La Confederación General del Trabajo sigue teniendo la capacidad de aglutinar la protesta social. En la movilización del 7 de marzo, una vacilante conducción se enfrentó con el firme reclamo de las bases de plantarse de una buena vez contra los planes de ajuste del gobierno neoliberal.
El triunvirato de la CGT convocó a un acto que no sería acto, porque un acto requiere de un lugar central y, por definición, un lugar central no puede estar a un costado. Y a una marcha que no podía ser marcha: cuando se marcha se lo hace desde un lugar hacia otro, y no a la bartola. Los diferentes puntos de concentración, el inusitado número de manifestantes no organizados, que parecían brotar de bajo tierra, y el errático deambular de las columnas hacia un lugar imposible, elegido y erigido con esmero para reducir la importancia del acto/marcha/puesta en escena (táchese lo que no corresponda) e impedir el paso hacia la Plaza de Mayo, espacio de protesta por excelencia inscrito en el ADN de los argentinos, no podía terminar bien.
Las dificultades propiciadas por los propios organizadores y el insólito adelantamiento de los horarios prefijados, la precipitación de los discursos –como pa´ zafar, diríase en el barrio–, lejos de mitigar acentuaron el descontento de una multitud pocas veces vista. El triunvirato, que pretendía un acto acotado, numeroso, ma non troppo, como para, a falta de mejores iniciativas, cumplir con un rito y meter un poquito de bulla, se encontró con una amarga realidad: debía satisfacer con las manos vacías la exigencia de una multitud cada vez más furiosa con el gobierno, frustrada por la imposibilidad de defenderse, inerme y decepcionada por la parálisis de sus dirigentes. Porque todo lo que el triunvirato tenía para ofrecer y finalmente ofreció fue lo que ya el congreso de agosto de 2016 había resuelto: un paro general cuya fecha de realización sería resuelta por el secretariado cegetista. Convocar un acto para decir lo mismo seis meses después es de un grado de estupidez difícil de concebir.
Veterano dirigente del sindicalismo combativo, Juan Carlos Schmid lo sabe: el triunvirato de la CGT se acaba de suicidar. Víctima de sus contradicciones, sí, pero también de sus vacilaciones, confusión, falta de sensibilidad y equivocada lectura de la realidad.
Que el triunvirato tiene contradicciones no está en discusión: de no tenerlas, no sería un triunvirato. Y tampoco está en discusión que la suma de esos tres sectores ya no aspira a expresar a todo el movimiento obrero sino que a estas alturas no representa ni siquiera a una porción significativa de los gremios nucleados en la CGT.
El triunvirato ha ido “evolucionando” de alianza circunstancial para conseguir una necesaria (aunque limitada) unidad sindical, a ser una patética suma de tres imposibilidades.
Cualquier sindicalista sabe que toda negociación empieza con un cross a la mandíbula o mejor, y si es posible, con una patada en los huevos. De otro modo, ¿por qué una patronal, un gobierno, un poder económico, aceptaría sentarse a negociar?
Sin embargo, avezados dirigentes –al menos uno, de gran trayectoria, como Juan Carlos Schmid– se ubican ante esa hipotética negociación con la cabeza gacha y la gorra en las manos.
No se trata aquí de que el triunvirato abreve en una de las dos tradicionales tendencias del movimiento obrero, la que evita confrontar y pretende, mediante el dialoguismo y la participación, obtener algunas ventajas y mejoras, ya para la clase, ya para los gremios, ya para los dirigentes. Es algo peor, excepto, tal vez, en el caso de Carlos Acuña, adscrito al siempre rumboso barrionuevismo que ya hace mucho ha convertido la actividad gremial un lucrativo emprendimiento comercial.
