Poéticas

LITERATURA SUBURBANA

Turno noche

Por Walter Lezcano

Graciela está nerviosa porque no tiene con quién dejar a su hijo. Es un día importante para ella: la ascendieron. Después de seis años de entrega y sacrificio pudo llegar a ese lugar que tanto deseaba: dar órdenes. No puede faltar a su primer día como supervisora del turno noche en el geriátrico.

Ramón aprieta el control remoto y, cada tanto, mira a su mamá. Ella da vueltas en la cocina y de a ratos murmura malas palabras. Él no dice nada. Lo divierte verla así. Ahora Graciela levanta la voz y maldice a Kiara, la chica de 17 años que ya tendría que estar en la casa hace media hora. Cuando se cansa de eso empieza con las especulaciones:

—Seguro que se quedó tomando en alguna esquina o drogándose, como hacen todos los negros vagos de mierda con los que se junta y ahora debe estar en cualquier parte. Encima no me contesta los mensajes ni me atiende. Cuando la vea va saber quién soy.

Mira por última vez la hora y sabe que tiene que tomar una decisión. Ramón ya le dijo que se puede quedar solo, que no va a pasarle nada, pero para Graciela esa no es una opción. Ni siquiera se detiene a pensar la propuesta. Su hijo insiste.

—¡Basta, pendejo! Mirá si te voy a dejar solo en casa. ¿Estás loco? Mirá si te pasa algo.

Ramón piensa: no me va pasar nada. Está a punto de decírselo pero es Graciela la que habla antes:
—Apagá la tele y agarrate una campera que nos vamos.
—¿Adónde?
—A mi trabajo. También traé tu mochila del colegio. Apurate.

Ni bien entran al geriátrico, Ramón recibe un olor desconocido y se lleva la mano a la nariz:
—¿Qué es ese olor?
—Los viejos —le responde Graciela— ya te vas a acostumbrar. Y no vuelvas a hablar de eso.

Graciela se pone el guardapolvo celeste y se lo alisa con las manos. Se mira en el espejo: sí, está bien, se dice. Mira la hora nuevamente: llegó justo a horario para el cambio de turno y que nadie, ninguna de las enfermeras que le envidian su ascenso, pudiese decir nada. Busca en la cartera el lápiz labial y se repasa los labios para darle esa tonalidad que le gusta. Antes de salir del baño le dan ganas de hacer pis. Se saca el guardapolvo, lo pone en la percha y lo cuelga: recién ahí se sienta en el inodoro y se enrolla la mano con papel higiénico.

Del otro lado de la puerta del baño, Ramón la espía por la cerradura y se toca la bragueta.

Edith ya está lista también. Está afuera del geriátrico, en el patio, fumando un cigarrillo y mirando el cielo. Le parece que la noche de Paraguay, el país que dejó hace poco más de un año, es más linda porque tiene más estrellas. Le gusta trabajar con los ancianos. Son como bebés arrugaditos, le contó a su mamá. Incluso le resulta tierno cuando uno, siempre el mismo, se corre la sábana, le muestra el pene y le hace señas para que lo masturbe. En dos ocasiones lo hizo como un “acto de caridad”. Le contó a su madre:
—Lo vi tan solo al viejito que me dije: no me cuesta nada. Así que le agarré el pito y le ayudé a que se sienta mejor. Se lo conté a la Gra una vez y me retó feo. Mirá si se nos muere, me dijo.  A mí no se me había ocurrido algo así. Me dio miedo de sólo pensarlo. Así que no le conté más nada. En la mano el pito se siente raro, como si fuese una bolsita con carne picada. Un poco nomás, no mucho. Pero lo que más me llamó la atención era el tamaño de los huevos del viejito: enormes los tenía, más grandes que el pito. Tenía que ver la cara del viejito: se reía de una forma rara y me hizo reír a mí también.

Entre las dos, Edith y Graciela, preparan la medicación para todos los ancianos. A Ramón le parecen caramelos pero sabe perfectamente que no lo son. Está sentado en un sillón de la enfermería. Se aburre. Le pregunta a su mamá si puede ver la televisión:
—No. Sacá las cosas del colegio y ponete a hacer algo.
—Para qué si ya terminaron las clases.

