Arturo Jauretche fue aquel gigante que atravesó el siglo pasado, con gesto y actitud siempre rampante ante el cipayo y el inglés odiado, dejando tras de sí, en prosa vibrante, de argentino patriotismo un legado. la Patria no es la tumba que se llora, sino la cuna del hijo que se adora. Descubrió con Hipólito Yrigoyen al caudillo que Manzi le contara, al hombre que hasta su silencio oyen las multitudes en su justa algara. Y mientras las multitudes lo apoyen la Patria brillará alta y clara. Su voz se alzó en el momento oscuro del traidor, del tirano, del perjuro. En Paso de los Libres fue el fusil que habló con su voz atronadora. Duro fue el combate, dolorosa y vil la metralla y su lluvia destructora. Preso y bajo la luz de un candil, contó en verso la hazaña redentora. El régimen falaz y descreído nunca tuvo enemigo más fornido. Durante la década fraudulenta llamó al yrigoyenismo en derrota. La pluma y el mitín fueron la incruenta forma de evitar el sino de ilota que amenazaba al país en venta por una oligarquía antipatriota. En FORJA se forjó el batallón de la intransigencia y la abstención. Junto a Raúl Scalabrini Ortiz, entrerriano, poeta y militante, intentaron encontrar la matriz del atraso y la pobreza angustiante y en los trenes ingleses, la raíz de un saqueo brutal y extenuante. Que el ferrocarril fuese nacional fue el combate aguerrido y cabal. Un golpe militar le puso fin a la trampa del fraude electoral y empezó a escucharse un cornetín que acompañaba al reclamo social. De la Argentina en todo el confín crecía el movimiento sindical. Nuestro héroe vislumbró con certeza que llegaba una hora de grandeza. Y fue en aquella tarde inolvidable del pueblo en las calles y en los puentes, pidiendo al General preso que hable, descansando sus patas en las fuentes, aquella tarde soleada y afable de un pueblo trabajador y valiente, que el hombre vio que algo empezaba, que el sol de Mayo de nuevo brillaba. Su pluma y su enjundia se ofrecieron del gobierno de Perón, al servicio. Por seis años sus esfuerzos fueron del general Mercante, sano oficio que los bonaerenses compartieron en los años del popular bullicio. La envidia y la intriga se juntaron. Nuestro héroe y sus amigos se marcharon. Ni una palabra salió de su pluma que estaba forjada para el combate. Prefirió el sordo silencio que abruma a comenzar un interno debate que solo al enemigo fuerzas suma. Ya vendría la hora del rescate. Callado se mantuvo don Arturo hasta el golpe criminal y oscuro. Cuando en el septiembre de la traición el sol de Mayo volvió a eclipsarse, cuando el odio impío de la reacción comenzó cruelmente a desplegarse, cuando prohibieron nombrar a Perón, entonces volvió Jauretche a pelearse. Publicó “El Retorno al Coloniaje” y ordenó la cabeza del gauchaje. No conoció una tregua la pelea y enfrentó a cipayos y tilingos, de gorilas, a una inmensa ralea, y sin dejar afuera a los gringos, que al nativo ponen, como albacea, a cumplir sus deseos, sin respingos. Jauretche fue la voz de los callados, sus libros, luz para los desastrados. Fue en los años de golpe y proscripción, de Aramburu, Frondizi y generales, cuando Arturo volcó su pasión en libros y revistas, vendavales de ideas para una generación que despertaba a las luchas sociales, que no vivió la gesta peronista y a la historia se sumaba idealista. El Medio Pelo en la Sociedad Argentina, Los profetas del Odio se transformaron en la novedad literaria y llegó su nombre al podio de las ventas y la publicidad. En su vida empezó otro episodio: su Manual de Zonceras Argentinas desmanteló las mentiras supinas. “Civilización y Barbarie” era la matriz de todo ese pensamiento. Lo propio era herencia sucia y rastrera y lo ajeno legítimo portento. El creador famoso de esta zoncera no fue otro que Domingo Sarmiento. Tanto comunistas como oligarcas se embarraron juntos en esta charca. Y así hubo argentinos que supieron que Sarmiento había faltado a la escuela, que La Prensa y La Nación construyeron y sostuvieron una opinión lela, que don Bartolo y su diario cumplieron papel de guionistas en la zarzuela. La “historia oficial” fue la herramienta de una Argentina rica y hambrienta. Esto y muchas otras cosas más nos enseñó Arturo en esos años: luchar por una Argentina capaz de enfrentar a propios y a extraños y que florezcan los jacarandás bajo un cielo azul blanco, sin amaños. Sus palabras no eran para el parnaso. Fueron combustible del Cordobazo. Por fin, el Proscripto pegó la vuelta. El pueblo argentino pudo traerlo por su voluntad firme y resuelta. La dictadura quiso detenerlo. El pueblo contestó con la revuelta. Y Lanusse ya no pudo vencerlo. Arturo celebró la gran victoria que tuvo de ayuda su memoria. Fue un tiempo borrascoso y duro. Más allá del Ande un héroe cayó y el enemigo, falaz e impuro, el golpe traicionero comenzó. Al año del triunfo se fue Arturo. El 25 de Mayo murió. Nunca fue tan triste esa jornada. Nunca tan lluviosa y tan llorada. Esta fue la historia de un argentino cuyo nombre debe ser recordado. Sus libros advirtieron el destino de pobres, sin patria y condenados, sujetos a un extranjero mezquino, en una país injusto y endeudado. La idea de su prosa campechana: la patria justa, libre y soberana.