Desde el momento en que Donald Trump se convirtió en el 45º presidente de Estados Unidos, muchísimos analistas se han volcado a insistir que representaba una versión norteamericana del fascismo, sobre todo contraponiéndolo a la figura de Joe Biden que sería un retorno al liberalismo tradicional.
Así Noam Chomsky limita el fascismo al gobierno de Donald Trump e insistiendo que fue un “proto fascismo neoliberal” y que ha establecido un Partido Trumpo-Republifascista. En cambio, para el historiador marxista Paul Street, coincidiendo con el escritor Adam Gopnik, en 2016 Hillary Clinton era “la candidata neoliberal de Weimar”, en alusión a la República previa al surgimiento del nazismo alemán. O sea, si hubiera triunfado Hillary no habría fascismo norteamericano. Hasta el economista Robert Reich, ex secretario de Trabajo de Bill Clinton, insiste que Trump es “el fascista norteamericano”. La coincidencia entre todos estos analistas es lo categórico de la respuesta: lo más cercano al fascismo es el trumpismo. Dejemos de lado a Chomsky, cuya contribución interpretativa nunca fue muy significativa, pero que historiadores y politólogos limiten el fenómeno a un individuo es por lo menos notable, y tiene la gran ventaja de no cuestionar el sistema. Lo importante es considerar si Estados Unidos ha abandonado su sistema político liberal para una forma particular de fascismo.
Esta discusión no es nueva. Hace una década y media la periodista Naomi Wolf publicó un artículo en el periódico The Guardian, de Londres, donde acusó al entonces presidente George W. Bush de estar implementando un plan de diez pasos para convertir al sistema político norteamericano en fascista.1El eje central del argumento de Wolf era que Bush, al invocar “un enemigo interno y externo terrorífico” estaba cercenando las libertades individuales y desarrollando una “casta de matones”.
El artículo de Wolf desató una catarata de discusiones tanto desde la izquierda como desde la derecha. Ralph Nader, histórico candidato presidencial por el Partido Verde, planteó que: “No es demasiado extremo denominar nuestro sistema de gobierno actual ‘Fascismo Americano’.” Al mismo tiempo el politólogo de Harvard University Garikai Chengu planteó el concepto de que Estados Unidos es “un nuevo sistema que se puede denominar una democracia fascista invertida”.
La extrema derecha coincidió con Wolf. David Weigel, escribió: “Cada generación tiene la Naomi Wolf que se merece. […]”. Más aún, Timothy Birdnow, un periodista vinculado al Tea Party, planteó que lo que señala Wolf “en realidad se aplica mucho más a [Obama]”.
El debate aparentaba ser inocuo: un producto de las delirantes advertencias que plagan a la extrema izquierda y a la extrema derecha. Sin embargo, muchos de los que han escrito sobre el tema, como Chengu, distan mucho de ser marginales o delirantes. Basta revisar internet para encontrar docenas de prestigiosos académicos, que discuten si se aproxima una versión norteamericana del fascismo. Por ejemplo, Norman Pollack, profesor emérito de la Michigan State University y reconocido especialista en el nazismo, insiste que “el fascismo viene de muchas formas” y no duda en calificar de fascista al sistema político norteamericano actual.3 Henry Giroux, uno de los principales especialistas en estudios culturales y teórico de la pedagogía crítica, planteó algo similar.
¿Qué subyace en esta preocupación? La realidad es que Estados Unidos se encuentra en un proceso de profundas modificaciones desde la década de 1980 y la presidencia de Ronald Reagan. Este proceso socioeconómico llevó a una concentración económica despiadada, que dio surgimiento a una “oligarquía”, como la denominaron Martin Gilens y Benjamin Page.
