Notas

Comunicación política

Gobernar es hacer creer

Por Rafael I. Ruffo y Marina Acosta

Rafael Ruffo y Marina Acosta analizan la comunicación política de la Alianza Cambiemos, a partir de la importancia que ha tenido la comunicación a lo largo de la historia. Según los autores, el gobierno tiene un nuevo lema comunicacional que concibe a los gobernados no como ciudadanos sino como espectadores: Gobernar es hacer creer.

Desde el triunfo de Cambiemos una cuestión importante de la democracia como lo es el rol y los límites de la comunicación política, se ha vuelto a colocar en el centro de un debate. Su campaña electoral mostró novedades estilísticas interesantes unidas a un uso extenso y profesional de las redes sociales. Una vez en el poder, una serie de eventos desafortunados tales como el backstage involuntariamente develado en el viaje ficticio en colectivo del presidente Maurico Macri, su snapchat con Marcelo Tinelli para cerrar la disputa por la conducción de la AFA o los besos con su esposa Juliana Awada en la Asamblea general de la ONU, entre otros, comenzaron a avivar la discusión sobre los usos y abusos de la comunicación política. Existe la sensación de una nueva tiranía de la comunicación sobre la política, y también la de la degradación de esta última en una mera forma del espectáculo. La política exhibida como puesta en escena, como caricaturización, representaría no solamente el triunfo de las formas sobre el fondo, sino la actualización de la provocativa ironía de Regis Debray de que gobernar es hacer creer.

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En la Antigüedad, los griegos inventaron -a pesar de los rezongos de Platón- la retórica a la que entendieron como el arte del buen decir. El objetivo era persuadir a los conciudadanos de la polis sobre las bondades del argumento propio y ganar así las batallas discursivas que tenían lugar en la plaza pública, a la vista de todos. La fama, obtenida en el ágora mediante las palabras, unida a la gloria ganada en el campo de batalla era una forma de acceder a la inmortalidad en su forma más evidente; el recuerdo entre los vivos.

Muy lejos de estos nobles antecedentes, durante la primera mitad del siglo XX la comunicación política, asociada a las experiencias totalitarias, sufrió una considerable merma de prestigio. Propaganda, manipulación de las opiniones y las conductas, engaño y mentiras, medios de comunicación todopoderosos frente a audiencias débiles, pasivas y victimizadas, son los atributos a los que desde entonces un cierto sentido común suele asociarla. Sin embargo, por más extendida que sea, esta creencia no deja de ser érronea. Y sus consecuencias para la práctica política, problemáticas.

A mediados del siglo XX, los norteamericanos inauguraron la era del marketing político. Sirviéndose de las posibilidades que brindaba el medio estrella de la época -la televisión y su potente algoritmo de generación de significados que une la imagen al sonido- lograron hacer de él un modelo de exportación. El consumo y el voto, las dos cuestiones centrales de las democracias de mercado, quedaron encuadradas y estructuradas en y por la comunicación. Auxiliado por las técnicas que proporciona su primo hermano el marketing comercial, el marketing y el advertising político comenzaron a trabajar en la influencia de las percepciones de los votantes sobre los candidatos. Con inexorable rapidez, primero las campañas y luego las gestiones de gobierno, se modernizaron y se volvieron cada vez más parecidas unas a otras, es decir, se norteamericanizaron.

Después del debate televisivo entre Richard Nixon y John F. Kennedy en 1960 ya nada volvió a ser lo mismo. Florecieron los spin doctors (especialistas en marketing y comunicación política), las encuestas de opinión pública se convirtieron en las reinas de las campañas electorales y muchos incautos han llegado a la conclusión de que la política se hace primero, antes y mejor en los medios de comunicación que en sus ámbitos más tradicionales. En política lo que no se comunica no existe y ella ha sido devorada, finalmente, por la comunicación, dice el axioma que se ha impuesto. Las campañas electorales se resumen a competencias entre personalidades gestionadas profesionalmente desde técnicas publicitarias que brindan incentivos de identificación psicológica entre el candidato y los votantes.

Macri en playa Parque de los Niños

A las democracias suele costarle caro creer a pies juntillas en estas afirmaciones. En Argentina la campaña electoral de 1983 que llevó a Raúl Alfonsín al gobierno fue pionera y fundadora de esta tendencia. Tres décadas más tarde los argentinos experimentamos la exhibición descarnada de una concepción y una práctica de la comunicación política que, como dijimos, se insinuó durante la campaña, fue ganando protagonismo en la escena pública y amenaza con dominarla.

Para los ideólogos de la comunicación de la Alianza en el gobierno, todos los actos de gobierno comportan valores comunicativos. Resuena en ellos la afirmación contundente del grupo multidisciplinar de investigadores norteamericanos de la década del cuarenta -la Escuela de Palo Alto- que sostenían que “no se puede no comunicar”. Claro, ellos hacían referencia a la imposibilidad de que los sujetos sociales realizaran actos comunicativos. Más acá en el tiempo, el politólogo Sidney Blumenthal acuñó el concepto de “campaña permanente” para explicar que los candidatos y los partidos no sólo buscan captar la atención de los votantes en los períodos que dura oficialmente la contienda electoral: “gobernar se vuelve una campaña perpetua”.

