La presencia de un Papa argentino en el Vaticano ha permitido la universalización de algunas nociones centrales de nuestra cultura popular. Francisco y la cultura del trabajo como núcleo esencial de la liberación humana.
Con un pontífice argentino en Roma, no solo Bergoglio sino también, el pensamiento de la cultura popular del fin del mundo entra en la historia universal para siempre, en la Historia Grande. Eso despierta elogios y críticas a nivel local e internacional. Ciertas categorías usadas por el papa porteño son sospechosas de populismo, pero también redescubiertas en otros contextos. Una de ellas es la noción de que el “trabajo dignifica”.
Noción que ha sido, y es, central en la cultura popular argentina. El país del Papa latinoamericano tiene una gran tradición en luchas sindicales que ha resultado en derechos adquiridos inviolables para los trabajadores; algo que puede verse en pocos países de la región latinoamericana, e incluso del mundo. En Argentina, ante crisis económicas y de desocupación, los trabajadores no migran en busca de mejores oportunidades como en el resto de los países de la región, sino que se quedan en su país y se organizan sindicalmente para mejorar las condiciones sociales que le garanticen un trabajo como reconocimiento efectivo de su dignidad. Si bien el movimiento organizado de los trabajadores es la columna vertebral de la historia política argentina, no por eso cuando el Papa Francisco coloca el mundo de los trabajadores en el centro de su discurso pastoral debe concluirse que sus fundamentos son políticos y locales antes que teológicos y universales. No obstante, el sentido que adquirió la noción de trabajo como garantía de dignidad humana en el contexto histórico, político y cultural argentino, en el cual se formó el actual Obispo de Roma, puesto en relación con el discurso episcopal latinoamericano a favor de los más pobres y de la salvación hic et nunc, son de algún modo la piedra angular del magisterio de Francisco. Esto último necesita algunas notas a pie de página. La traducción de ciertas categorías centrales a la vida de los hombres es necesaria, no solo entre idiomas diferentes, sino también entre lenguajes culturales distintos. Pueblo-pobre-trabajador, pone en relación categorías que se predican de muchos modos. ¿Cuál es el sentido que da a la categoría “trabajo” el Papa Francisco?
“¿No es este el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6,3), se preguntaban asombrados los contemporáneos de Jesús, sin poder aceptar que un hijo de trabajadores se presentase con un discurso emancipador y diera lecciones de sapiencia a la ciencia en el Templo. “¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mt 8,27), se preguntaban los políticos locales de la periferia imperial romana, quienes sentían la debilidad de su autoridad en puertas de una guerra civil. Salvando la distancia esencial entre los hombres y el Hombre-Dios, también ante gobernantes electos democráticamente por los pueblos latinoamericanos algunos se preguntaron: ¿No era éste el que pasó quince años en prisión? ¿No es ésta la hija de un colectivero? ¿No era éste un obrero sindicalista? ¿No es éste un aymara? ¿No fue esa una actriz de radioteatro? Y todavía algunos se preguntan, al ver el pueblo sentado en las aulas de las universidades enclavadas en las zonas marginales del conurbano bonaerense: ¿No son estos los hijos de los trabajadores? Como si el origen humilde en una familia de trabajadores condicionase el lugar en las bancas y en los bancos. Pero resulta que el hijo de un carpintero fue Dios, y esa creencia es muy fuerte entre los pobres trabajadores de América Latina, tanto que se creen con dignidad por nacimiento y reclaman igualdad de oportunidades sociales y políticas.
Intentaré explicar brevemente el argumento teológico –y no político-1, que sustenta el discurso del Papa Francisco a favor de una vida buena para los trabajadores. Como el mismo Dios “se hizo pobre” (2 Co 8,9) –entendiendo por dios el concepto cristiano donde la segunda persona de la Trinidad, es decir el Hijo, se encarna en un hombre-, entonces, tal y como lo plantea el papa argentino en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium-, el camino de la salvación está signado por los pobres. Además, esa salvación que predica el cristianismo en Jesús -el Hombre-Dios-, es posible según Francisco a través del «sí» de una humilde muchacha en un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio. El salvador que el cristianismo profesa “nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7); creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para ganarse el pan” (EG 197). Sin embargo –cuenta el texto evangélico, creen los pobres de América Latina, y predica el Papa-, “lo seguían multitudes de desposeídos porque había sido ‘enviado para anunciar el Evangelio a los pobres’ (Lc 4,18) (EG 197). Pero quiénes eran los pobres del Evangelio. Francisco no deja lugar a entendimientos equívocos, pobres eran “los que estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza”. A ellos les dijo: “¡Felices vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!” (Lc 6,20); con ellos se identificó: ‘Tuve hambre y me disteis de comer’, y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s)” (EG 197).