Se han escrito numerosas obras sobre el vínculo entre la política y las grandes corporaciones. Basta señalar que en 2014 los cien principales contribuyentes a campañas políticas donaron 323 millones de dólares abiertamente; se sospecha que los montos donados a través de comités que no listan a sus donantes duplicarían la cifra. Estos 100 donantes contribuyeron por sí solos más que 4,75 millones de otros individuos. No hace falta hacer un gran esfuerzo de imaginación para pensar qué entregan los distintos candidatos a cambio de estas donaciones.
Lo anterior implica que el sistema electoral norteamericano ha modificado su esencia. Las elecciones norteamericanas son una fiesta de los ricos. Se calcula que son casi cuatro mil millones los gastados en toda la actividad electoral de un año presidencial.
Lo anterior se vio acompañado por un auge de grupos paramilitares, junto con el crecimiento de los “ejércitos privados” de mercenarios, la militarización de las fuerzas policiales, y la participación cada vez más abierta de las Fuerzas Armadas en tareas de represión interna. Ha ocurrido lo que Fabio Nigra denominó “la Gran Represión”.4 Esta combinó la aprobación de leyes represivas (como el Patriot Act y el Protect America Act), la capacidad del Estado de “desaparecer” personas con la sola sospecha de actividades “terroristas”; la legalización de la tortura y la detención sin recurso legal ni defensa. Un elemento fascinante es que George Orwell, gran crítico del stalinismo, reconocería las prácticas implícitas en denominar “patrióticas” o “libertad” a leyes represivas violatorias de los derechos cívicos de su población.
Max Weber ya advertía de los peligros de la creciente concentración del poder. Robert Michels señaló que las organizaciones modernas, tanto privadas como públicas, suelen estar bajo el control de reducidos, pero poderosos grupos políticos o financieros. Según Michels, los líderes son elegidos democráticamente, pero tienden a integrarse en lo que su colega CW Mills denominó las “élites del poder”.
Si aceptamos la hipótesis de Nigra sobre el surgimiento de una fase capitalista que se asemeja al absolutismo de fines de la era feudal, el problema central es ¿qué forma política se corresponde al absolutismo capitalista? Una respuesta posible es el “fascismo invertido” que estudia Chengdu. En cambio, para Pollack, el fascismo “viene en muchas formas distintas”, e insiste que “el fascismo representa la apoyatura de la existente estructura de riqueza y poder […] o sea, la conservación del Antiguo Orden bajo las condiciones de industrialismo moderno”. Para él el sistema político norteamericano podría denominarse “fascismo liberal”.
Quizás debemos retornar a la clásica definición de Dimitrov: “El fascismo en el poder, ‘es la dictadura terrorista declarada de los elementos más reaccionarios, más nacionalistas, más imperialistas del capital financiero’.”5 Esta es una definición bastante imprecisa, que tiene la virtud de poner el eje en el carácter profundamente anti democrático de los sectores más concentrados del capital financiero. El dirigente comunista estaba al tanto que en realidad Hitler y Mussolini habían llegado al poder por vía constitucional y después de haber ganado una pluralidad de los votos. En cambio, George W. Bush llegó al poder luego del fraude de 2000. El carácter constitucional de los principales regímenes fascistas siempre generó numerosos problemas para definir ese fenómeno, al igual que su apoyo de masas.
