silencio de los rescatistas para escuchar los sonidos de las posibles víctimas atrapadas entre las edificaciones derrumbadas. Como las imágenes tienen el poder de evocar y condensar varios significados (operan a favor de una economía narrativa), en muchos casos valen más que mil palabras.
El puño en alto es señal de esperanza. Es un gesto que enmudece. Esa imagen se transformará en el símbolo del terremoto de 2017. México es el náhuatl y Emiliano Zapata, son los colores, el tequila, las tortillas y el mole, las rancheras y el mariachi, es Octavio Paz y Juan Rulfo, Frida, Diego y los muralistas, es la tierra que venera a la virgen morena de Guadalupe, la de las mariposas monarcas y los chapulines, la que resiste los embates trumpistas y la que amparó a los argentinos exiliados. Hoy también es un puño que se cierra y se alza en medio de la tragedia que provocan los desalmados temblores.
Acerca del autor/a / Marina Acosta
Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Magíster en Comunicación (Universidad Iberoamericana Ciudad de México). Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, del Instituto de Ciencias Sociales y Administración de UNAJ y del Departamento de Derecho y Ciencia Política de la UNLaM. Miembro titular de FLACSO España.