Cambiemos se presenta como un partido pragmático y posideológico que dice rechazar todas aquellas formas de disputa verbal entre los actores sociales. Aún más, definirse sin demasiada precisión con respecto a su identidad lo llevó al triunfo electoral. Como afirma Sergio De Piero, existe en este proyecto político “(…) una percepción respecto a que el peso de las identidades políticas y los consecuentes proyectos que ellas implican, no son relevantes y de hecho, son un escollo, para el desarrollo del conjunto de la sociedad. Queda oculto, así, que los posicionamientos políticos de todos los actores que intervienen en el espacio público, implican la pertenencia a alguna idea de sociedad; a cierta noción de qué es y qué no es justo.” Esta es una extraña idea que contradice el origen mismo de la política (la discusión pública) pero que al mismo tiempo tiende a redefinir- ya sea por oposición o por mimesis de los restantes actores del sistema político- la configuración del espacio comunicacional y encierra al propio partido de gobierno en una encrucijada de difícil resolución.

si se puede

La tensión que se genera entre el uso extenso y profesional de las técnicas de la comunicación política y la renuencia a definirse en torno a las identidades, proyectos o nociones de justicia produce una particular forma de presentación pública. La literatura posee una figura retórica de particular grafía que se acerca a caracterizarla: el pleonasmo. La misma consiste en utilizar intencionalmente palabras innecesarias que no suman nada nuevo a la compresión pero que buscan expresividad o embellecer lo que se dice: “subí arriba”. Las formas comunicacionales de Cambiemos se parecen a las formas pleonásticas. La iconicidad extrema, la gestualidad redundante y, en general, los pergeñados simulacros abundan por estos días ante espectadores que asisten a la construcción del espectáculo político. Espectáculo que tiene cada día más actores, más directores, más escenógrafos y más guionistas. Además de unos contenidos cada vez más gastados por su redundancia.

Zygmunt Bauman, escribió que la posibilidad de cambiar el estado de cosas reside en el agora. Ese espacio donde pueden nacer y cobrar forma ideas tales como el bien común, la sociedad justa o los valores comunes. El problema, advierte, es que poco ha quedado hoy de aquellos lugares dado que han sido apropiados por emprendedores entusiastas, convertidos en parques temáticos y colonizados por poderosas fuerzas que conspiran para negar el permiso de construcción de otros nuevos.

fiesta PRO

Frente a quienes afirman que los medios son todopoderosos, los públicos sus víctimas indefensas y la comunicación política la herramienta ideológica del dominio, existe otra visión. El dato obvio de la alternancia democrática en nuestra escena política indica la existencia, no obstante, de una opinión pública que se define a sí misma como activa y crítica y que no se resigna a que la lógica comunicacional imponga su dinámica a todos los órdenes de la vida en común.

En el mundo helénico, la comunicación representaba el sistema nervioso de la política. Sin ella, no había posibilidad ni de ejercer la isegoria (igualdad ante la toma de la palabra en la Asamblea) ni de llegar, por tanto, al consenso social. Tamaña función reservaban los griegos a la comunicación. Enmarcada en esta visión, la comunicación política se revela como el intercambio de discursos competitivos y contradictorios entre los actores (políticos, periodistas y ciudadanos) que tienen la legitimidad para tomar la palabra y opinar sobre la marcha de su comunidad. Y al hacerlo crean sentido histórico, propiamente político. Ellos asumen el reto de imponer las agendas de discusión y dominar la interpretación política de la situación. Así entendida, la comunicación política se sitúa en las antípodas de aquella visión de la degradación de la política que la convierte en una mera caricatura y la condena a la impotencia.

globo PRO

Las formas pleonásticas y los globos amarillos encierran significados, interpretaciones, anhelos y proyectos. Es decir, identidades políticas. La negación a asumirla en forma más o menos explícita los enfrenta no solamente con el peligro obvio de la desmovilización y la apatía sino también con el fracaso posible, en el corto plazo, de su proyecto en materia electoral.

La visión política de algunos hombres que pensaron al país parece ser siempre una brújula que ayuda a articular el presente y el pasado para entender dónde estábamos y dónde estamos; hacia dónde íbamos y hacia dónde vamos. A finales del siglo XIX, Juan Bautista Alberdi entendió que “Gobernar es poblar”. Expresaba, así, una élite que imaginaba su comunidad como el poblamiento de un territorio desierto destinado a integrarse al mundo como una economía de exportación de productos primarios. A mediados del siglo XX, Juan Domingo Perón sostenía que “Gobernar es dar trabajo” y proyectaba una comunidad organizada en torno de la idea de la justicia social. Los tiempos cambiaron y los pensamientos también. A principios del siglo XXI, Macri parece decirnos, navegando en la incertidumbre que genera una práctica comunicacional entusiasta y a la vez negadora, que “Gobernar es hacer creer”.

Acerca del autor/a / Rafael I. Ruffo

Rafael Ruffo
Profesor de Historia (UBA). Licenciado en Ciencias Políticas (UBA). Curso Maestrías de Opinión Pública (UNSAM) y Políticas Públicas (UNSAM – Georgetown U.) Es docente titular ordinario e interino en la Universidades Nacionales Arturo Jauretche y de La Matanza. Director del Centro de Política y Territorio de la UNAJ.

Acerca del autor/a / Marina Acosta

Marina Acosta
Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Magíster en Comunicación (Universidad Iberoamericana Ciudad de México). Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, del Instituto de Ciencias Sociales y Administración de UNAJ y del Departamento de Derecho y Ciencia Política de la UNLaM. Miembro titular de FLACSO España.

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