En 1996 el primer corte de ruta como forma de protesta frente al fenómeno creciente de la desocupación y la informalidad laboral inició el ciclo organizativo de nuevos actores sociales. El resultado de veinte años de organización y lucha es la conformación de una estructura que debate con el Estado en el estilo de la vieja central de trabajadores formales.
A partir del 2015 con el cambio de signo del gobierno asistimos a una profundización del conflicto social, expresado en la movilización y la protesta de diferentes sectores de nuestra sociedad. Claramente esto expresa la actualización de la disputa política por la distribución de la riqueza y su proyección futura, en un contexto político de ajuste de la economía. El neoliberalismo tardío y su lógica económica, basada en la reactualización de la doctrina del libre mercado y la desregulación económica, deja afuera del sistema económico y social a más de un tercio de la población. Y cuando las instituciones no dan respuesta (y es claro que la orientación es la transferencia de recursos a favor de los sectores más concentrados), la sociedad civil las desborda. Uno de los protagonistas de este escenario es el movimiento de la economía popular.
Este nuevo actor social, como etapa superior de las organizaciones de desocupados, se encuentra compuesto por una cantidad considerable de organizaciones sociopolíticas heterogéneas y con distintas trayectorias sociales y partidarias. Sin embargo, podríamos decir que es un espacio que se fue organizando y consolidando desde fines del 2011 de la mano de un proceso económico que no despuntaba en la creación de empleo formal y que encontró en la economía popular una estrategia de supervivencia. Esto tuvo un estímulo muy particular durante el segundo mandato de Cristina Fernández a través de una batería de programas de asistencia y de promoción social de la economía popular. Esto propició una nueva vinculación de las organizaciones y el Estado, y por lo tanto en su forma de intervención en el territorio, que se caracterizó por un pasaje de la implementación de programas de asistencia alimentaria como las famosas “cajas de alimentos”, los comedores, y los “planes” de empleo a la implementación de emprendimientos productivos y programas de promoción social. Este pasaje dio lugar a la consolidación de un perfil diferente, anclado en la generación de “trabajo” independiente desde formatos alternativos y con diferentes impactos.
Y aquí nos introducimos en los dos aspectos que nos interesan destacar de este fenómeno. Si bien la masividad de las movilizaciones que protagonizaron, como por ejemplo las marchas por Paz, Pan, Tierra, Techo y Trabajo de 2016 y 2017, está dada por el acompañamiento de la opinión pública y de una parte de la sociedad que se conmueve y se mueve en las convocatorias, en cada protesta lo que resalta es el nivel de organización comunitaria territorial. Ésta se instituye como una estrategia de inclusión social y de re significación para las/los sujetos que participan de las mismas, mitigando en muchos casos el riesgo de fractura social que pareciera latente en el neoliberalismo tardío. Su anclaje territorial como formato de despliegue organizacional es una herencia de los movimientos de desocupados y de las organizaciones de base. La disputa con las redes ilegales como el narcomenudeo, las barras bravas de los clubes de fútbol y los aparatos políticos de algunos partidos tradicionales son parte de una disputa por el sentido subjetivo de la participación y por la construcción de proyectos colectivos transformadores. La participación en centros comunitarios, actividades de formación, procesos de educación popular, o la simple organización para la resolución de las problemáticas barriales, son estrategias de construcción colectivas que nos hablan del rol de mediación social y política de estas organizaciones. Su capacidad de construcción social, a partir de la consolidación de nuevas subjetividades identificadas con su participación territorial, y el rol de mediación de éstas entre la comunidad y el Estado, son claramente aspectos positivos del proceso que no deberían ser soslayados por ningún gobierno. El neoliberalismo tardío impulsa la desestructuración del “pueblo” como referente colectivo, promoviendo el individualismo como cultura política (“vos: vecino y/o ciudadano”) y la sectorialización de las demandas sociales como estrategia de intervención estatal (los problemas son técnicos, nunca políticos). Los movimientos sociales en general, y los de la economía popular en particular, construyen comunidad desafiando esta desarticulación social y la violencia que los atraviesa. Es decir, sus acciones territoriales y comunitarias reconstruyen el lazo social a través de su intervención y organización, haciendo un aporte sustantivo a la inclusión de una parte de la sociedad que el neoliberalismo tardío, con su lógica política y económica, excluye.
