Habiendo pasado un tiempo de las últimas elecciones nacionales y del debate presidencial, y con nuevas perspectivas, una reflexión acerca de las encuestas, los números y las formas de control de la palabra política en los debates
En las últimas tres semanas se ha hablado de cinco tipos de números o porcentajes relacionados con la política: cuatro de ellos utilizados para producir y presentar la voluntad general y el restante para intervenir sobre la definición de la identidad del nuevo gobierno emergente.
Con el primero nos referimos a los números o porcentajes de las encuestas. Estos, como sabemos, se vinculan con un referente diferido: los números describen un hecho que se produce posteriormente en el tiempo. Hay una especificidad, en estos casos, en la construcción del dato: la descripción del hecho es anterior a que el hecho se produzca.
El segundo alude al número de los bocas de urna. Estos son una continuidad de los datos de las encuestas: más cerca del hecho, también lo anticipan. De este modo, el objeto es abordado en distintas aproximaciones temporales y, cuando finalmente aparece – en los escrutinios -, su lectura está condicionada por esas descripciones previas. Algo que es presentado cuando aún no existe, al aparecer lo hace condicionado por las imprecisiones de esas presentaciones anticipadas.
El número electoral en estos dos casos, entonces, es un número decididamente inestable o impreciso. Existe – a través de las encuestas y los bocas de urna – antes del hecho y, más aún, ocupando el lugar del hecho. Está claro: si decepcionan es porque se les atribuye el carácter de verdad sobre el resultado. Son el resultado mismo. O su anticipación: un viaje exacto al futuro de las decisiones de los electores.
Bien: esa inestabilidad o imprecisión no termina allí.
Hay un tercer tipo de número: el de los resultados presentados por las autoridades electorales o políticas en los medios de comunicación, el día de la elecciones. Este es un número construido en base a la manipulación de la heterogeneidad electoral: por ejemplo, si se carga menos el voto del conurbano con respecto a otras regiones del país, ese número que se presenta será también inestable o impreciso porque en él estará subrepresentado el espacio electoral con mayor proyección de voto en ese distrito. De este modo, este es un número que se construye con el desequilibrio territorial de la carga. Así, la democracia está sometida a la creación de climas a través de las tecnologías estadísticas y sus repercusiones mediáticas.
Pero, en este tercer tipo de números, estamos ante otro tipo de problema: ya no el que se genera como consecuencia de describir el resultado antes de que ese resultado se produzca, sino el que nace de interferir el resultado mientras el resultado se está produciendo. No hay aquí la intervención de dos tiempos. Hay un único tiempo pero acelerado: se presenta la voluntad general antes de que esta termine de constituirse. Dos operaciones estatales se interfieren: mientras una de ellas desarrolla de modo supuestamente neutral el procesamiento contable de la voluntad general, la otra interviene manipulando los números parciales de esa voluntad general a través de la modificación de la rutina de la carga.
La paradoja, en este caso, es que la voluntad general es presentada de modo fraccionada: su contabilidad parcial y acumulativa se expresa a través de cortes temporales televisivos. Lo que se ve en las pantallas son partes de una totalidad que sólo aparecerá varios días después en el escrutinio definitivo. ¿Cuál es la anomalía? La presentación de la voluntad general antes de que ésta esté totalmente constituida. Es decir: su adelanto en diversos fragmentos temporales.
En todos los casos, hay una necesidad de anticiparse al resultado final: las encuestas, las bocas de urnas y la presentación de resultados parciales son todas tácticas de una carrera por llegar más rápida al futuro. Son, todos ellos, instrumentos de una demanda de aceleración temporal. Lo que moldea las formas de presentación de la voluntad general es la generalizada acumulación social de la ansiedad.
Hasta aquí, la interpretación política de los resultados electorales se produce sobre tres imprecisiones: los números de las encuestas y bocas de urna y los números de los escrutinios provisorios. De algún modo, el análisis político se desarrolla sobre un vacío: sobre varias construcciones imprecisas o manipuladas de la voluntad general. Hay, por supuesto, fuertes procesos de producción de sentido en estas comparaciones entre datos distorsionados. Asistimos a la disolución final de toda forma de objetividad: la exactitud de la ciencia describiendo un objeto cae definitivamente cuando lo que cae es la exactitud de los números y porcentajes. La última trinchera de la verdad absoluta es arrollada por la semiosis: la voluntad general que da fundamento a la política, a la vez, es interferida por prácticas políticas.
Luego hay un cuarto número: el del recuento definitivo que, en general, es el que pone de manifiesto la inestabilidad o imprecisión de todos los números anteriores. Alrededor de ese número, finalmente, se establece un pacto de verdad entre todos los actores del sistema político y la sociedad. Pero antes de la aparición de este, la voluntad general, la fuente de legitimidad de todo el sistema democrático, está sometida a una serie de operaciones de anticipación fallida, de fraccionamiento de su presentación pública e interferencia sobre sus resultados provisorios. Cuando, finalmente, la voluntad general irrumpe de modo diferido con el escrutinio definitivo, todos los análisis ya se produjeron con los números inexactos.
Los modos de fragmentar el discurso político
Además, el fraccionamiento de los modos diversos, imprecisos y manipulados con los que se presenta la voluntad general ante la ciudadanía, es antecedido por el fraccionamiento del discurso político en las estructuras muy regladas de los debates electorales.
Ambos debates políticos recientes entre los candidatos presidenciales duraron 135 minutos. Pero cada candidato habló sólo 13.45 minutos. Por lo cual, cada uno de ellos estuvo 121, 55 minutos en silencio. A la vez, esos 13.45 minutos estuvieron fraccionados en 14 cortes. 45 segundos de presentación, 2 minutos por cada uno de los cuatro temas, 30 segundos para responder o agregar a los que dijeron los otros candidatos en cada uno de los temas, 30 segundos finales de cierre de cada temática, más 1 minuto final de cierre del debate. Por lo tanto, cada una de esas 14 fracciones duró en promedio un minuto. Es decir: cada vez que un discurso tomaba velocidad se encontraba con el cronómetro que lo interrumpía. La lógica general de estos espacios es el fraccionamiento.
Esas recurrentes intervenciones de las reglas interrumpiendo el despliegue de los discursos parecen tener como objetivo mantener la palabra política bajo control. Se sabe: desde Ernesto Laclau a Eliseo Verón lo específico del discurso político es el conflicto. Por eso, si las reglas del debate dificultan el desarrollo de la polémica entre los candidatos, entonces, lo que se debilita es la posibilidad del discurso político mismo. El formato elegido tiende a poner bajo control el modo de producción de la política: tratando de llevar a su mínima expresión la diferenciación y los conflictos.
Acerca del autor / Daniel Rosso
Sociólogo. Periodista. Docente en UBA y UNTREF. Ex Secretario de Comunicación de la Ciudad de Buenos Aires. Ex Subsecretario de Medios de la Nación. Autor de “Máquinas de Captura. Los medios concentrados en tiempos del Kirchnerismo.” Colaborador de las revistas Contraeditorial, Hamartia y Le Monde Diplomatique, entre otras