Poéticas

Literatura suburbana

El Canon de Pachelbel o La chinela de Don Juan

Por Juan Diego Incardona

Esta es la historia apretada, al tallo, de las flores silvestres que crecían entre las baldosas y el cordón de la vereda en la esquina de “Las dos villas”, sobre Chilavert y Rivera; esta es la historia interpretada, una versión de sonidos mezclados, de los músicos de la Sociedad de Fomento en la “Noche de Cuerdas”; esta es, los sábados, la historia empujada, a la pared, de los puestos de la feria sobre la calle Martín Ugarte, cuyos carteles escritos con tiza anunciaban los precios populares; esta es, murgón, señora, señor, qué murga, ¿vio?, la historia bailada, a la lluvia, de los pasistas y las chicas emplumadas de La Matanza; esta es, ojo de la mirilla, la historia de una tormenta en Carnaval y un concierto de verano, días que se empujan en desorden o que son arrastrados por la zanja hacia la General Paz; esta es —escuchamos al mundo sentados en el techo—, de los techos, la historia recitada a la chinela de don Juan, mi papá, rey de las roscas para la industria del plástico, donyoanino en la tormenta para los vecinos, que vuelve a casa con un pie descalzo.

—¡La chinela! ¡La chinela! –gritó mi madre.

La chinela se iba como un barquito rápido en dirección a la General Paz. Recordar su imagen flotando es graciosa, pero en ese momento, por el vendaval, por los rayos, teníamos miedo. La calle parecía un río. “Dejala”, le pedimos, porque era peligroso.

Hay que volver atrás. Era sábado y habíamos ido al corso de Tapiales con mi mamá, mis hermanas y la familia de Rosa.

Las formaciones desfilaban al compás de los bombos de las unidades básicas y los redoblantes de las bandas de rock; los pasistas ensayaban coreografías improvisadas y los faroles alargaban sus sombras hasta las banquinas de pasto, donde perros devotos ladraban al cielo; la gente traspasaba por la excitación los límites apenas demarcados; los chicos de la Villa Lucero, de la 2 de abril, de Las Achiras, organizados en pandillas, se atacaban entre ellos con ferocidad y aun a la gente mayor que los retaba, en vano, porque apenas se alejaban, enseguida volvían, desobedientes, a cobrarse venganza y levantar de nuevo la violencia, como si fueran tribus de naciones salvajes, comandados por reyes sanguinarios, armados con bombitas de agua y espuma, implacables en su avance, moviendo las manos frenéticamente y acaso galopando sobre sus mal alimentadas piernitas, escupiendo y gritando, pateando tachos y cualquier cosa que se cruzara en su camino, alborotando la fiesta en competencia con el desfile emplumado de la calle, pobres pero poderosos, terror de los vecinos reunidos que acá, allá, eran desbaratados por las corridas.

Mientras las lonas pintadas de Viva Perón se contraían y expandían rítmicamente por los golpes de los murgueros, comenzaron a oírse los primeros truenos de la tormenta, quizás una comparsa apocalíptica que respondía al llamado rabioso del carnaval argentino, y las primeras gotas cayeron sobre la calle Boulogne Sur Mer.

Miren el desbande en el barro. Allá se van en todas direcciones. Antes los vimos torturados en los galpones de Camino de Cintura, fusilados en los potreros atrás del Mercado Central, enterrados con la basura que descargaban los camiones más allá de La Chacra de Los Tapiales. Era el cardo lo que crecía en las comisarías de Madero; era el olor de la orina lo que corría en el Matanza. Miren allá donde le salió la viuda al gomero; las hormigas de colores voladas en las hojas, por la calle muerta que estaba llena de autos quemados, iban y venían por los barrios bustos con la cara borrada por el tiempo; la calle muerta estaba llena de turcos quemados como San Emilio. Los que se ahogaban en el río empujados por los gendarmes, tarareando aires que los perros del campito todavía tragan, de esa carne hinchada se levantarían con el calor, vaciarían las villas y llenarían camiones los punteros, para saquear supermercados en diciembre. Cabecita negra de la Virgen de Luján, entre balas perdidas yo no era más que un chico de la mano del Carnaval, que me llamen volador si supe volar, si supe pelear que me llamen hijo.

Nos refugiamos en la parada del 298, que por suerte vino rápido, antes de que se desatara el agua fuerte de la tormenta. La peor parte empezó en el transcurso del viaje. Las callecitas, paulatinamente, se convirtieron en arroyos, después en ríos, y el colectivo tuvo que avanzar muy despacio, hundido y por momentos balanceado por las olas que él mismo producía y que rebotaban contra nosotros desde las paredes de las casas. Pero milagrosamente llegamos.