¿Invertido, liberal, terrorista? Tiene razón Pollack ya que el fascismo clásico tuvo formas muy variadas. Lo que estamos considerando es el desarrollo de un Estado autoritario, profundamente imbricado con la elite económica, cuya población tiene escasa o nula capacidad de control (o de revertir su accionar). ¿Tienen razón los que advierten sobre el fascismo norteamericano? ¿O estamos ante una plutocracia? ¿O lo que existe es una democracia con algunos problemas y presiones por parte de sectores antidemocráticos? ¿Es The Donald la expresión del fascismo norteamericano como pretenden algunos analistas? Ya señalamos que las últimas décadas han reforzado la tendencia hacia el desarrollo de una oligarquía norteamericana. Pero, ¿y otras características como el racismo? Claramente, Trump ha utilizado expresiones racistas como una forma de articular sus políticas con los prejuicios de su base social, al igual que Biden y Kamala Harris. En realidad, sus planteos no son raciales sino clasistas. Trump apela al obrero medio blanco en contra de los trabajadores de color, al igual que se hace eco de las reivindicaciones de sectores empresariales mercado internistas afectados por las políticas del complejo militar industrial. Biden apela a sectores medios, a grupos como los afroamericanos, y a los sectores del complejo militar industrial. Ahora, ¿por qué le creen a Trump o a Biden? Al fin de cuentas ambos son multimillonarios. Trump hizo su fortuna especulando en bienes. Biden es un millonario que hizo su fortuna como abogado y político. En realidad, lo que dicen las diversas encuestas es que los “trumpistas” no le creen mucho que digamos. De igual manera los “bidenistas” no le creen a Biden. Lo que ocurre es que uno canaliza la rabia contra el establishment político y económico, mientras que Joe Biden canaliza la preocupación por “el estilo” trumpista. En cierto sentido, ambos institucionalizan sentimientos clasistas que de otra forma podrían derivar, quizás, en alternativas desde el socialismo de Sanders hasta las milicias paramilitares.
¿Pero, tienen razón los que advierten en una nueva versión del fascismo? O sea, ¿es Trump un neofascista? ¿Lo es Biden? Todo depende de la definición del término. Claramente el discurso de Trump y sus formas recuerdan a Hitler, mientras que Biden parece un líder más tradicional. Pero, Georgi Dimitrov señaló en 1935 que “es una peculiaridad del desarrollo del fascismo norteamericano que, en su fase actual, emerge principalmente bajo el disfraz de la oposición al fascismo” para luego insistir en su clásica definición sobre “la dictadura terrorista del capital financiero”.6 En esto Joe Biden se acerca al fascismo más que Trump. Pero la realidad es que todos parecen representar variaciones de la misma tendencia hacia la fascistización del sistema político norteamericano.
Lo que va emergiendo ¿es una plutocracia, como pretenden algunos, o es una forma peculiarmente norteamericana de fascismo, como dicen otros? El término en sí mismo no es importante excepto en su simbolismo político e ideológico. Debería quedar claro que muchas de las definiciones aceptadas de “fascismo” se acercan bastante a la realidad norteamericana actual. También debería quedar en claro que si bien el caso norteamericano reproduce características en apariencia cercanas al fascismo muchas de estas también pueden ser propias de dictaduras o de regímenes autoritarios. La principal defensa de aquellos que rechazan la caracterización de fascista tiene que ver con el hecho de que en Estados Unidos hay elecciones regularmente y que no hay una política oficial antisemita; pero también hubo elecciones en los estados fascistas.
NOTAS
1 Su argumento es desarrollado en forma más completa en el libro The End of America: Letter of Warning to a Young Patriot. White River Junction, Vermont: Chelsea Green Publishing, 2007.
2 Ron Paul es un médico que fue candidato a Presidente por el Partido Libertario (anti estatista y libremercadista) antes de pasarse a la extrema derecha del Partido Republicano.
3 Un elemento interesante es que ninguno de los autores en los que se basa Pollack puede ser acusado ni remotamente de marxista.
4 Véase Nigra. “El absolutismo capitalista”, en Pablo Pozzi y Fabio Nigra. La decadencia de los Estados Unidos. Buenos Aires: Editorial Maipue, 2009.
5 Giorgi Dimitrov. “La ofensiva del fascismo y las tareas de la Internacional Comunista en la lucha por la unidad de la clase obrera contra el fascismo”. Fascismo, democracia y frente popular. VII Congreso de la Internacional Comunista. Cuadernos de Pasado y Presente 76. México: 1984; pág. 154.
6 Idem, p. 178
Acerca del autor / Pablo Pozzi
Profesor Titular Plenario, Departamento de Historia, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina.
E-mail: pablo.pozzi@yahoo.com.ar