Detrás del relato de “nueva normalidad” producto de la pandemia de Covid-19 pueden esconderse intereses de toda índole. Lejos de presentar una teoría “conspiranoica”, este artículo pone el foco en el peligro que corre lo más genuino del fútbol: el público en los estadios.
¿Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie.
Eduardo Galeano
Los diferentes confinamientos en el mundo para frenar la curva de contagios sólo fueron posibles hasta que el mercado puso el grito en el cielo. El poder económico presionó para que la rueda de la industria continúe girando a pesar de la crisis sanitaria, y el fútbol profesional no fue excepción.
Hubo breves y también extensas suspensiones en las ligas profesionales del mundo. Los únicos dos países que nunca pisaron el freno en sus competencias fueron Bielorrusia y Nicaragua. En el caso de nuestro país, se trató de una de las vueltas más dilatadas. De hecho fue la anteúltima reanudación en la Confederación Sudamericana de Fútbol (CONMEBOL), sólo antes que Bolivia.
De esta manera, volvió a rodar el balón nacional paulatinamente. Primero los equipos que disputaban la Copa Libertadores de América, luego la Primera División y por último las categorías de ascenso, de modo escalonado. En el transcurso ha corrido mucha agua turbia bajo el puente de la industria. Clubes en rojo –acrecentando sus históricas deudas-, jugadores sin cobrar, vacíos legales, acusaciones de aquí y allá. Además del préstamo de la FIFA para bancar la inactividad, hubo un actor que terminó significando el oxígeno para que los clubes más importantes no se derrumbaran: la televisión.
Cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía, suele afirmar nuestro pueblo. Una fusión de dos grandes multinacionales dedicadas al negocio comunicacional es la razón de tan noble gesto de desembolsar millones y millones para que la mayoría de los clubes argentinos no se endeuden –aún más-. Resulta que la corporación Disney, dueña de ESPN, adquirió Fox y provocó cambios a escala mundial. Muchos países, entre ellos Argentina, aún no han definido judicialmente si se trata de una fusión monopólica. Lo cierto es que para ver las competencias deportivas más importantes del mundo hay que sintonizar los canales de la nueva hegemonía de transmisiones deportivas.
Los derechos de televisación del fútbol argentino pertenecen –hasta que un juez diga lo contrario- a Fox y TNT Sports. Visto y considerando la situación descripta, es entendible que las cadenas deportivas hayan pagado todos los meses como si los partidos se hubieran jugado y transmitido. Esperaban un guiño de la AFA para renovar por cinco años más sus jugosos contratos. Sin embargo, la casa madre del fútbol nacional decidió romper el vínculo unilateralmente con Fox y renegociar el 50% de esos derechos televisivos.
¿Cuál es el análisis más rápido y evidente? El dinero, intereses y ganancias que mueve el fútbol son por lo menos escandalosos. Permiten que dos corporaciones transnacionales paguen durante casi ocho meses sin recaudar, a sabiendas de que el negocio es totalmente seguro y rentable. Otro punto es, una vez más, la presión asfixiante de las corporaciones sobre las decisiones institucionales. Queda el margen de sospecha sobre quién tiene mayor poder de decisión sobre el momento en que debía volver el fútbol profesional argentino, ¿el gerente de una multinacional o una autoridad nacional?
Atacar la historia
Para entender este vínculo carnal entre el deporte nacional más popular y la televisión es menester recorrerlo históricamente: el primer partido televisado en vivo en nuestro país data el 18 de noviembre de 1951. River y San Lorenzo se enfrentaron en el Viejo Gasómetro y fue transmitido por Canal 7. Se trató de la segunda transmisión en vivo, ya que la primera había sido un mes atrás en un día más que simbólico. El 17 de octubre de ese año, una multitud se reunió en la Plaza de Mayo para aclamar a Juan Domingo Perón y a Evita en la celebración del Día de la Lealtad Peronista.
Más de 30 años tuvieron que pasar para que finalmente la televisación del fútbol se privatice y se transforme en el privilegio de unos pocos. La nostalgia de las y los futboleros podría alivianar lo perverso de la mercantilización cultural. El 4 de agosto de 1985 se emitió por primera vez el programa que monopolizó los goles del fútbol argentino y que se convertiría en un clásico de la televisión argentina: Fútbol de Primera, propiedad de Torneos y Competencias de Carlos Ávila. La característica principal del capital es acumularse y expandirse, por eso no sorprende que, tiempo después, un acuerdo entre Torneos y Competencias y Clarín diera origen a Televisión Satelital Codificada (TSC), sociedad anónima que transformó al fútbol televisado en un producto Premium. El famoso “fútbol codificado”, sistema por el cual se paga un abono extra al cable y en el cual la televisión es quien toma las decisiones más importantes referidas a la organización del fútbol.
