Notas

NOTAS SOBRE LITERATURA POLICIAL ARGENTINA

El pornógrafo hispano, el fascista romántico, las verduleras y un gaucho anglófilo

Por Gabriel Wainstein

A principios del siglo XX, el ámbito donde se desarrolló la literatura policial argentina fue el de las revistas literarias de tirada masiva, en particular La vida moderna, PBT y Sherlock Holmes

Debido al formato de las publicaciones, los relatos no podían extenderse por más de dos o tres páginas, aunque ese escollo se podía sortear gracias al recurso folletinesco del “continuará”. 

El 17 de noviembre de 1917, llegaba a los kioscos una nueva revista, La novela semanal que publicaba narraciones que podían alcanzar la veintena de páginas. Esto hacía posible una mayor complejidad en los planteos y en la resolución de las intrigas. 

“Una mancha de sangre”

«Arturo corrió el estor, se acercó al cristal del balcón todo lo que pudo y miró con más fijeza aún el forro de su cartera de bolsillo; no cabía duda, aquello era sangre, y sangre fresca y reciente.
¡Sangre! Pero, ¿de qué? ¿de quién? Fuere de lo que fuere, ¿cómo había caído allí, en aquella cartera, que él no recordaba haber sacado de su bolsillo el día anterior más que en una de las ventanillas del Crédit Lyonnais para cambiar un billete de cien pesos?
Desde que, separándose de toda su familia, se había instalado en aquel pisito de la calle Belgrano, le venían ocurriendo unas cosas muy raras.»

Este es el comienzo de “Una mancha de sangre”, de Joaquín Belda, publicado en el número 93 de La novela semanal, en 1919. El protagonista, Arturo, se encuentra ante situaciones incomprensibles. Desde una lectura actual, el planteo del relato recuerda a las historias que tres décadas más tarde cultivaría el escritor estadounidense John Franklin Bardin, en los que el protagonista se encontraba con sucesos que lo implicaban, que no recordaba y le resultaban inexplicables. 

Los escenarios de “Una mancha de sangre” —el pisito de la calle Belgrano, el Paseo de Julio, el restaurante de la calle Corrientes— son típicamente porteños, aunque el autor, Joaquín Belda, era un escritor español que centró su producción en la narrativa erótica, la llamada literatura sicalíptica, considerada por muchos pornográfica, que contó con una inmensa popularidad en su país durante las primeras décadas del siglo XX. 

¿Por qué Belda escribió  un relato situado en Buenos Aires? La doctora Margarita Pierini, de la Universidad de Quilmes, se refiere en un artículo a “Conciencia de médico”, otra narración del mismo escritor publicada en La novela semanal, y explica que ese cuento es la traslación a escenarios porteños de “Un riñón de menos” un relato situado en Madrid que había aparecido dos años antes en España. La investigadora expresa que «los editores no señalan en ningún momento que se trata de un relato trasplantado, y el redactor encargado de la adaptación no considera necesario modificar el lenguaje, con giros familiares al lector español (una mujeruca, ¿qué ha sido ello?), ni el nombre del equipo de fútbol local (Getafe Sporting Club).» 

¿Podría haber sucedido algo similar con “Una mancha de sangre”? En la página 21 de la revista se puede encontrar una inconsistencia: cuenta que el protagonista «una tarde se metió en un café del barrio de Arguelles». No hay ningún barrio de Arguelles en la Ciudad de Buenos Aires, pero sí existe en Madrid. ¿Será también este relato una transcripción o se trata de un descuido del autor? 

Vale mencionar que Belda publicó en 1920, en España, la novela “El compadrito”, que también transcurre en nuestras tierras y está escrita, según consta al final del texto, en Buenos Aires entre junio y julio de 1919, lo que abre la posibilidad de pensar que “Una mancha de sangre” podría ser también fruto de la estadía del autor en la Argentina.

Un fascista romántico

El número 151 de La novela semanal, del 4 de octubre de 1920, está dedicado a un cuento policial: “Mi crímen”. Al año siguiente, el número 190 incluía otro relato del mismo género: “El robo del collar de perlas”. Los dos textos llevan la firma de Rolando Durandal. “Mi crimen” está escrito en tercera persona y el policía a cargo del caso es nombrado como “el investigador”. “El robo del collar de perlas” está escrito en primera persona y el policía que investiga es el propio Durandal. Ambos están presentados como los recuerdos de un viejo policía retirado. Esta impresión se ve reforzada porque “Mi crimen” está dedicada «Al antiguo jefe de Policía, Dr. Francisco J. Beazley, que fue mi superior cariñoso y leal»y “El robo del collar de perlas” al «Ingeniero Carlos Aubone, ex secretario general de la policía, a quién debo mi carrera de pesquisante». El segundo relato incluye un nostálgico elogio a estos dos uniformados: «Eramos, pues, jefes surgidos de las filas en los tiempos sanos del doctor Beazley y de su secretario Aubone, tiempos que todos los viejos de la policía, jubilados o no, recordamos con cariño y veneración.»