En la parada, que quedaba a dos cuadras de nuestra casa, nos esperaba mi papá. Bajamos y caminamos con cuidado, porque el agua nos tapaba hasta las rodillas. Cuando alcanzamos la esquina de Ugarte y Giribone, nos encontramos con una situación todavía más complicada: la correntada aumentaba y arrastraba toda clase de cosas. Mi hermana María Laura tuvo miedo y empezó a gritar. Algunos vecinos se asomaron por la ventana.

—¡Cuidado donyoanino!
—¡Vaya por la izquierda que parece más bajo!

Don Jesús, marido de Rosa, salió para ayudar. Se paró en la vereda de enfrente para recibirnos. Mi viejo empezó con los viajes. Iba y venía, vadeando los rápidos de Ugarte. Primero María Laura; después María Cecilia, mi otra hermana; después nos acompañó a mi mamá, a Rosa y a mí. Cruzamos todos agarrados de las manos, despacito, a la altura del almacén de Juanita.

—¡Mamma mia! ¡Che notte espaventosa! ¡Che acqua terribile!

Llovía a cántaros. En las ventanas de las casas los espectadores seguían nuestro cruce con atención.

—¡La chinela! ¡La chinela!
—¡Dejala!

Por suerte pudimos llegar. Saludamos a los vecinos desde lejos y les hicimos señas con los pulgares arriba, para que se quedaran tranquilos. Entramos a la casa.

—¿Qué pasó con la chinela? —preguntó María Cecilia.
—Tu padre perdió una chinela —le contestó mi vieja—. ¡Qué lástima!, las compramos la semana pasada.
—Bueno, lo importante es que estamos todos bien.
—¿Qué pasó con la chinela? —preguntó María Laura.

2
Hacía dos o tres meses que en la Sociedad de Fomento ensayaba una orquesta de música clásica. Me enteré porque Eduardo, un amigo mío, participaba tocando el chelo. ¿Música clásica en Villa Celina? El proyecto era un verdadero experimento, tratándose de un barrio donde sonaba permanentemente el rock and roll y la cumbia, a veces algo de tango o folklore.

Una semana después de la gran tormenta aún quedaban árboles caídos y hasta algunos postes de luz sobre las calles. Sin embargo, en Chilavert y Rivera estaba todo preparado para que se lleve a cabo, como el año anterior, la “Noche de cuerdas”, un recital al aire libre donde desfilarían las más variadas agrupaciones musicales, desde bandas como Viejas Locas, Callejeros o Villanos hasta el coro de niños cantores de la escuela 137. También estaban invitados varios conjuntos cumbieros del Copacabana, boliche argentino-boliviano de la calle San Pedrito, una orquesta de tango de Lugano y un conjunto de chamamé. La noche la cerraría la orquesta de la Sociedad de Fomento, que tocaría por primera vez en público. Harían un solo tema, el único que tenían ensayado, según me contó Eduardo.

Edu, como lo llamábamos en la esquina de Giribone y Barros Pasos, viajaba prácticamente todos los días en el 56 hasta el anexo de Caballito del conservatorio Manuel de Falla. Era uno más entre la innumerable cantidad de pibes que se dedicaba a la música en el barrio, donde había de todo: guitarristas, bajistas, bateristas, pianistas, etc. Pero que hubiera un chelista y una orquesta clásica realmente era una novedad.

Estábamos ansiosos. No veíamos la hora de que por fin llegara el festival. Durante la semana se había hecho mucha propaganda a través de la camioneta de la Municipalidad, que llevaba un parlante atado al techo.

—¡Faltan tres días para la “Noche de cuerdas”! ¡No se lo pierda! ¡Los mejores músicos de la zona tocarán gratis en la esquina de Chilavert y Rivera! ¡Auspician Farmacia Álvarez, Heladería Zazá, Supermercado Don Pepe…

El día del concierto, los vecinos que vivían cerca de casa, convocados por la Pichi y la hermana del Chino, se encontrarían en la esquina de Giribone para ir todos juntos. Media hora antes, ya había más de veinte personas, sobre todo chicos, esperando impacientes. A las ocho de la noche, se había armado una columna multitudinaria.

Empezamos a marchar por Giribone y después doblamos en la primera hacia la izquierda: Chilavert derecho hasta las “Dos Villas”. La mayoría ya se había enterado de la odisea que pasamos el día de la tormenta. Nos preguntaban si estábamos bien. Mi vieja les contaba a todos de la chinela de papá y cada vez que lo hacía la gente se moría de risa, no sólo por la anécdota, sino por la manera particular que tiene ella de contar las cosas.