Por otro lado, su potencial en la construcción comunitaria se encuentra íntimamente ligado a su capacidad de organización y canalización de las demandas sociales insatisfechas (que, como ya dijimos, en el neoliberalismo tardío van en aumento como resultado de la estrategia de ajuste económico). La economía popular como actor social tuvo su aparición pública con la movilización de San Cayetano en agosto de 2016, mostrando una masividad importante y una capacidad de articulación en la acción y en el discurso que no habían conseguido como movimiento de desocupados en la etapa anterior. En este proceso político de representación de una nueva identidad social (trabajadores de la economía popular) las organizaciones constituyeron sus intereses y demandas en articulación constante con los otros actores del sistema político, entre ellos el Estado. Este proceso comenzó cinco años antes con la lucha por el reconocimiento institucional del sector de la economía popular, en un contexto donde la relación con el gobierno nacional y algunas de las organizaciones que participan hoy de este espacio era muy conflictiva (nos referimos a los planes de lucha por el aumento a los cooperativistas del Programa Argentina Trabaja protagonizados por Barrios de Pie y la CCC). Y en un marco donde la crisis económica comenzaba a hacerse sentir en los sectores populares. Hacia el final del segundo gobierno de Cristina Fernández, impulsada principalmente por el Movimiento Evita, se obtuvo la personería de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), herramienta gremial de los trabajadores de la economía popular. En este sentido, nos interesa destacar que el famoso “salto a la política” de los movimientos sociales fue promovido por el Estado nacional durante el Kirchnerismo (con fuertes diferencias en las trayectorias de las organizaciones y no exentos de conflictos y tensiones), lo cual se puede ver en los avances que hubo en términos de representación institucional y en reconocimiento social a sus demandas.
Su trayectoria política durante la etapa anterior tuvo como saldo positivo el aumento de la representación institucional en la cámara de diputados de estas organizaciones. En la elección legislativa de 2015, el Movimiento Evita logra ingresar 6 legisladores. Libres del Sur, armado electoral del cual forma parte el movimiento Barrios de Pie, obtiene 3 legisladores. Tener que abandonar, por obvias razones y en diferentes momentos, los espacios de gestión en el Estado nacional (arena de disputa política) convirtió al ámbito legislativo como el espacio institucional de discusión y construcción de consensos y luchas. Su participación dentro del Congreso nacional, con peso político propio, facilitó el proceso de incidencia y la articulación con todo el espectro político que fue interpelado a través de las diferentes iniciativas de ley. Este crecimiento en su capacidad de representación legislativa fue acompañado y nutrido por su capacidad de movilización, expresada en diferentes manifestaciones callejeras que mostraron el crecimiento organizativo de este actor. El plan de lucha asumido colectivamente por las diferentes organizaciones que componen el sector, así como sus manifestaciones particulares por demandas específicas, pusieron a la economía popular dentro del debate público. A su vez, construyeron puentes con otros sectores sociales y políticos como la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA) en sus dos vertientes, así como con sectores de la Iglesia Católica, con fuerte influencia del Papa Francisco y su doctrina social. Un elemento nuevo y distintivo de la etapa es la vinculación con sectores del sindicalismo peronista que tradicionalmente invisibilizaron las demandas del movimiento de desocupados. La articulación política y de acción de las principales organizaciones de la economía popular con la dirigencia de la Confederación General del Trabajo (CGT) recientemente unificada permitió al sector hacer trascender sus demandas a un plano ofensivo en la disputa por el reconocimiento institucional de las mismas.
Es decir, en el proceso político que se abrió desde su aparición pública en agosto de 2016, el movimiento de la economía popular ha crecido en su capacidad de construcción comunitaria vinculada a su desarrollo territorial y a su capacidad de representación, tejiendo alianzas sociales y políticas con otros actores del mundo sindical y religioso, así como con un amplio espectro de organizaciones político – partidarias. Esto se vio reflejado en el tratamiento legislativo y comunicacional de la Ley de Emergencia social a fines del 2016, que preveía un reconocimiento institucional del sector y varios mecanismos de aporte material para los emprendimientos de la economía popular y sus trabajadores. La misma fue acompañada por un amplio espectro político y social que terminó obligando al oficialismo a negociar. Sin embargo, la Ley fue demorada en su implementación, por lo que las organizaciones se vieron nuevamente en la necesidad de reinstalar el tema en el debate público a partir de acciones colectivas de protestas.
En la medida que el ajuste económico del neoliberalismo tardío continúe, más imprescindible se vuelven estas organizaciones. Su capacidad de representación de los intereses de los que quedan afuera y su capacidad de construcción comunitaria cumplen un rol estratégico en evitar la implosión y la descomposición social. El problema se encuentra, quizás, en su capacidad de construcción (o de participar) de una herramienta política competitiva y lo suficientemente amplia como para articular sus propias demandas con otras que también protagonizan el escenario de conflictos actuales. Y que, en definitiva, dispute la orientación política, social y económica del gobierno.
Acerca del autor/a / Agustina Gradin
Doctora en Ciencias Sociales (UBA), Magister en Políticas Públicas (FLACSO), Especialista en Organizaciones de la Sociedad Civil, Becaria Post Doctoral CONICET, Docente Investigadora del Área Estado y Políticas Públicas de FLACSO Argentina. Correo: agradin@flacso.org.ar