Dossier Peronismo 80 años, Economía

DOSSIER PERONISMO - OCHENTA AÑOS

Las políticas económicas de los peronismos

Por Daniel Novak

Donde se analizan las distintas políticas económicas de los distintos peronismos en el gobierno a lo largo de los últimos ochenta años, en diversos contextos económicos, políticos y geopolíticos que ameritaban decisiones diferentes

No hay errores en el título de esta nota. No fue lo mismo el peronismo en el gobierno con Perón que con Isabel, como tampoco lo fue el de Menem comparado con el de los Kirchner. Mucho menos parecidas fueron las políticas económicas aplicadas por varios de sus ministros, como por ejemplo la de Miranda versus la de Gómez Morales, y menos aún la de Cavallo en comparación con la de Lavagna, por tomar sólo algunos ejemplos. Tampoco hubo una línea doctrinaria en común en todas estas variantes, que pasaron de una concepción keynesiana tradicional a una suerte de neoliberalismo populista con pocas escalas intermedias.

Por eso esta nota se dedica a analizar las distintas políticas económicas de los distintos peronismos cuando les tocó asumir el gobierno a lo largo de los últimos ochenta años, sin pretender por eso resaltar la falta de coherencia política o doctrinaria, porque a lo largo de ese período hubo distintos contextos económicos, políticos y geopolíticos que ameritaban decisiones diferentes, ya que lo que sirve para una situación puede no ser útil y hasta contradictorio con otra. Después de todo, como dijo alguien que prefiero no citar, la coherencia tampoco es una virtud en sí misma, ya que persistir en un método equivocado o inadecuado sólo para ser coherentes puede ser más un síntoma de necedad que de sabiduría.

El debut político del peronismo en 1946 a cargo de su fundador, Juan Domingo Perón, consolidó el certificado de defunción iniciado tímidamente por el gobierno militar precedente (Rawson, Ramírez, Farrell – 1943/45) del modelo económico agroexportador que regía, con los altibajos producidos por las dos guerras mundiales, desde 1880 aproximadamente.

Ese modelo económico se basaba en la concepción clásica de la división internacional del trabajo que postulaba que para ser más eficiente cada país debía especializarse en la producción y exportación de aquello para lo que contaba con ventajas comparativas naturales (estáticas) e importar aquello para lo que no contaba con esas ventajas. De esa forma, Argentina se había transformado en lo que se denominó “el granero del mundo”, exportando la mayor parte de su producción agropecuaria e importando la mayor parte de los productos industriales que consumía.

El peronismo originario se propuso instalar un modelo económico (hoy lo llamamos así) totalmente diferente al vigente, sobre la base del desarrollo del mercado interno mediante el aumento de la demanda global, siguiendo la pauta doctrinaria desarrollada por John Maynard Keynes en la década de 1930, llevada a cabo por EEUU para salir de la crisis de 1929/32 mediante el denominado New Deal aplicado por el presidente Franklin D. Roosvelt.

El principal ideólogo de este esquema de política económica fue Miguel Miranda, quien ya había ocupado la presidencia del Banco Central, luego fue director del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) y posteriormente titular del Consejo Económico Nacional designado por el presidente de la Nación.

Esta política mercado-internista tuvo además el objetivo explícito de desarrollar el sector industrial con la intervención directa del Estado, potenciando el desarrollo incipiente que se venía verificando desde la primera guerra mundial en adelante por el proteccionismo implícito impuesto por la participación de los países centrales (industrializados) en los conflictos bélicos y por la profunda depresión global de 1929.

La intervención estatal explícita se instrumentó sobre la base de tres líneas fundamentales: 1) la traslación de ingresos del sector agropecuario al industrial mediante el IAPI, 2) el fondeo de créditos a la industria a través del Banco Central y 3) la restricción a las importaciones mediante la fuerte protección arancelaria (Aduana). Estos fueron los pilares básicos de los que después se caracterizó como modelo de industrialización sustitutiva de importaciones (ISI).

Un dato interesante es que el IAPI fue creado durante el gobierno militar anterior, así como la nacionalización del BCRA, que había sido creado en 1935 como entidad mixta público-privada. Además, se crearon o fortalecieron en este período varias entidades financieras estatales para el desarrollo de los sectores productivos y sociales, tales como el Banco de Crédito Industrial, el Banco Nación para el sector agropecuario, el Banco Hipotecario Nacional para la construcción de viviendas y la Caja Nacional de Ahorro Postal para el ahorro y consumo de las familias.

