Escritora oriunda de la zona oeste del Gran Buenos Aires, fue docente, acompañante terapéutico y coordinadora de los talleres literarios dependiente del Municipio de Morón. Se formó con el grupo “Roberto Arlt”. Ha publicado El árbol truncado (1984), Llovizna en Parque Lezama (1992), Canciones impunes. Aves del paraíso (2001), Partidas de naipes y otros amuletos y Novela de juegos (Ilustrados por Federico Mañanes, de próxima edición).
Era la niña mimada del pueblo. Con las contras y favores que esto representaba, porque como estudiante de psicología que se precie de tal, le parecía percibir en algunas personas algo como un leve resentimiento. Recién recibida de docente, y sin cargo, asfixiada y buscando respuestas sobre ella misma, además de un trabajo, el propio deseo y el azar, la llevaron hasta ese pueblo en la Cordillera de los Andes, en la provincia de Chubut, para desempeñar su primer cargo en una escuela de frontera. Todos la invitaban a todo, había una gran ansiedad por “que ella conociera”. La menor de todas las maestras y llegada de la capital. Así fue como un fin de semana fue a dar, invitada por su querida protectora, una compañera cordobesa, unos años mayor, con quien compartía vivienda y complicidades, a la estancia La Paulina.
Un galés cincuentón, de pelo blanco y ojos turquesa, que le pareció gigante, pasó a buscarlas de madrugada, y a las nueve de la mañana estaban, en una cocina de dimensiones enormes, desayunando algo que ya no recuerda, en cambio sí recuerda que Thomas el gigante galés, que era el administrador, le contaba que allí, a la Patagonia iban muchos geólogos a buscar piedras antiguas, llamadas amonites y fósiles, además de antropólogos (hasta de Europa), que trataban de averiguar cosas de los indios.
Están todos parados en un punto, hace unos minutos ella disparó con una escopeta de caza, dos tiros al blanco, a una botella y sintió como si un puño fuerte le golpeara el hombro, un impacto fuerte hacia atrás. Le dicen se van a abrir todos en abanico, rastrillando la zona, mirando fijamente el suelo, y tratando de ubicar las diversas flechas que los indios elaboraban en aquél lugar. Después le explicaron que las golpeaban sobre unas piedras más grandes, y que algunas eran para cazar pajaritos, otras pumas, mucha gente las manda engarzar en oro y se las cuelga con una cadena, le comentaron, casi diría, con orgullo. Bueno, empecemos, y ella abrigada, con las mejillas heladas, lucha contra el viento que no la deja avanzar. Percibe la inmensidad de esa planicie, con las montañas allá tenues y algún que otro espinillo o calafate, siente otra cosa también, que durante años no podrá explicar, siente que en el aullido del viento llegan “cosas”, ella dirá algo como presencias o “susurros del pasado”.
En el invierno de 1884, las tribus de los caciques Inakayal y Foyel dejan las orillas del río Teka, con el montón de árboles que lo rodea, las montañas pobladas de pinos, abetos, abedules, araucarias sagradas y atraviesan la provincia. Probablemente van bordeando el río Chubut, con sus caballos, mujeres, hijos queridos y algunas cosas consideradas de valor, para obsequiar. La idea que los guía es la de testimoniar sus sentimientos pacíficos y su fidelidad al Gobierno Nacional.
Casi no paran para descansar, llevan una esperanza, acabar con las guerras de tantos años, las muertes, la imposibilidad de vivir según sus costumbres, en la tierra que les queda. Saben que son los dueños, en ese momento en que las heladas de julio les golpean el rostro, de una sabia decisión. El hombre blanco aceptará y confiará en su palabra de caciques del valeroso pueblo mapuche.
Llegan, agotados, al Fortín Villegas, están del lado del mar, el viento ahora huele a sal, y la sonrisa del comandante que recibe la comitiva y su mensaje, huele a hipocresía. Algo parecido a un puñal caliente se clava en el pecho de Inakayal, presiente que en ese punto del tiempo, comienza a desencadenarse la traición. No intenta salvarse ni salvar a los suyos, por no faltar a la palabra dada. Sabe de dónde vendrá el golpe y piensa que cada acto, cada vanidad, aunque sea un acto individual, son las hebras que entretejen la historia. Sabe, sabe que allí comienza el desastre. Está inmóvil, dentro de ese paréntesis, ese tiempo detenido que no le da señales claras sobre qué está ocurriendo a sus espaldas, que son las espaldas de todos los suyos.
Lo que se movía por detrás, como un espíritu de tinieblas, era una comunicación enviada por el comandante, a Buenos Aires, en la cual informaba que finalmente había acabado con las tribus rebeldes de Inakayal y Foyel, y que los tenía retenidos, a la espera de órdenes.