Ramón está en primer año de la secundaria y se llevó nueve materias. Cuando Graciela se enteró se enojó mucho con él y dijo:
—No sé para qué te tuve. Problemas es lo único que me traés: lo único. ¿Para qué trabajo tanto para vos, me querés decir?
Graciela miró a Ramón y como no quería decir nada desagradable delante de Edith, fue al grano y trató de hablar sin ningún rastro de emoción:
—Así estudiás para las materias que tenés que dar en febrero.

Ramón está frente a la carpeta abierta. Mira las hojas y no entiende nada. Tampoco le importa. Mira su celular como un acto reflejo. Ningún mensaje. Qué mierda, se dice, porque no le gusta su celular: no tiene muchos juegos, ni wifi, ni buena definición en la cámara. Sabe que todos esos amigos que se amontonan en la esquina de su casa y con los que su mamá no quiere que se junte, tienen  mejores celulares. A veces lo cargan y le hacen burla y él se enoja automáticamente con su mamá.

A Edith le gusta acariciar la cabeza de algunas ancianas. Pasarles la mano por el pelo. Parece copo de nieve, le dijo a su mamá. Le gustaría que el día de mañana alguien hiciera lo mismo por ella, mientras duerme. Piensa que con esas caricias el sueño es mejor, más plácido.
Graciela la ve.
—¿Qué hacés?
—Nada. Le hago cariño. ¿Por?
—Ese no es tu trabajo. Hacé lo tuyo, lo que te corresponde, Edith.
Malcogida, es la palabra que se le pasa por la cabeza pero le contesta:
—Bueno.

Ramón se para, va a la cocina y abre la heladera. Agarra una Coca Cola y mira para atrás. La destapa y toma directamente del pico. Un trago largo. Siente presión en la frente. ¿Qué pasa?, se pregunta. La botella empieza a largar espuma. Moja el piso. Uh, la puta madre, dice despacio. Mira para atrás otra vez. Guarda la Coca Cola. Encuentra una rejilla en la mesada. Ve un vaso con el escudo de Boca. Lo guarda en su mochila.

Después comienza a recorrer. La madre le dijo que se quedara en su lugar. Esa orden ya quedó en el olvido.

En el living hay una mesa ratona, unas revistas, unos sillones y una tele. Qué hija de puta, es re grande, murmura Ramón frente a la tele. Empieza a buscar el control remoto. No lo encuentra. Ya fue, se dice.

Hace unos pasos en dirección a su carpeta. Pero le dan curiosidad las puertas cerradas.
Abre una.
Hay tres ancianas durmiendo. Una de ellas está atada de las muñecas, los tobillos y la mitad del cuerpo. Se le acerca para verla. Hay una mesita de luz al lado de cada una de las camas. Busca dinero. No encuentra. En la cama del medio hay una mujer que le llama la atención. Ramón le mira el camisón verde, la piel arrugada, el pelo completamente blanco. Le mete la mano adentro del camisón. Aprieta. Con la mano libre se toca la bragueta. La anciana abre los ojos. Son de un verde cristalino. Ramón se asusta. Ella también, pero menos. Él intenta sacar la mano de adentro del camisón pero la anciana se la retiene. De pronto ella comienza a gritar. Su aliento es feo. Ramón logra sacar la mano. Y sale corriendo.

Se sienta frente a su carpeta. Se toca el pecho: los latidos son fuertes. Respira con dificultad. A los pocos segundos escucha los pasos de su mamá y de Edith.

Graciela entra  a la cocina con las manos en los bolsillos de su guardapolvo celeste.
—¿Qué le pasó? —pregunta Ramón.
—¿Estás estudiando?
—Sí, ma —la mira decepcionado.
—Es normal. Los viejos ven cosas y se cagan encima, como esta pobre viejita. O gritan porque no quieren estar acá. Los hijos los tiran, se los sacan de encima y vienen cada muerte de obispo. ¿Cuando sea vieja me vas a cuidar?
Ramón no contesta y se queda mirando una hoja cuadriculada llena de ecuaciones.
—En un rato comemos. ¿Ya tenés hambre?

Ramón come solo. Edith fuma en el patio y mira su Facebook en el celular. Graciela hojea una revista de las que están en la mesa ratona del living.
—Cuando tengas sueño acá tenés el sillón. Ya en un rato igual te acostás.
—¿Puedo ver la tele?
—No.
—¿Por qué?
—Porque hace ruido y no quiero que se me despierte ningún viejo. Después los tengo que volver a dormir yo. Así que en un rato te acostás —Graciela mira la hora—. Dale, hacé tiempo con eso que en un rato nos vamos. No falta mucho.
Edith escucha de afuera. Qué mina sorete, dice susurrando y larga el humo del cigarrillo. Piensa que su mamá la trata mejor y sabe que tiene que trabajar un tiempo más para juntar dinero y poder traerla de Paraguay.