Este modelo económico se basó además en la idea del “estado empresario”, es decir en la creación o fortalecimiento de empresas de propiedad estatal, tales como YPF, YCF, la estatización de ferrocarriles y telefonía (ITT), Aerolíneas Argentinas, SOMISA, ATANOR, AGUA Y ENERGÍA, puertos, aeropuertos, bajo la Dirección Nacional de Industrias del Estado (DINIE).

Esta política modificó de raíz el modelo de acumulación y distribución del ingreso de la economía, dando lugar a un incremento fundamental de los ingresos de los sectores trabajadores que fortalecían la demanda final y el consumo y dio lugar al surgimiento y expansión de una clase empresarial emprendedora que se caracterizó como la burguesía nacional que daba sustento a una nueva forma de crecimiento y desarrollo económico-social.

Pero a pesar de este gran dinamismo inicial, no todas fueron flores y en no mucho tiempo surgieron señales de alarma sobre los alcances y limitaciones del nuevo modelo económico. El fuerte aumento de la actividad económica interna puso en evidencia que la sustitución en la importación de bienes finales gracias a la industrialización interna no se completaba con la sustitución de insumos básicos, que ahora se importaban en mucha mayor cantidad por la gran reactivación económica de la demanda interna.

Así, el modelo mercado internista ISI tuvo su primera crisis de crecimiento hacia 1949 debido a la insuficiencia de divisas provocada por el doble juego del aumento de importaciones de insumos básicos junto con la caída de los precios internacionales de los productos agropecuarios y la recuperación de los países centrales que habían salido de la segunda guerra mundial. En otras palabras, hacía su primera aparición en escena la tristemente célebre “restricción externa” al desarrollo argentino, que con los años y desatinos posteriores se haría eterna.

En este contexto, a partir de 1952 surge el primer plan de estabilización de la economía, impulsado por Alfredo Gómez Morales y amparado en el Segundo Plan Quinquenal del incipiente peronismo, cuyos ingredientes principales serían la disciplina fiscal y monetaria, la reducción de la inflación mediante la creación de la Comisión Nacional de Precios y Salarios, con participación empresarial y sindical (embrión de lo que luego se llamaría Pacto Social), el control de las importaciones y mejoras cambiarias en favor de la exportaciones agropecuarias, tan vapuleadas en la primera etapa del modelo.

Pero la medida más novedosa y revulsiva fue la modificación de la política cambiaria, con desdoblamiento del mercado de divisas en uno comercial y otro financiero, intervenidos ambos por la autoridad monetaria, en el marco de restricción a las importaciones mediante autorización estatal previa de las mismas y la fijación de tipos de cambio administrados por el Estado. En otras palabras, la primera versión de lo que hoy los medios de difusión hegemónicos califican peyorativamente como cepo cambiario.

Si bien se intentó moderar el impacto de la restricción externa de divisas con una ley de promoción de las inversiones extranjeras en 1953, el exceso de regulaciones que establecía más la desconfianza en las regulaciones cambiarias hizo que su impacto fuese casi nulo, sin lograr casi ningún aporte al ingreso de divisas por esta vía.

Es imposible saber qué resultados habría logrado esta nueva versión moderada del nuevo modelo de desarrollo industrial mercado internista por la interrupción abrupta del sistema democrático a manos de la dictadura militar de 1955/58.

La segunda versión de gobiernos peronistas, después de más de diecisiete años de proscripción política, estuvo signada por un fuerte conflicto ideológico al interior del propio movimiento popular, que se manifestó en un explícito enfrentamiento entre el peronismo ortodoxo, en un arco ideológico que iba desde el populismo tradicional hasta el fascismo violento lopezrreguista, y la versión pretendidamente revolucionaria, con connotaciones marxistas, de gran parte de la juventud formada en la resistencia a la proscripción, respaldadas y luego conducidas por las “formaciones especiales”, apelativo edulcorado con el que Perón había caracterizado a las organizaciones guerrilleras surgidas durante la resistencia a la proscripción.

En la primera corta etapa de marzo a junio de 1973, si bien el predominio político en el gobierno correspondió a la izquierda peronista, la política económica estuvo a cargo de José Ber Gelbard, un empresario característico de la denominada burguesía nacional, surgida durante el primer gobierno peronista, respondiendo a una instrucción precisa de Perón al presidente Héctor J. Cámpora, muy allegado a los sectores de izquierda.