Todo va adquiriendo su forma y su nombre, la orden de embarcarlos como prisioneros, llega junto con el vapor Villarino. Antes de subirlos a bordo, se los humilla, quitándoles sus caballos amados de la domesticación por acercamiento pausado y paciente, y con esos caballos emblemáticos, todo lo que se considerase de valor. Así, repentinamente cambiados de escenario, estos adoradores del pehuén, comienzan una travesía sin gestos amables, sin cuidados de ninguna índole, por un mar tan hermoso y azul profundo, como hostil hacia ellos.
Los recibe el estallido de un puerto de ciudad incipiente, Buenos Aires, pero aquí el dolor no encontrará su medida, porque a veces, es más grande que el corazón de las personas. Padres y madres verán como les arrancan sus hijos y los regalan a las familias que los piden para diversas tareas de servicios, delante de sus ojos que no pueden creer; que no soportan, sus niñas y niños. Jamás volverán a verlos.
Inakayal los mira, un breve puñado, apenas escapó del reparto; se mira, sale de sí y se mira a bordo, él se siente vacío, ese otro con su rostro lo mira y le reprocha su inocencia. Foyel, Raimal, estos pocos, casi irreales, como irreal le parecerá ese ambiente húmedo, de clima para ellos suave que los rodea en el Delta del Tigre, donde estarán un año y medio. Estar, piensa el Cacique, esto es estar, nada más.
El horizonte está rojizo y el cielo se empieza a poner violáceo, esta maestra joven, esta porteña de Buenos Aires, en el sur del sur, en su primer escuela, su primer grupo de niños a quienes enseñar, esta primer “huida” hacia lo lejos del hogar, por el año 1971, tan cargado de ideales igualitarios, y utopías de las cuales era ferviente partícipe, va regresando al punto de reunión del abanico-busca –flechas, divisa a sus dos compañeros, feliz con su puñado de pequeñas piedras talladas a golpes (de manos que estuvieron aquí, apenas se dibujan estas palabras en su pensamiento). Las muestra, alguien comenta que la van a acompañar toda la vida y que mejor volver a la estancia, porque está oscureciendo. La maestra se queda sola un instante, habla con las estrellas pesadas que cubren el cielo, desde Alto río Senguer donde ella está, hasta las orillas del río de Teka.
El Dr. Francisco P. Moreno, geólogo y paleontólogo, por el año 1886, ya había fundado el Museo de Ciencias Naturales, de la ciudad de La Plata, también había recorrido la Patagonia, buscando y encontrando con gran éxito restos fósiles de gran antigüedad y tamaño. Tal vez por todas estas proximidades, sumadas a algunos conocimientos sobre los habitantes de las zonas australes, y teorizaciones sobre los pobladores originarios de América, en amables tertulias con señoras y señores ó por algún otro designio, pide sean remitidos al Museo, en calidad de servidumbre, los Caciques Inkalayal y Foyel, con sus familias (unas quince personas); así ingresan, como prisioneros, y como piezas vivientes de estudio, al templo de las ciencias naturales. El Perito Moreno argumentará que de esta forma, los salvará de una muerte segura en las islas del Delta.
La tristeza, la rabia y la impotencia fueron ganando territorio en el alma del Cacique; frases entrecortadas, dichas desde una silla de la cual casi no se movía, golpeaban débilmente la atmósfera de ese hogar desopilante, su mente atónita reproducía latiguillos, “yo Inakayal, el Jefe -blancos ladrones-mataron mis hermanos-robaron mis caballos-prisionero-desdichado”.
Las preguntas, los nombres que faltan, huecos en la historia, para enmascarar la impunidad, evadir las respuestas.
Es 24 de septiembre del año 1888, primavera, y de los eucaliptus que rodean el Museo se expande un aroma penetrante, Inakayal aparece sostenido por dos hermanos de su raza, en la parte superior de la gran escalera de mármol. Se despoja de las ropas que le dieron los blancos y deja ver su torso cobrizo, realiza un prolongado saludo al sol poniente, rojo a esa hora de la tarde. Luego de un profundo ademán señalando al sur, a su Patagonia amada, pronuncia en su lengua natal unas oraciones. Se funde con las sombras y esa noche muere y vuelve a morir cuando lo descarnan y le arrancan su cabellera, pretextando su calidad de prisionero de guerra, y vuelve a morir cuando lo exhiben en las vitrinas, como enemigo vencido; hasta que resucita, en el año 1994 cuando sus hermanos logran la devolución de sus restos, para que descanse en Teka .