Francisco Julián Beazley fue, efectivamente, jefe de policía de la Capital Federal entre 1896 y 1904. Sin embargo, la figura del veterano policía narrador es parte de la ficción. Rolando Durandal era un seudónimo de Josué Quesada, un autor que se especializaba en narraciones dirigidas al público femenino. Entre sus obras más recordadas se encuentran “La vendedora de Harrod’s” y “La costurerita que dio aquel mal paso”. 

Quesada tenía 19 años cuando Beazley dejó la policía, así que es dudoso que, a esa edad, ocupara alguna jefatura en la fuerza. Pero es interesante saber que este narrador algo tuvo que ver con la violencia y el uso de las armas. Quesada fue amigo y colaborador de Manuel Carlés, el fundador de la Liga Patriótica Argentina, una organización paramilitar de ultraderecha que agrupaba a vástagos de familias oligárquicas que ponían sus mejores esfuerzos en agredir a huelguistas y a quienes consideraban enemigos de la nacionalidad: anarquistas, socialistas, comunistas, judíos y extranjeros.

La Liga Patriótica hizo su presentación pública en 1919, durante la Semana Trágica al participar de la represión de la huelga de los obreros de los Talleres Vasena, que incluyó asesinatos, desapariciones y torturas. 

En 1922, cuando el ejército fusiló a centenares de trabajadores durante la llamada “Patagonia Trágica” Carlés y Quesada viajaron a la región para dar su apoyo a los autores de la masacre. Ese mismo año, al regresar, Quesada publicó la novela “La mujer que se acordó de su sexo”, que la revista La novela porteña, donde fue publicada, presentaba como «un trabajo de Quesada donde no sólo nos da a  conocer un romance de amor, sino también los últimos hechos acaecidos en la Patagonia, pintando de mano maestra la tragedia de esos días… » 

La novela desarrolla una historia de amor en la que una romántica pareja de estancieros es acorralada por despiadados anarquistas. Una sintética muestra de su estilo literario y su delicada sensibilidad social: 

«Se había pronunciado la voz imperativa de la revolución social, y los grupos de extranjeros desagradecidos, como una jauría de lobos famélicos, cayeron sobre la paz de las estancias.»

Las letras y las verduleras

Carlos Ocampo escribió numerosos cuentos para La Novela Semanal, entre ellos, algunos relatos policiales. En 1923, publicó “La complicidad del canario”, que muestra mejor oficio de escritor que otros relatos policiales de la época. Narrado en primera persona, presenta algunos rasgos humorísticos y sobre todo, un final que es el perfecto remate de la historia que cuenta. Pero el autor, además, fue protagonista de una polémica interesante. Desde 1922, el diario La Razón, mediante una postura elitista, desarrolló una campaña contra las revistas literarias de tirada masiva. La investigadora Margarita Pierini analiza esa controversia y reproduce algunos fragmentos de los artículos en cuestión. El 26 de abril de 1923 una nota del diario expresaba: 

«Si La Razón ha iniciado una campaña contra los alcaloides y la sigue con brillantes resultados, justo es, para que esa campaña se integre, que ahora vayamos contra la literatura perversa e inartística, contra el libro deformante de alma y pantano de la inteligencia. Repetimos: se trata de un alcaloide más, un alcaloide terriblemente devastador» 

Unos meses antes, el mismo diario ironizaba:

«Cuando empezó a publicarse esta clase de novelas cortas, se esperó, y es natural, que serviría para descubrir todos los Maupassants o los Flauberts que se escondían aún en la sombra del anónimo. Ha pasado algún tiempo, sin embargo y a pesar del optimismo explicable de algunos carteles de propaganda, ni siquiera han aparecido el Emilio Zola argentino o el George Ohnet criollo que aún esperan ansiosamente nuestros cocheros y nuestras verduleras.»

La irónica respuesta de Ocampo fue la siguiente:

«Nosotros no podríamos definir si el gusto plebeyo a que alude el comentarista es un signo de los tiempos y si la carencia de un Zola o un Maupassant sería o no una desgracia para el país, pero entendemos que cualquier manifestación espiritual, sea ella buena, mediocre o. mala, es respetable siempre. Una novelita popular denuncia, por de pronto, una muy estimable y elevada inquietud y, sobre todo, un esfuerzo, tanto o más importante que el que significa empedrar una calle.
Si la novela popular no alcanza al linde de lo fenomenal, no es cuestión de afligirse. Corresponde, nada más, ser razonable y mirar las cosas con un cristal más optimista. No sólo los cocheros y verduleras leen las novelas breves. Estas producciones fueron las que acostumbraron al público a la bendita afición a leer, sin distinción de categorías. Y si los editores no tuvieron la suerte de descubrir al autor de talento es porque les faltó el tino de recurrir al ilustrado criterio de “La Razón”… ».