La política económica de Gelbard tuvo una fuerte impronta peronista tradicional, apoyada fundamentalmente en el Pacto Social entre entidades empresarias, sindicales y el Estado, desplazando a los grandes grupos económicos que tanto habían influido en los gobiernos anteriores, volviendo a un sistema de flotación administrada del tipo de cambio, instaurando un férreo control de precios y salarios en la economía, restaurando la nacionalización de los depósitos bancarios, administrados directamente por el Banco Central, con tasas de interés reales negativas, y recreando el control de las empresas públicas a través de la Corporación de Empresas Nacionales dependiente del Ministerio de Economía.

La política de ingresos y ampliación de la demanda interna se basó no sólo en el control de precios sino también en otras intervenciones como el congelamiento de los contratos de alquiler y un déficit fiscal creciente en favor de los sectores de menores ingresos. Esta conjunción de expansión de la demanda con control de precios fue generando una importante inflación reprimida y desabastecimiento de algunos productos de consumo masivo, que haría eclosión en la siguiente gestión ministerial.

Gelbard se propuso además sacar a la Argentina del modelo globalizador tradicional gestando acuerdos de comercio con la entonces Unión Soviética, pero la gran recesión mundial que se produjo a partir de la cartelización de los países productores de petróleo con la creación de la OPEP neutralizó en gran medida esa iniciativa.

Gelbard había logrado mantenerse en el ministerio después de la salida de Cámpora del gobierno y durante el interinato de Raúl Lastiri y se sintió respaldado por el retorno de Perón a la presidencia de la Nación en setiembre de 1973, pero la muerte del viejo caudillo menos de diez meses después de asumir llevó al gobierno nacional a María Estela Martínez, alias Isabelita, apoyada por el sector más reaccionario y fascista de la derecha peronista, liderado por José López Rega.

Así es como vuelve a asumir la conducción económica nacional, más de veinte años después de su primera experiencia, Alfredo Gómez Morales con su vieja receta ortodoxa de ajuste fiscal y monetario para intentar poner en caja el cuadro de desabastecimiento e inflación reprimida que Gelbard no había podido evitar, incluyendo una hiperdevaluación del peso del 100% en el mercado cambiario comercial y del 50% en el financiero.

El fracaso del ajuste intentado por Gómez Morales desembocó en la asunción de la conducción económica de Celestino Rodrigo a mediados de 1975, un ingeniero con escasos conocimientos de economía, cuyo “programa” se basó en un ajuste mucho más draconiano que el de su antecesor y que terminó recibiendo el apelativo de “rodrigazo” por el impacto desmesurado de sus medidas, consistentes en una nueva devaluación del 130%, un aumento de los combustibles del 170% y de las tarifas públicas entre 40 y 75% junto con un ajuste salarial de sólo 38%, lo que llevó a una inflación anualizada superior al 180%.

En el marco de una inestabilidad política creciente, que incluyó una licencia forzada de la presidente de la Nación, sustituida transitoriamente por el presidente del Senado de la Nación, Italo Luder, se sucedieron tres gestiones más en el Ministerio de Economía entre agosto de 1975 y marzo de 1976 (Pedro Bonanni, Antonio Cafiero y Emilio Mondelli) que no pudieron evitar la profundización de la crisis económica, con una inflación que en el primer trimestre de 1976 ya rondaba 1.000% anualizada.

La crisis política y económica de esta segunda experiencia fallida de gestión gubernamental del peronismo dio sustento a la irrupción del golpe militar con el que daría comienzo la dictadura más sanguinaria de la historia argentina.

Después del fracaso económico del gobierno de Raúl Alfonsín, luego de recuperada la democracia, con los planes Austral y Primavera mediante, la economía argentina se encontraba al borde de la hiperinflación y con una fuerte fuga de capitales, lo que llevó al adelanto de las elecciones presidenciales y la asunción anticipada de quien resultó ser la nueva figura del peronismo después de las elecciones internas que lo ungieron como candidato a presidente: Carlos Saúl Menem.

Menem ganó las elecciones presidenciales con un discurso que reivindicaba las viejas banderas del peronismo originario, sintetizadas en su principal consigna:  la “yevolución productiva” que volvería a recuperar la demanda de los sectores postergados y el mercado interno.