Para sorpresa de muchos, el actual pontífice no proclama la religión como ascetismo –es decir, como vida contemplativa apartada del mundo-, sino como teología que exhorta a involucrarse en el mundo imitando a un hombre-pobre-trabajador, que comió y bebió con sus amigos, un hombre singular, el Hombre-Dios (Mt 11,19). Esa actitud lleva a muchos a decir que esa no es la Iglesia que esperan, una Iglesia que se mete en política. El rechazo de una teología “involucrada” tal y como la propone Francisco (EG 24), responde a una concepción dualista que muestra a los cuerpos como malos y se esfuerza en separarlos de las almas bellas, y no a los principios cristianos. La concepción dualista que desvaloriza los cuerpos, lejos de ser el camino a la liberación, termina por colaborar con la explotación de los trabajadores.
Ese cristianismo, que surge hace dos mil años como teología en contra de las religiones paganas, y de Estado, funcionales a un imperialismo que mataba2, hoy continúa en el discurso del papa Francisco denunciando una cultura económica que mata (EG 53). Pero algunos prefieren la religión intimista a una teología que proclama la salvación de los cuerpos -no solo de las almas- aquí y ahora. Pero la teología cristiana promueve una liberación, salvación o resurrección que, según el apóstol San Pablo, comienza aquí en la historia terrena y continua en la vida eterna. Dicha lógica soteriológica cristiana legitima la búsqueda de los oprimidos por su liberación también hic et nunc de las estructuras injustas, y los obispos latinoamericanos acompañan esa búsqueda repitiendo con el Evangelio en el Documento de Aparecida que el Hijo de Dios se hace hombre para que los hombre “tengan vida y la tengan en abundancia”.3 Francisco, en continuidad con el episcopado latinoamericano al que perteneció, impulsa hoy desde Roma la “opción preferencial por los pobres” proclamada en 1979 por la Conferencia Episcopal Latinoamericana en el Documento de Puebla.
La encarnación de la segunda persona de la Trinidad en un cuerpo-pobre-trabajador es el fundamento teológico que lleva a valorizar el cuerpo de cada hombre como algo sagrado. Ese valor, que se conoce como dignidad humana, si no se respeta hará difícil el fin de la explotación del hombre por el hombre. La encarnación -dice Francisco en concordancia con cierta parte de la teología, del pensamiento político, y de la cultura gremial argentina que lo precede-, “santificó el trabajo y le otorgó un peculiar valor para nuestra maduración” (LS 18).4 Por eso, para la Teología del Pueblo5, –corriente argentina de la Teología de la Liberación que parece atravesar la teología del actual papa, pastor y profeta- resulta indispensable incorporar el trabajo como valor en la cultura, desplazando poco a poco la idea de trabajo como castigo vergonzante –y en algunos casos hasta metafísico. Eso se sustenta, además, para Francisco, tal y como lo señala en su Encíclica Laudato si, en el dogma cristiano de la creación, ya que según el relato bíblico del Génesis 2,15 Dios encarga a todos los hombres, no sólo a preservar lo creado sino también, producir frutos. Ese argumento fundamenta teológicamente para Francisco la idea de dignificación en el trabajo, es decir la creación eterna, constante, de los trabajadores como colaboradores de Dios (LS 124).
La pregunta por el sentido, para la teología de Francisco, involucra también la finalidad del trabajo como cualquier actividad que implique una transformación de lo existente, ya sea tanto en el plano tecnológico como social -ya que cualquier forma de trabajo implica la relación con lo otro de sí (LS 125). Francisco recuerda que los monasterios, al comienzo, convocaban hombres deseosos de alejarse de la vida mundana para dedicarse a la contemplación como fuga del mundo y de lo urbano, eso era la vida ascética. Posteriormente, la vida monacal introduce el trabajo manual. Ese cambio, señala el papa argentino, fue revolucionario en la vida de los intelectuales, ya que comienzan a buscar la maduración del hombre en el trabajo como práctica donde se aprende el respeto por el ambiente y por el otro. Esta reflexión sirve al pontífice para denunciar con fundamento en la tradición de la Iglesia que cuando en el ser humano se daña la capacidad de contemplar y de respetar, se crean las condiciones para que el sentido del trabajo se desfigure, porque en el trabajo se ponen en juego muchas dimensiones de la vida que van desde la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, y el ejercicio de los valores, hasta la comunicación con los demás. “Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es necesario que ‘se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos’ “(LS 126). El papa no habla sólo de asegurar a todos la comida, o un decoroso sustento, sino de que tengan prosperidad sin exceptuar bien alguno. Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa su dignidad, y es el salario justo el que permite el acceso a todos esos bienes en su destino común (EG 192).