Tirado en el sillón y con la luz apagada, Ramón no puede dormir. Gira para un lado, para otro: no logra acomodarse. De pronto escucha un ruido que lo sobresalta. Su cuerpo queda rígido. Cuando logra hacer un movimiento, se levanta y se da cuenta que es una puerta de metal que da al patio del geriátrico. La abrió el viento. La cierra y pone la traba. Se vuelve a acostar.
Intenta dormir pero no hay caso: no puede.
Escucha el viento golpeando los árboles. Le gustaría estar solo en su casa.
El viento se calma. Pero escucha otro ruido ahora. Unos pasos lentos y acolchonados y una madera. Los escucha cada vez más cerca. De pronto la luz se prende. Es una anciana. Y ni bien lo ve su cara se desfigura y grita:
—¡Carlos, Carlos! ¡Ladrones, Carlos! ¡Vení, están en la cocina!
Ramón no sabe cómo reaccionar. Su cuerpo tiembla porque a la anciana con un camisón beige y en pantuflas, que se acerca lentamente hacia él con el bastón en alto.
Lo tiene enfrente y sigue:
—¡Carlos, Carlos! ¡Vení, Carlos! ¡Ladrones en la cocina!
El pantalón de Ramón comienza a mojarse y mira el bastón que cae en su frente. Pero algo ocurre: ve la cara de su madre. Graciela le saca el bastón y dice:
—Hilda, la voy a llevar con Carlos.
—Pero son ladrones.
—Yo voy a llamar a la policía. Quédese tranquila, Hilda, Carlos y yo la vamos a cuidar.
—Que se lo lleven, que lo maten.
—Sí, Hilda, por supuesto.

Ramón se prueba en el baño el pantalón que le dio Graciela. Pertenece a uno de los ancianos.
—¿Cómo te queda?
Él no contesta y sale lleno de vergüenza.
—Te queda perfecto —le dice Graciela y le mira la frente—. No tenés nada, ya estás bien.

Por la ventana ven la salida del sol. Nadie dice nada. Están aburridos porque todos se quieren ir a sus casas.
Ramón toma un té mientras Graciela ceba mate y se lo alcanza a Edith.
—Vamos hacer la última pasada —dice Graciela y Edith se para y se sirve un último mate. Lo toma de una chupada y dice:
—Rico.
—Vos guardá tus cosas.

Mientras mete la carpeta y la campera en la mochila, Ramón se da cuenta que era verdad lo que dijo su madre cuando entraron al geriátrico: ya no siente el olor a viejo.

Graciela lleva de la mano a Ramón. Él se suelta. En la esquina de su casa hay unos chicos riéndose.
—Hola, Doña —escucha que dicen pero no responde.
—Hola —contesta Ramón y Graciela le pega en la nuca. Le dice al oído:
—En casa hablamos.

Ramón escucha los retos de su madre en silencio. Cuando terminan se va a su habitación a cambiarse el pantalón.
Graciela se mete al baño. Se mira en el espejo y toca su cara: se ve demacrada, llena de arrugas. Le gustaría comprarse cremas. El cansancio le gana, los párpados le resultan insoportables del peso que tienen. Sale y en seguida ya está en su  pieza. Da un portazo. Se duerme en cuestión de minutos con la ropa puesta pensando cómo fue su primer día de encargada.
Ramón pone la oreja contra la puerta. Escucha ronquidos.
—Ya está, dice en voz baja.
Sale de su casa y se va a la esquina.

Acerca del autor/a / Walter Lezcano

Walter Lezcano
Walter Lezcano es docente de Literatura. Editor en Mancha de Aceite. Periodista freelance: aparecieron textos en Crisis, Brando, Revista Ñ, Rolling Stone, Ni a palos, Eterna Cadencia, suplemento Cultura de Clarín, Radar de Página/12, suplemento Cultura de Tiempo Argentino, Inrockuptibles, Bacanal, Otra Parte, Anfibia, La Agenda, el suplemento Ideas de La Nación, Playboy Argentina, Revista Acción, Suplemento Literario Télam y Ahora Semanal (España).

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