La designación como ministros de economía de dos ejecutivos de uno de los grupos económicos más grandes de la Argentina (Bunge y Born) parecía perseguir el objetivo de rescatar la idea de la burguesía nacional emprendedora que había caracterizado a las dos primeras experiencias gubernamentales del peronismo, aunque en esta nueva versión se estaba apoyando en un grupo económico concentrado que había hecho su principal acumulación capitalista con el negocios de las exportaciones agropecuarias y no con la industria sustitutiva de importaciones.

El programa económico que quisieron aplicar Miguel Roig y Néstor Rapanelli del grupo BB, basado en un ajuste fiscal y monetario ortodoxo apoyado en dos leyes, una de emergencia económica y otra de reforma del Estado, no logró revertir la aguda crisis heredada y el ensayo duró apenas algo más de seis meses, tras los cuales el año 1989 terminó con una inflación de más de 3.000%, una caída del PIB superior al 7% y un índice de pobreza del 47%. Ante ese fracaso asumió la conducción económica nacional Antonio Erman González, un dirigente político de extrema confianza del nuevo presidente, aunque con escasos conocimientos de economía.

Erman González estuvo a cargo del Ministerio de Economía menos de 14 meses durante los cuales ensayó cuatro variantes de su política económica, intentando detener la hiperinflación y el default de la deuda pública, con un conjunto de medidas progresivas de ajuste (“flotación sucia” del tipo de cambio, reducción de derechos de exportación, Plan BONEX, ajuste fiscal, restricción monetaria, aumento de tarifas e impuestos e inicio de privatización de algunas empresas públicas).

Estas medidas no dieron los resultados esperados y 1990 terminó con una inflación mayor al 2.300%, una caída del PIB del 2,5%, una desocupación del 7,4% y un índice de pobreza de casi 34%.

Ante este nuevo fracaso, Menem designa ministro de Economía en marzo 1991 a Domingo Felipe Cavallo, quien había estado al frente del Banco Central en la última etapa de la dictadura genocida. Con la asunción de Cavallo se termina de dejar de lado la idea de la “yevolución productiva” basada en el mercado interno y el gobierno “peronista” comienza a alinearse con los principios neoliberales derivados del denominado “Consenso de Washington”, sustentado a finales de los ‘80s por los organismos internacionales instalados en esa ciudad (FMI, Banco Mundial y BID) y la Secretaría General del Tesoro de los EEUU.

En marzo de 1991 Cavallo lanza el Plan de Convertibilidad, cuya medida más destacada fue la reforma monetaria, reemplazando al Austral, creado en 1985, por el nuevo Peso convertible en dólares a la paridad 1 a 1, con una devaluación implícita de la nueva moneda del 40%, quedando establecido un tipo de cambio fijo entre el peso y el dólar, con lo cual el tipo de cambio real pasó a depender sólo de lo que sucediera con la evolución de los precios internos.

La paridad fija del peso con el dólar “para siempre” quitaba de en medio una de las causas básicas del proceso inflacionario, la denominada “inflación cambiaria”, cosa que se complementó en ese momento con otras medidas, como la llamada “desindexación” obligatoria de los contratos y deudas. El gran problema a partir de ese momento no iba a ser ya la inflación sino la disponibilidad de divisas para sostener no sólo la demanda para crecimiento de la economía sino también el grado de monetización de una actividad económica creciente. 

Para lograr la provisión de divisas necesaria para evitar la iliquidez monetaria se llevó a cabo la privatización masiva de empresas públicas que pasaron de propiedad estatal a privada. Y no fueron sólo aquellas empresas privadas que se habían estatizado para conservar las fuentes laborales, sino fundamentalmente las más emblemáticas en sectores estratégicos de la economía en las que se había basado la política peronista de las gestiones anteriores. A este proceso inédito en un gobierno “peronista” de lo llamó “venta de las joyas de la abuela.

Como el compromiso oficial de convertir pesos a dólares se limitaba a la base monetaria emitida por el BCRA (billetes y monedas en circulación más depósitos de bancos en el Central), que no alcanzaba a la expansión secundaria que sobre esa base realizan los bancos mediante préstamos al sector privado, aparecieron las dudas respecto a si la autoridad monetaria podría cumplir, llegado el caso, con la garantía de todos los depósitos del sistema financiero, y comenzó a instalarse la cuasi certeza de que la convertibilidad 1 a 1 no podría sostenerse a mediano plazo.