El problema de Héctor Dáer es la vacilación, fruto de un dilema que no acierta a resolver: su doble pertenencia. Por un lado, a un movimiento obrero que, para sobrevivir, necesita confrontar con un gobierno cuyo principal propósito es quebrar al sindicalismo y llevar los salarios y la flexibilidad laboral a las peores épocas de la revolución industrial, cuando los activistas gremiales eran ejecutados por reclamar las 8 horas de trabajo. Por otro lado, su pertenencia al Frente Renovador, que de buenas a primeras se ha encontrado con el peor de los escenarios: la desaparición de un espacio político intermedio entre el oficialismo y la oposición peronista, crecientemente expresada por Cristina Fernández debido a una de las cualidades que adornaban al General: una capacidad de convocatoria electoral superior a la de cualquier otro de sus eventuales competidores internos y aun superior a la de todos ellos juntos. Para mayor angustia del massismo y tal como le ocurría a Perón, el tiempo corre a favor de Cristina Fernández por eso de que “después de mí vendrán los que bueno me harán”. Ni aun con la ayuda de sus colaboradores inmediatos es probable que Cristina reduzca su piso electoral y, gracias a las barrabasadas del macrismo, es posible que se reduzca su imagen negativa.
Este es un escenario muy difícil para Sergio Massa, pero Héctor Dáer conserva una aceptable capacidad de maniobra. Al igual que gran parte de los integrantes del Frente Renovador y aun de los réprobos del Bloque Justicialista de Diputados, tiene en sus manos el regreso al redil si acaso fracasaran los esfuerzos de Massa por convertirse en alternativa. Siempre y cuando lo haga a tiempo.
El timing, condición de la política en cualquiera de sus manifestaciones, nace del instinto y la sensibilidad. Ese instinto y esa sensibilidad que, al menos en el transcurso de un acto, en el que para agravar las cosas incurrió en un notorio lapsus, Daer mostró no tener.
Pero el dirigente de Sanidad aún conserva alguna carta en el mazo.
Distinto es el caso de Juan Carlos Schmid, que parece haber perdido el rumbo y se reveló incapaz de captar la situación al vuelo y darla vuelta mediante un golpe de audacia. ¿Alguien duda de que, de estar en su lugar, Hugo Moyano o Saúl Ubaldini hubieran improvisado una fecha de paro para anunciar a la multitud? Total, siempre hay tiempo de rever una medida inconsulta o de sacarle el mayor provecho.
El triunvirato, y en particular Juan Carlos Schmid, desaprovecharon una oportunidad que se les ofrecía en bandeja, la de plantarse frente al gobierno con el que aspiran a negociar y acordar, encaramados en una rugiente multitud.
¿Por qué? ¿Qué le pasa al señor Schmid?
Es difícil creer que un dirigente de su capacidad e historia piense realmente que es posible algún acuerdo con un gobierno de la catadura del de Mauricio Macri. Hay que ser tonto, o lo suficientemente venal o estar moral y espiritualmente quebrado para creer en semejante posibilidad. Schmid, tanto como su mentor Hugo Moyano y los vástagos de este, saben perfectamente que tienen tantas chances de alterar por las buenas el rumbo de este gobierno como de llegar a la luna en bicicleta, pero todos, en especial el señor Schmid, se encuentran atrapados en un dilema aún más irresoluble que el de Héctor Daer: todo lo que Juan Carlos Schmid y los Moyano hacen y dejan de hacer está signado por el temor a beneficiar las posibilidades de Cristina Fernández.
Como se ha dicho más arriba, el señor Schmid ha coleccionado un auténtico memorial de agravios, y muy probablemente su odio a Cristina Fernández en particular y al autodenominado “kirchnerismo” en general, esté justificado. Pero cuando son el rencor, el resentimiento y el ánimo de venganza, y no el interés de los representados y nuestra propia concepción del mundo, los que guían nuestros actos, el resultado no sólo es la confusión, la pérdida del sentido de la realidad y la derrota sino también el encanallecimiento, la decadencia y la decrepitud moral.
Le guste o no, el señor Schmid y tantos dirigentes y activistas justa o injustamente resentidos, deberían entender que Cristina Fernández es un “dato” insoslayable de la realidad. Transitar política o gremialmente los años que se avecinan ignorando a Cristina Fernández o cuidándose más que nada de no favorecerla, es equivalente a pretender cruzar la cordillera de los Andes munido de una escafandra y patas de rana.
Tal vez una consulta a tiempo con un psicólogo sea lo más recomendable.
Fotos: Mauro Imago Escobar.
Acerca del autor/a / Teodoro Boot
Periodista y escritor, autor de Espérenme que ya vuelvo, No me digas que no, Sin árbol, sombra ni abrigo, La termocópula del doctor Félix, Ahora puede contarse, Pido a los santos del cielo, etc.