Dentro de la vasta serie de diferencias que pueden establecerse entre los protagonistas del último balotaje, una pasa por el tipo de gestualidad practicada en cada caso.
Seguramente que no es la diferencia principal, ni la que se sitúa en los aspectos o dimensiones medulares del pensamiento que los caracteriza: sin duda, es en ese plano donde radica aquello que separa, nítidamente, el perfil del triunfador respecto del perfil del derrotado.
Sin embargo, la cuestión de la gestualidad no es algo irrelevante ni carente de significado. La política, en tanto actividad desplegada esencialmente en el espacio público, y por lo mismo colectivo, tiene mucho de espectáculo, en el sentido histriónico del término. Siempre supone una actuación, incluso una representación, destinada a aquellos a los que se pretende persuadir, o ganar para una causa.
Está claro que no es ésa la única dimensión de la política, ya que ésta, necesariamente, se consuma y se realiza en la ejecución de hechos o de acciones. Es más, podría decirse que, si la política -como lo quería el pensamiento clásico- no es otra cosa que el arte del buen gobernar, lo que priva en su acaecer, en su concreto devenir, es la ejecución de hechos que posibiliten llevar a cabo un buen gobierno.
Pero la política, en tanto actividad humana, y por lo mismo cultural, y por lo mismo configurada simbólicamente, no puede existir por fuera de los signos que la expresan, la representan y la comunican. Por ello, la política es lenguaje, discurso, semiosis, que se manifiesta no sólo a través de los signos verbales o lingüísticos, sino a través de otro tipo de signos.
Por ejemplo, los gestos, que constituyen el campo de los signos llamados kinésicos.
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En ese campo -probablemente secundario, o no fundamental- la diferencia entre ambos candidatos fue notoria y evidente.
La gestualidad del triunfador -sobre todo en la campaña electoral previa a las elecciones, como así también en el anterior proceso que posibilitó su instalación mediática- fue exacerbada, disruptiva, y sobre todo violenta. Fue una gestualidad que actuaba un enfrentamiento radical con todo aquello que caracteriza al sistema político imperante.
Si su lenguaje fue procaz y soez, si su discursividad francamente escatológica, su gestualidad -crispada, beligerante, iracunda- venía a representar, en el cuerpo (o con el cuerpo), la imagen misma de una furia desatada.
Mientras que la gestualidad del perdedor tendía a mostrarlo como una persona cuerda, pensante, racional, que evita los desbordes y los excesos. Como alguien que elude las pasiones en su mostrase ante los otros, para exponer, por el contrario, la consistencia y solidez de sus argumentos.
Así, lo que en uno era desborde y exceso, transgresión constante de las convenciones establecidas y provocación sistemática de lo sistemático, si se nos permite el juego de palabras, en el otro era atildar su presencia, lucir centrado y por ende por dentro del sistema, mostrarse como alguien que privilegia los acuerdos y los consensos por encima de las discrepancias y las desavenencias.
Todo lo cual se mostraba a través de los gestos, las posiciones corporales, los rasgos, que modelaban ambas figuras y ambas fisonomías.
Podría decirse, fácilmente, que mientras uno miraba con fiereza, el otro miraba con serenidad y empatía a sus interlocutores; que mientras uno irradiaba o trasuntaba enojo, disgusto, e incluso agresividad, el otro transmitía un estado de concordia que se presentaba, en principio, como algo interior, pero que se proyectaba después hacia todo su auditorio.
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Una gestualidad no gana elecciones, pero sin dudas facilita la posibilidad de ganarlas.
Si esto se acepta, debería decirse, entonces, que la gestualidad desaforada del ganador resultó un medio más que útil en la instancia decisiva.
Lo cual habla, por otra parte, de estados de ánimo colectivos, sentimientos y pasiones compartidas por millones de electores que, al reconocerse, incluso identificarse, en esa gestualidad, volcaron la balanza a favor suyo.
Diríase, así, que la gestualidad del vencedor representa, como reflejo mediado e indirecto pero reflejo al fin, lo que sería una gestualidad anónima, dispersa, nunca expuesta como un todo sino como miríadas de gestos singulares, donde un estado de la conciencia social se revela.
¿Y qué habría de histórico en todo esto?… Habría las señales de una época, las marcas de un momento donde priva la insatisfacción ante lo dado, las formas de una crispación que no admite el orden de la razón argumentativa, el predominio de las ideas por encima de los impulsos negativos.
Está claro que esa sería la gestualidad de la mayoría triunfante en el comicio; la importante minoría que votó por el perdedor seguramente que practica otro tipo de gestos y otra clase de kinésica.
Lo cual nos lleva a formular una hipótesis concebida intuitivamente:
así como la gestualidad del vencedor representa un estado de la conciencia social, la del perdedor representaría otra. Pero no actual y vigente como la de su contendiente, sino pretérita y anacrónica.
Sería, para esta hipótesis sostenida en la mera intuición, la gestualidad propia de un sistema político que se instauró en 1983, y que parece estar dando señales de agotamiento.
Para decirlo con otras palabras: la gestualidad de una democracia institucionalizada por las tendencias social-demócratas que nunca dejaron de hegemonizarla, ni siquiera en la fatídica década de los 90.
Esa gestualidad es lo que parece extinguirse con este resultado electoral. Habrá que esperar, entonces, los nuevos gestos, las distintas señas, las sonrisas otras, donde la mímica de los tiempos por venir comience, finalmente, a dibujarse.
Acerca del autor / Roberto Retamoso
Profesor y Doctor en Letras por la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, donde se desempeñó como profesor titular desde 1986 hasta 2017.
Es autor de numerosos libros de crítica y ensayo, como asimismo de poesía y narrativa. Recientemente ha publicado Juan José Saer: la narración como ensayo.
Actualmente dirige, junto con Roberto García, la Escuela de Literatura de Rosario Aldo F. Oliva.