Para colmo, la crisis financiera global producida a fines de 1995 con la deuda externa de México, conocida como “efecto Tequila”, introdujo un factor adicional de desconfianza en la sostenibilidad de este esquema de política económica, agravado por la renuncia de Cavallo por motivos políticos, relacionados con el caso Yabrán, y la asunción de Roque B. Fernández en agosto de 1996, quien venía ejerciendo la presidencia del Banco Central desde 1991.

R. Fernández, con una formación académica netamente ortodoxa, se dedicó a tratar de sostener la consistencia de la política fiscal con una política monetaria pasiva, como la que surgía de la Convertibilidad, cosa que logró a pesar de sufrir dos nuevos shocks externos, como fueron la crisis financiera del Sudeste Asiático en 1997 y la cesación de pagos de la deuda externa de Rusia en 1998.

El clima de incertidumbre creciente sobre la continuidad de la Convertibilidad y los riesgos de su abandono para ahorristas y deudores en dólares incidió en las elecciones presidenciales de 1999 para que el electorado optara por el candidato opositor, Fernando de La Rúa, que prometía sostenerla, antes que por el “oficialista”, Eduardo Duhalde, que hablaba de revisarla.

De todos modos, esta experiencia neoliberal-populista del peronismo menemista no estalla en manos de sus precursores sino en la de sus sucesores aliancistas, que de la mano final del propio Cavallo llevó al estallido económico-financiero más grave de todo el siglo pasado por tratar de sostener la fantasía menemista de la Convertibilidad con tipo de cambio fijo por más de diez años.

Después de la debacle política, económica y financiera de finales de 2001, la clave de la salida de una crisis que podría haber sido peor fue la presidencia interina del peronista Eduardo Duhalde, que había compartido fórmula presidencial con Carlos Menem, y que tuvo como ministros de economía a Jorge Remes Lenicov y a Roberto Lavagna en el corto período de menos de un año y medio.

La gestión de Remes fue de sólo cuatro meses, pero resultó crucial para sentar las bases fundamentales de la salida de la convertibilidad de la manera menos traumática posible. Obviamente se trató de una política económica contingente con objetivos casi exclusivamente de corto plazo para evitar un colapso peor.

El plan consistió básicamente en un conjunto de medidas de emergencia para volver de la convertibilidad a la pesificación de la economía, de manera asimétrica entre depósitos y deudas bancarias, respaldada por un conjunto de medidas adicionales que incluyeron un ajuste fiscal importante, una política monetaria restrictiva, la pesificación de contratos privados y la reasunción del rol de prestamista en última instancia del Banco Central.

El reemplazo de Remes Lenicov por Roberto Lavagna brindó una mayor cuota de certidumbre al nuevo esquema económico que se fue profundizando con medidas complementarias más acordes con la concepción peronista tradicional, incluyendo el default con el Fondo Monetario Internacional y la creación de programas de apoyo social como el plan de asignaciones a jefes y jefas de hogar, el plan REMEDIAR para la provisión de medicamentos gratuitos a los sectores sociales marginados y el Programa de Empresas Recuperadas, a manos de sus empleados y obreros.

Las gestiones económicas de este gobierno de transición lograron la misión casi imposible de salir de la convertibilidad y recuperar no sólo la soberanía monetaria sino también la posibilidad de volver a hacer una política económica y financiera autónoma, que dejaron sentadas las bases para que el siguiente gobierno pudiera retomar un ciclo de reactivación y crecimiento económicos sobre la base de las convicciones originarias del peronismo.

La elección de Néstor Kirchner como presidente en mayo 2003 ratificó el retorno a los principios originarios del peronismo, y lo hizo confirmando como ministro de economía a Roberto Lavagna, quien había logrado recuperar la confianza de buena parte del empresariado y operadores financieros.

La nueva gestión de Lavagna duró dos años y medio y se orientó a consolidar las medidas iniciales de salida de la convertibilidad manteniendo un tipo de cambio real elevado y competitivo, sosteniendo los denominados superávits gemelos (el de la balanza de pagos externa junto con el del presupuesto fiscal), renegociación de la deuda pública defaulteada a fines de 2001, con una quita de capital del 60% y una “Ley Cerrojo, que impedía otorgar quitas menores a acreedores que no hubieran aceptado la renegociación original.