Según Francisco es la cultura del relativismo –y no la del trabajo- la que genera la patología que empuja a una persona a aprovecharse de otra, a tratarla como mero objeto, obligándola a trabajos forzados, a la explotación sexual de los niños, al abandono de los ancianos (LS 123). La lógica del relativismo es también la lógica interna de quien dice: Dejemos que las fuerzas invisibles del mercado regulen la economía, porque sus impactos sobre la sociedad y sobre la naturaleza son daños inevitables. El papa se pregunta “Si no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios proyectos y de las necesidades inmediatas, ¿qué límites pueden tener la trata de seres humanos?”; y agrega que “no podemos pensar que los proyectos políticos o la fuerza de la ley serán suficientes […] cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva […], las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar”. (LS 123)
Francisco en Laudato si es claro. Cuando sostiene que si el progreso tecnológico reemplaza el trabajo humano la humanidad está en peligro ya que el trabajo es constitutivo de lo humano, entonces él está valorizando al trabajo como una necesidad esencial. Para el papa porteño no es suficiente tener dinero para sobrevivir o vivir bien; alcanzar la vida digna implica trabajar. Es el trabajo el que dignifica, no el dinero. Francisco sostiene que cuando la economía, para reducir costos de producción, reduce puestos de trabajo, entonces “la acción del ser humano puede volverse en contra de él mismo”. No es solo la explotación del hombre por el hombre –siguiendo la lógica de los de arriba contra los de abajo-, sino también es lo humano en su autodestrucción. La disminución de los puestos de trabajo en un sector de la población, genera “progresivo desgaste del ‘capital social’, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad, y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil” (LS 128). Por eso Francisco avisa: “Dejar de invertir en las personas para obtener un mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad” (LS 128).
Si por el contrario se tomase en cuenta otra lógica distinta a la del mercado, una lógica que promueva el reconocimiento de la dignidad del trabajador, es probable que ese valor inculturado pudiese obligar moralmente a lo político a no pasar por alto –como dice Francisco- el estado de abandono y olvido que sufren muchos trabajadores privados de los recursos necesarios, siendo “reducidos a situaciones de esclavitud, sin derechos ni expectativas de una vida más digna” (LS 154). Porque “Una libertad económica sólo declamada, pero donde las condiciones reales impiden que muchos puedan acceder realmente a ella, y donde se deteriora el acceso al trabajo, se convierte en un discurso contradictorio que deshonra a la política. […] la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común” (EG 129).
¿Qué significa hoy, en una economía de mercado, el mandamiento judeo-cristiano de “no matar”? En un mundo donde se teme la muerte violenta en presencia de una nueva modalidad de guerra caracterizada por atentados “espectaculares”, casi nadie se detiene a practicar una hermenéutica de ese mandamiento fuera de atentados genocidas o de casos de muerte violenta como los feminicidios –por cierto, ambos repudiables-, pero hay otros modos de matar. Según Francisco, “Así como el mandamiento de ‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir ‘no a una economía de la exclusión y la inequidad’. Esa economía mata” (EG 53). Al margen de condenar las consecuencias de un sistema que no puede garantizar la paz, y lejos de ser obnubilado por atentados espectaculares y mucho menos dominado por el miedo cayendo en un pedido desesperado de seguridad, el papa latinoamericano sorprende porque se ha vuelto el profeta del imperio internacional del dinero y denuncia las causas que conducen a una catástrofe. Pone en evidencia que “Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida” (EG 53). Porque cuando el ser humano es visto como objeto de consumo, algo que puede usarse y tirarse, se arriba a lo que el papa llama “cultura del descarte”. Para Francisco “Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son ‘explotados’ sino desechos, ‘sobrantes’. (EG 53)
De acuerdo a los fundamentos teológicos presentados brevemente aquí, el trabajo y el bien común “son cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral” (EG 203). El papa sabe en qué aguas se mueve, “¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia” (EG 203). No desconoce la lógica de una cultura hegemónica que se adueña del sentido en favor de unos pocos y “deshonra”, por ejemplo el trabajo, des-valorizándolo, y volviendo indiferente la mirada de la sociedad frente a esas realidades: “vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado” (EG 203). La lucha por el sentido, como garantía de una cultura que libere, es impostergable, según Francisco “Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo” (EG 204). Para Francisco “La política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común” (EG 205). Para el Papa es imperioso que “haya trabajo digno […] podría formarse una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien común social” (EG 205).
NOTAS
1 Cuda, Emilce, Para leer a Francisco, Manantial, Buenos Aires, 2016.
2 Ratzinger, J. y Flores de Arcais, Paolo, ¿Dios existe?, Espasa Calpe, Buenos Aires, 2008.
3 Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documentos conclusivos de Aparecida, Aparecida, 2007.
4 SS Francisco, Carta Encíclica Laudato si, Roma, 2015 (de acá en mas: LS).
5 Cuda, Emilce, “Teología y política en el discurso del Papa Francisco”, Revista Nueva Sociedad, noviembre- diciembre 2013.
Acerca del autor/a / Emilce Cuda
Doctora en Teología por la Pontificia Universidad Católica Argentina. Profesora Investigadora de la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Profesora invitada de la Universidad de Buenos Aires, de la Universidad Católica Argentina y de Boston College University. Se especializa en Teología y Política.