Vale destacar que 4 años después, en 1927, Carlos Ocampo asumió la dirección de La novela semanal

Vago and malentretenido

«MISTER Samuel Goldwin sacó su reloj.
— Faltan diez minutos. ¿Está usted seguro, señor Osborne, que Norcliff volverá con el dinero?
El frío señor Charles Osborne dejó las cartas sobre la mesa, consultó su cronómetro y contestó:
— Sus nervios, Samuel, marchan más de prisa que las agujas. Faltan doce minutos treinta segundos para las once. O yo no conozco a los hombres, o su deudor entrará aquí puntualmente.»

Así comienza “El segundo misterio de John Osborne” de John Moreira, publicado en 1925 en La novela semanal. El texto imita el modelo de los cuentos policiales ingleses. Los personajes y los escenarios son británicos. Plantea un enigma interesante con una solución elaborada. Más allá de estas virtudes, creo que es parte de una controversia tácita. Desde los primeros años del desarrollo de la literatura policial en estas latitudes, algunos escritores copiaban el prestigioso modelo europeo mientras que otros intentaban crear un policial con personajes y temas con raigambre local. 

El seudónimo John Moreira parece aludir a esta situación. El autor del cuento es Yamandú Rodríguez, un acreditado escritor uruguayo. Lo que resulta contradictorio es que Yamandú Rodríguez fue un notorio autor de poemas gauchescos. Entonces es inevitable la pregunta de por qué elegía escenarios anglosajones para sus narraciones policiales. No tengo una respuesta, tal vez fuera un requerimiento editorial. Tuve oportunidad de leer dos cuentos más publicados por John Moreira en La Novela Semanal: “El Beso” de 1927 y “La Señorita Pino” de 1928. Ambas transcurren en Estados Unidos, en tiempos del llamado “Lejano Oeste”. Una particularidad destacada  de “El Beso” es que la protagonista es una detective femenina. 

«La señorita Beatriz Bird lleva dos años en la policía. Es hija de un viejo pesquisante que encontró la muerte cumpliendo con su deber. Recogió manchada de sangre la insignia paterna y resolvió ocupar su lugar. Tiene con los delincuentes una deuda de rencor. Es pequeña, delgada, nerviosa, de expresivos ojos castaños. Una melena rubia cortada a lo Eton. Una melancolía suave ennoblece sus rasgos un tanto vulgares. Tiene veinticinco años. Los representa. Cree no ser romántica. Por lo menos, está segura de haber hecho a un lado las emociones, siempre que éstas parecieren cerrarle el camino de su profesión. Es más mujer, en lo exterior, que policía. Entiende que el oficio no obliga al marimachismo. Tiene de hombre el valor, la audacia. En las situaciones peligrosas suele usar su lápiz de “rouge”. Acaso cree gozar de las franquicias que abandonó con la aguja y las cacerolas.»Una particularidad de este autor tiene que ver con los nombres de sus personajes. En “El segundo misterio del club nocturno” dos de los protagonistas se llaman Samuel Goldwin y Charles Osborne. En “El Beso” son Samuel White, de nuevo Samuel, y Federico Osborne. En “La Señorita Pino” no hay ningún Osborne, pero el protagonista se llama Sam O’Rourke, nuevamente Samuel. Es difícil determinar si sería una cábala, un juego o una estrategia para no perder tiempo buscando el nombre de los personajes. A diferencia de los escritores contemporáneos, los autores de La novela semanal ya no están presentes para responder nuestros interrogantes. Sólo podemos, como los detectives literarios, construir hipótesis e imaginarnos respuestas.

Acerca del autor / Gabriel Wainstein

Periodista y guionista de cine y televisión. Como guionista ha ganado premios en los Festivales Internacionales de Cine de Guayaquil y Gualeguaychú. En la actualidad trabaja en Mestiza Radio donde, desde hace siete temporadas, produce y conduce el programa “El dulce veneno de la novela negra“, dedicado a la literatura policial. En el marco de este programa está desarrollando una investigación sobre la historia de la literatura policial argentina.

Para más información:

https://www.facebook.com/Eldulcevenenodelanovelanegra

https://www.youtube.com/channel/UCMUt9p8VyJQ7bveVoOzT1dA

“El dulce veneno de la novela negra” se emite los martes las 21  en http://radio.unaj.edu.ar

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