En el camino confluimos con otros grupos, aunque no tan grandes como el nuestro, que también iban para allá. El barrio estaba revolucionado y la noche era preciosa.

Con los pibes empezamos a cantar: “¡Mandarina, mandarina, mandarina, mandarinaaaa, si no sale de su casa no vive en Villa Celina!

El cantito no hacía falta: todo el mundo estaba en la calle.

Llegamos y… “¡La noche de cuerdas se abre a puro tango!”, anunció el presentador.

El grupo de Ugarte y Giribone copó la esquina del club Riachuelo. Allí bailaríamos hasta el agotamiento. Primero la tinta roja en el gris, después un picaflor de amor nos gustaba más, antes un pájaro que vuela en la noche lo hizo sobre la multitud, al rato trepamos todos en el árbol de la vida, y como ninguna fruta estaba prohibida, tarareamos una a una las canciones sin importarnos su género, coronando a cada rato los discursos del cantante de turno con toda clase de exclamaciones de agradecimiento, un rosario de aplausos el sudoeste que ahora atravesaba la General Paz para oírse en Lugano, en Piedrabuena, en Mataderos, y vaya uno a saber adónde terminaba Celina aquella noche.

Los cuerpos comenzaban a sentir el cansancio. Pero nadie se iba, aunque muchos decidieron sentarse en el suelo.

—¡Calentitos los panchos y fría la gaseosa!
—Damas y Caballeros, para cerrar esta noche fantástica tengo el gusto de presentar a la Orquesta Clásica de Villa Celina, que hoy hará su debut ante todos ustedes. ¡Por favor, un fuerte aplauso para ellos!

Primero, fue el ruido de las palmas; después, los acordes se sucedieron en un desfasaje sincronizado, en una extraña contradicción de sonidos preciosos. Una bestia invisible conectó nuestras cabezas al aire y nos inyectó ondas eléctricas.

En el escenario, los músicos de la Sociedad de Fomento se confabularon detrás de una cortina vaporosa y de a poco se convirtieron en detalles sin importancia, en fantasmas, porque la realidad era solamente música, oída por un personaje dotado de mil orejas, rendido a la belleza.

En un momento, la melodía entró en una especie de letargo y apenas podía escucharse, hasta que, finalmente, la música terminó. Ahora llegaba el eco.

Supongo que los músicos esperaban el aplauso, pero ese amontonamiento de bocas era una boca muda, ese ejército de manos era una mano paralizada. El presentador no aparecía. El tiempo pasaba y la tensión iba en aumento, hasta que, de pronto, una voz se oyó en el medio de la gente:

—La chinela. La chinela.

A los gritos:

—¡La chinela! ¡La chinela!

Todos se dieron vuelta. Mi madre, eufórica, le señalaba un auto a mi papá.

—¡Ahí abajo! ¡Al lado de la rueda!

El grupo de Ugarte y Giribone empezaba a entender. Mi papá fue hasta el auto estacionado, se agachó y metió la mano. La gente se acercaba hasta nosotros.

—¿Qué pasa?

Mi viejo se puso otra vez de pie, ante la expectativa general, y levantando los brazos les mostraba a todos, agitada como un pañuelo, la chinela de la tormenta.

—¡La chinela! ¡La chinela! —repetíamos los de Ugarte, y empezamos a aplaudir y a gritar, y de este modo el aplauso se generalizó en las cuatro esquinas.

Los músicos agradecieron, levantando los instrumentos. Nosotros alzamos a mi viejo y lo llevamos en andas. La chinela agitada una y otra vez contra la negrura de la noche me resultaba una especie de animal inquieto, que acaso trataba de desatarse de su cadena, o un pájaro que quería batir alas nuevamente, o un pez que estaba a punto de ser devuelto al mar.

—¡Otra! ¡Otra! —pedía la gente a los músicos de la orquesta.

Acerca del autor/a / Juan Diego Incardona

Juan Diego Incardona
Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires en 1971. Dirigió la revista El interpretador. Publicó Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009), Rock barrial (2010), Amor bajo cero (2013), Melancolía I (2015), y cuentos en distintas antologías, diarios y revistas. Actualmente, dicta talleres literarios, coordina un ciclo de cine en el ECuNHi (Espacio Cultural Nuestros Hijos) y realiza actividades en escuelas y bibliotecas populares, en representación de la Conabip (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares).

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