En las dos gestiones posteriores a la de Lavagna –Felisa Miceli y Miguel Peirano– se destacan la cancelación total de la deuda con el FMI, para evitar las condicionalidades sobre la política económica, y la aplicación de políticas de promoción de inversiones orientadas a las actividades industriales. 

A medida que el proceso inflacionario comenzó a recuperarse al calor de la reactivación productiva, volvió a aplicarse una política fuerte de control sobre los formadores de precios de distintos sectores, al mejor estilo peronista originario, que culmina a fines de 2007 con la controvertida decisión de intervenir el INDEC, para que registrara los precios controlados en sus relevamientos y no los reales.

Pero lo importante es que durante esta gestión de retorno a los principios peronistas tradicionales el aumento del PIB fue del 52%, con un promedio anual cercano al 9% (bautizadas como tasas de crecimiento “chinas”), la tasa de desempleo que en 2002 había rondado el 20% se redujo al 8,5% y la pobreza bajó del 54% a poco más del 20%. Y lo más destacado fue la reducción de la deuda externa que bajó de 148 MM de dólares a poco más de 120 MM, lo que implicó una reducción del 47% en la relación deuda/PIB.

La sucesión presidencial de Cristina Fernández implicó una profundización de la impronta peronista en la gestión que por tal motivo comenzó a experimentar la resistencia de sectores políticos y económicos también tradicionalmente antiperonistas, principalmente ligados a los sectores financieros y agropecuarios. Tuvo tres ministros de economía en su primer mandato presidencial.

El primero fue Martín Lousteau, que siendo de otro origen político, fue el artífice de una medida de política económica típicamente peronista: la célebre Resolución ME 125/08 sobre retenciones móviles a algunos productos primarios exportables como medida para contrarrestar el impacto inflacionario interno del aumento de los precios internacionales de esos productos.

La reacción de los sectores afectados implicó cortes de rutas en todo el país y el “lock out” de productores a un gobierno que había asumido apenas cuatro meses antes. Y la consecuencia fue la renuncia de ministros y el debilitamiento político del gobierno recién asumido, sobre todo por la defección del vicepresidente de la Nación, Julio Cobos, a favor del sector sedicioso.

Las dos gestiones económicas posteriores de este período presidencial (Carlos Fernández y Amado Boudou) se llevaron a cabo en este marco de falta de consenso político; ya había pasado el temor de un estallido social terminal, como el que se insinuó desde finales de 2001 hasta mayo de 2003, y ahora los factores de poder económico volvían a sentirse fortalecidos para condicionar los objetivos de crecimiento con redistribución que se planteaba el nuevo gobierno, que de todos modos logró consolidar la recuperación económica basada en el mercado interno -viejo lema peronista- con un crecimiento del PIB superior al 14% entre 2008 y 2011, a pesar de la caída del 6% en 2009 por la crisis financiera internacional, y la tasa de desocupación apenas superó el 7% en 2011.

En la segunda gestión de Cristina Fernández, con Hernán Lorenzino primero y Axel Kicillof después, el objetivo de mantener el crecimiento económico sobre la base del fortalecimiento de la demanda y el mercado interno, viejo lema peronista, se vio condicionado por la reaparición de la restricción externa comercial, derivada del retraso cambiario real (aumento de los precios internos por encima del tipo de cambio nominal) y de la característica estructural del aparato productivo que hace que las importaciones crezcan en porcentaje el triple de lo que aumenta el PIB, mientras las exportaciones aumentan menos o se estacan, según las condiciones de los mercados internacionales.

Entre 2012 y 2015 el PIB “creció” sólo 1,4%, con dos años de caída y dos de recuperación, mientras el promedio anual de aumento de precios fue del 16% (más de 21% anual en 2014/15), lo que implicó que a partir de 2011 comenzara el estancamiento con inflación (estanflación) y el retorno a la dinámica de “stop and go” (parar y arrancar) de manera sucesiva.

Parecería que en algunos economistas peronistas/kirchneristas persiste una concepción doctrinaria keynesiana tradicional basada en economías cerradas que no toman en cuenta la influencia de la brecha externa en los determinantes de las posibilidades de pleno empleo en países periféricos con insuficiencia de divisas y consecuente endeudamiento externo.

En estas condiciones la atención de los operadores económicos pasó a centrarse en la evolución de las reservas de divisas del Banco Central más que en las medidas sobre la economía real y la principal preocupación del gobierno pasó a ser cómo evitar el drenaje de divisas con medidas de control directo, anatematizadas con el apelativo de “cepo cambiario”.