Sin embargo, en 2009 ocurrió un hito histórico que interrumpió y pausó la privatización. El 20 de agosto de ese año, ante el riesgo de no comenzar el torneo por deudas de muchos clubes, Julio Grondona –todavía presidente de AFA- anunció que su nuevo socio televiso sería el Estado durante los próximos 10 años. Así nació el ya extinto “Fútbol para todos” y la liberación de partidos para todo el público a través de los canales de aire. El término “pausa” no fue casual. En 2017 el gobierno de Cambiemos decidió incumplir una de sus promesas de campaña y barrió Fútbol para Todos en pos de devolverle los derechos televisivos a los tentáculos privados. La historia continúa en desarrollo.
El Mundial simbólico
La pandemia produjo un escenario totalmente inimaginable para el deporte más popular del mundo. Ni el más optimista de los empresarios televisivos habrá osado pensar en partidos sin hinchas en los estadios. El público es la esencia del espectáculo. Estrategias como Zoom con simpatizantes, socios pagando para que su imagen aparezca en cartón en las tribunas o alientos virtuales sólo acrecientan el marketing y la pasión pasa a ser un bien más de valor.
He aquí el peligro constante de la pasión: su mercantilización absoluta. Antes del Covid, la industria del fútbol había conquistado casi todo. Solo basta con recordar que hasta los festejos de los goles, demostración auténtica y pasional si las hay, han sido confiscados por el mercado. Jugador que marca un gol y se saca la camiseta para una dedicatoria o simple expresión pasional, recibe el castigo de tarjeta amarilla por no exhibir los sponsors oficiales en el momentos más importante y mediático del juego. Ejemplo de ello es la amonestación y multa que recibió Lionel Messi hace algunas semanas por hacer un gol y festejar con la camiseta que Maradona había usado en su paso por Newell´s, en un claro gesto de homenaje.
La venta de entradas no hace la diferencia en el balance de los grandes clubes. Sí la cesión de derechos televisivos y, obviamente, los contratos de publicidad y sponsoreo. Por eso no es de extrañar que algunos vean beneficios extras sin espectadores. La logística para organizar un partido se simplifica. Se necesitan menos operativos de seguridad y los empleados de eventos deportivos no son tenidos en cuenta por la racionalidad instrumental. Queda pequeño pero no menos importante las consecuencias sobre aquellos y aquellas que viven del encuentro popular, como lo son los vendedores ambulantes, parrilleros, choferes y otras actividades.
Hasta el momento la referencia es sobre clubes grandes. Los equipos del ascenso argentino, en sus diferentes niveles, no entran en el gran negocio de la televisación. Si ya en Primera División el reparto no es equitativo, esta tendencia aumenta hacia las categorías menores. Sin grandes contratos, una de las recaudaciones más significativas de estas instituciones es la venta de entradas promovida en los partidos. Con muchas dificultades, los clubes menos marketineros -pero con mucha historia e identidad- hacen malabares para seguir abriendo sus puertas.
El campeonato que nunca se toma pausa es el simbólico. Sin caer en una apología al rompimiento del distanciamiento social y cuestionando los descuidos sanitarios, la cultura futbolera nacional es la esperanza contra los intereses económicos de las corporaciones. El pueblo continúa agarrando su camiseta y convocándose atrás de un micro, en bares o en las adyacencias de los estadios. Incluso en las terrazas de casas alrededor de las canchas, cuyo caso más llamativo fue en el clásico en la Primera “C” entre Alem y Luján en General Rodríguez.
Con sus avances y retrocesos, el fútbol ha significado en nuestro país el encuentro de públicos heterogéneos unidos por una misma pasión. Este contexto es inédito. El desafío es no permitir otra monetización del aliento. No regalar la identidad colectiva. No aceptar el pago de un pack Premium de partidos como el aporte de una cuota social. Y, sobre todo, no naturalizar a un hincha como un televidente.
Acerca del autor / Nehemías Zach Capdevilla
Licenciado en Comunicación Social (UNLaM). Fue becario Fullbright – Ministerio de Educación de la Nación para el programa intercultural “Friends of Fullbright” (2017). Actualmente coordina el Área de Comunicación de la Secretaria de Desarrollo Social del Municipio de La Matanza. Ex jugador de futbol profesional.