Todas estas medidas, no lograron evitar que el gobierno intentara reducir la brecha cambiaria con el mercado paralelo (“blue”) mediante una devaluación del 26% en enero de 2014, que no sólo no logró calmar la demanda, sino que fue lo que hizo que la inflación pasara del 10% en 2013 a más de 21% promedio anual y no volviera a bajar de ese nivel.

La frustración de no poder sostener la reactivación económica y el crecimiento sólo con la demanda y el mercado interno tuvo como consecuencia hereditaria que el PIB de 2024 haya sido inferior al de 2011 con ningún año intermedio que superara esa marca.

La última versión de gestión de gobierno con impronta peronista/kirchnerista fue bajo la presidencia de Alberto Fernández, después del segundo experimento neoliberal durante la presidencia de Mauricio Macri, que dejó como herencia el mayor aumento de la deuda externa después de la dictadura genocida (60%), una inflación anual del 53% en 2019, una tasa de pobreza superior al 35%, una desocupación del 10% y una caída acumulada del PIB del 4% en cuatro años.

Este panorama limitó severamente las posibilidades de una política económica expansiva y redistributiva y obligó a una política de emparches para tratar de superar esas restricciones, que inicialmente estuvo a cargo de Martín Guzmán en el Ministerio de Economía. Entre esos emparches estuvo la renegociación de los compromisos externos acuciantes del sector público, tanto con acreedores privados como institucionales (FMI, Club de París). 

Además de la refinanciación con los acreedores privados, que tuvo como eje la extensión de los plazos de vencimiento y la reducción significativa de la tasa de interés nominal, la novedad para un gobierno de extracción peronista fue la renegociación con el FMI que consistió en la sustitución del escandaloso crédito contingente del gobierno anterior por un crédito de “facilidades extendidas” a mediano plazo con condicionalidades importantes para la política económica a mediano plazo y que fue resistida por gran parte del kirchnerismo.

Así y todo, con esto no se logró eliminar “cepo cambiario”, reactivado por el neoliberal gobierno anterior, para contener la demanda de divisas, potenciada no sólo por la evolución de la balanza de pagos externa sino, fundamentalmente, por la creciente dolarización de hecho de la economía, que lleva a la mayoría de los actores económicos internos a tratar de valorizar sus excedentes financieros en divisas y atesorarlos fuera del sistema bancario (los famosos “dólares en el colchón”).

Tampoco pudo esta gestión de gobierno recuperar algo muy caro a la tradición peronista como es algún control del comercio exterior, en manos de un puñado de multinacionales que hacen de las exportaciones de granos un verdadero monopsonio, con infinidad de oferentes (productores) frente a media docena de demandantes que imponen sus condiciones maximizando sus ganancias. El intento del gobierno por tomar el control de uno de los principales exportadores en el marco de una crisis financiera auto infligida (el grupo Vicentín) fracasó por debilidad política y colusión de intereses en el ámbito judicial.

Hay que reconocer que, además de su debilidad política intrínseca y falta de objetivos económicos claros, esta gestión “peronista” debió afrontar tres shocks externos de envergadura: la pandemia de COVID19, la guerra entre Rusia y Ucrania que afectó el comercio internacional, sobre todo de granos, y la gran sequía de 2022/3 que produjo la mayor caída de exportaciones de la historia reciente.

No obstante, este escenario complejo por la crisis cambiaria y de endeudamiento heredada del gobierno anterior, como los impactos externos aludidos, no alcanzan para explicar la ausencia de un modelo de política económica que no existió como tal y que no evitó la profundización de los dos fenómenos más acuciantes para la economía argentina: la elevadísima inflación crónica y la creciente dolarización de la economía.

El año y medio de gestión económica a cargo de Sergio Massa al final de este período presidencial se limitó a tratar de evitar una nueva crisis terminal por fuga masiva de divisas en el marco de indicadores más que preocupantes: el PIB en 2023 se contrajo nuevamente 1,5% dejando un crecimiento acumulado de sólo 3% con relación a 2019, el índice de pobreza trepó al 42% en el segundo semestre de 2023 y la tasa de inflación, que había llegado a más del 70% en 2022, escaló al 160% en 2023, insinuando el riesgo de un nuevo proceso hiperinflacionario.

¿Qué conclusiones podrían extraerse del derrotero económico de las distintas versiones del peronismo gobernando? Varias conclusiones, entre las que podemos sugerir algunas para reflexionar y debatir:

  1. De los treinta y siete años que estuvo a cargo del gobierno nacional en los últimos 80 años, sólo en diecisiete (1946-55 y 2003-11) el peronismo pudo llevar a cabo de manera más o menos explícita una política económica heterodoxa de desarrollo productivo basado en la recuperación de la demanda y el mercado interno, con aumento del empleo, reducción de la pobreza y mejoras en la distribución del ingreso.
  2. Durante casi ocho años un gobierno de neto origen peronista (nadie podría rebatir ese origen político de Carlos Saúl Menem) aplicó a conciencia una política económica claramente neoliberal, alineada con los principios del Consenso de Washington, comandada por un economista de formación definidamente ortodoxa, ex funcionario de la dictadura que había instalado por primera vez esa concepción económica como política de gobierno.
  3. En los restantes doce años, con distintos matices heterodoxos, los gobiernos de cuño peronista no llegaron a consolidar metas de política económica orientadas a rescatar un modelo de desarrollo económico autónomo, socialmente equitativo e inclusivo porque estuvieron avocados a enfrentar y tratar de superar, no siempre con éxito, los desatinos de gobiernos de otro origen ideológico, entre los que se destacan el crecimiento desmesurado de la deuda externa, la inequidad distributiva, la exclusión social creciente, la alta inflación crónica y la reaparición recurrente de la restricción externa de divisas cada vez que se intentaba recuperar el crecimiento de la actividad económica interna.

Además de estas conclusiones retrospectivas, a futuro habría que tomar en cuenta también los cambios que se verifican en los últimos años no sólo en la estructura económica argentina sino también en su conformación social, por supuesto como consecuencia del devenir económico pasado, entre los que se pueden destacar:

  • La estructura del empleo se ha ido deteriorando progresivamente, con más de un 40% de trabajo informal, entre monotributistas y gente empleada “en negro”, y la pregunta es si eso se resuelve con políticas que recuperen la formalidad actual de los contratos de trabajo o si es necesario revisar la legislación laboral, cosa a la que el peronismo siempre se ha opuesto. Si no se replantea esta cuestión habrá que tener en cuenta no sólo que la CGT no represente a mucho más de la mitad de los trabajadores, sino que el resto de la fuerza laboral la perciba como un privilegio que los deja afuera y opten, como parecen estar haciéndolo últimamente, por otras alternativas políticas.
  • Desde la gravísima crisis de 2001, el aumento creciente de la exclusión de amplios sectores sociales fue atendida por los gobiernos peronistas sucesivos mediante prestaciones sociales a cargo del Estado, incluyendo asignaciones monetarias directas. Si bien esto puso de manifiesto la clara sensibilidad de estos gobiernos para afrontar la exclusión social, la persistencia de estos programas por muchos años indica que la exclusión no sólo no cede sino que se institucionaliza y que es necesario definir otros mecanismos para la reinserción definitiva de los sectores excluidos, tomando en cuenta también que la persistencia de este esquema genera resistencias y rechazos entre quienes logran superar la exclusión social por sus propios medios.
  • En el corriente siglo se puede percibir el auge de actividades “productivas” no tradicionales sustentadas en el desarrollo de servicios vinculados con las tecnologías digitales, tanto físicas (hardware) como virtuales (software), con gran capacidad de atracción de inversiones y generación de utilidades y empleo, superando en muchos casos el liderazgo de las actividades industriales en el desarrollo económico reciente. Parafraseando al filósofo surcoreano Byung-Chul Han, el mundo de las “no-cosas” se va imponiendo en el devenir de la humanidad.
  • Asociado con el punto anterior, ha ido surgiendo en los últimos años una clase empresarial más versátil y emprendedora, renuente a los controles y regulaciones estatales. Las políticas públicas futuras deberían encontrar la forma de interactuar con esta “nueva burguesía” asumiéndola como aliada y no como contrincante en los objetivos de desarrollo.

La factibilidad de que el peronismo recupere un liderazgo político que le permita llevar a cabo nuevamente un proyecto de desarrollo económico y social con crecimiento continuo y equidad social dependerá en gran medida de que pueda tomar en cuenta estos cambios con respecto a la realidad que le dio origen.

Acerca del autor / Daniel Novak

Docente de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, Ex – Coordinador de la Licenciatura en Economía @novak_daniel

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