Notas

Historias de resistencia

Fermín Ferrer, el “yeti” de la Puna – Parte 2

Por Pablo Cingolani

Donde se cuentan historias de milicos y guerrilleros, De rondas de ginebra entre un doctor y un hombre perseguido que regala libros, De una cueva y del destierro, De la despedida de un amigo, Y de “El Yeti”, que todavía andará por la Puna.

Tratando de reconstruir la historia de Ferrer, sabía que el testimonio de Peralta era clave. Juan Azurduy, casi nonagenario, en La Quiaca, me había advertido: vaya a Jujuy y búsquelo a Peralta, el lo ayudó a escapar, allí empezó a nacer la leyenda de “El yeti”. Nueva ronda de coñac. Contemplamos de pie y absortos la puesta del sol sobre la serranía de Yala. Peralta se sienta, se apoltrona, se dispone a contar:

Resulta que, por un lado, aparecen esos guerrilleros en Orán, ¿se recuerda? Eran las guerrillas de ese periodista, amigo del Che, uno que apellidaba Masetti. Resulta también, por el otro lado, que los milicos de La Casualidad, la mina de azufre que administraba Fabricaciones Militares, siempre lo tuvieron a Fermín entre ceja y ceja, porque ellos no querían intrusos, y menos que menos peronistas como “El Yeti”.

La cosa es que llegó a mi despacho la noticia de que la gendarmería iba a rastrillar todo el NOA –el Noroeste Argentino– en busca de guerrilleros y de simpatizantes y apoyos y el intendente de Humahuaca me pasó el chisme: dice que en el pueblo se habían reunido a beber unos milicos y que, entre copa y copa, empezaron a hablar de más y clarito, se escuchaba, doctor, me decía don Guido –Guido Antelo, así se llamaba el mandamás municipal de Humahuaca- y yo, como sin querer queriendo pegué mi oído a la conversa de los ebrios, y ¡zas! escuché que hablaban de “El yeti” y decían ya va a ver ese peronista de mierda  y esa librería que sólo vende libros comunistas. Decían, doctor: se los vamos a hacer comer, se los vamos a meter en el… usted ya sabe doctor en dónde, me decía don Guido, pudoroso.

Fue entonces que lo despedí a don Guido, le dije que no dijera a más nadie de nuestra charla, y con el jeep de un amigo, me fui volando hasta La Quiaca: dieciocho horas sin parar, salvo en Humahuaca, donde cargué gasolina y donde los milicos seguían la farra, tres días chupando ya estaban.

Llegué a La Quiaca esa misma noche. “El yeti” andaba lo más pancho comiendo arroz con pollo en un restaurante que había cerca de la estación. Fermín se alegró al verme y me ofreció un vaso de vino y soda para que refrescara. ¿Por qué tan agitado, doctor? ¡Parece que hubiera visto al diablo montado en algún peñasco!, me lanzó con su alegría de siempre. Le conté lo que estaba pasando con los muchachos del Ejército Guerrillero del Pueblo –me acordé: así se llamaba la guerrita del periodista- y que los militares estaban furia con los rojos y querían limpiar de bolcheviques y anarcos todo el noroeste y, de paso, voltearlo a Illía –como sucedió, ¿se acuerda? tras esa maldita batalla que hubo en la pampa de Quera contra los coyas, contra todos los coyas. La historia se repite, la historia es lo mismo de siempre.

“El yeti”, primero se río, y luego, al ver que mi preocupación no cedía, me dijo, con calma: ya te entendí, doctor, ya te entendí. Vos te viniste rajando hasta acá –cosa que agradeceré siempre- para avisarme que los milicos me van a venir a buscar, incendiar la librería y luego, me van a achurar, despacito, como les gusta a ellos, y por último, van a tirar mis huesos en el medio de la puna. Si, si, si, Fermín: tenés que escaparte, cuanto antes. Esos milicos que se emborrachaban en Humahuaca, cuando se les pase la resaca, seguro son los que van a venir y vos no podés estar aquí cuando ellos lleguen.

“El yeti” sirvió esta vez dos vasos de vino y soda. El suyo, se lo tomó de un sorbo, largo y sentido, disfrutándolo hasta el final. ¡Salud, Clemente! ¡Cuando volveré a tomarme uno igualito, eh, doctor! ¡Venga, me dijo, acompáñeme! Tengo que hacer un par de cosas y luego nos vamos, usted de vuelta a Jujuy y yo, de nuevo, ¡al carajo! –y se reía el hombre que contagiaba. Era de verse.

montañas de Mallasa

Fuimos caminando y fumando hasta la librería. Frente a la puerta, estacionado, había un rastrojero bastante baqueteado pero macha la chata: “El yeti” juraba que un día habían subido juntos por los faldeos del Acay.

En un santiamén, “El yeti” agarró unas pilchas, un par de borceguíes recién estrenados, una damajuana de vino, un cuadro con una foto de Evita, toda su provisión de yerba mate, dos termos, un bidón que, previamente, cargó con agua, una caja de herramientas, toda la ferretería que tenía en la casa –a mí, vivo, doctor, no me agarran estos cosos- , dos carpetas con papeles amarillentos –al preguntarle, me exclamó: estas son las memorias de “El claro”, ¿quién era “El claro”? hasta hoy me sigo preguntando…- y, cuando todo eso, y algunos recuerdos más –una Virgen de Lujan de yeso y de medio metro, entre ellos- , estuvo acomodado en el rastrojero, empezó a cargar libros, ayúdeme, doctor, me decía, y yo empecé a cargar libros, decenas de libros, centenas de libros, todos los que terminaron de entrar en la camioneta.

Fue entonces, cuando agotados por la faena, terminamos los dos sentados en el cordón de la vereda. “El yeti” que no se podía estar nunca quieto, se levantó de nuevo, como si saltara un tigre, y me pide: espérese, doctor, esto hay que celebrarlo, así que ahora vuelvo. Y regreso con un porrón de ginebra Bols, esos marrones, ¿se acuerda? y me lo extendió diciendo: brindemos por la vida, doctor, y porque esos milicos sigan chupando!- y se largó a reír tan fuerte que una luz se encendió en la casa de al lado.

Yo me inquieté por lo sucedido, y lo advirtió, así que me calmó diciendo: es mi compadre Juan, que siempre se despierta cuando huele licor. Beba usted un trago largo y deme ese coso, que ya vuelvo. Se dirigió a la casa del tal Juan, entró –nadie cerraba la puerta de su casa esos días- y al rato volvió y me dijo: se quedó feliz con la ginebra y con la llave de mi casa. Le pedí que mañana, convoque al pueblo y agarre los libros que quedan y los regale a todos. Eso sí, diciendo: lo vas a leer, compañero mirá que si no “El yeti” se va a enojar.

Ante tamaño desprendimiento, se me ocurrió preguntarle que iba a hacer con los libros que cargamos al rastrojero, si los iba a vender por ahí, para subsistir. Me contestó, rotundo: no, que va, doctor. Los libros no deberían ser vendidos. Son sagrados los libros. Son la cultura de un pueblo. Nunca vendí mis libros. Los cambiaba por tamales y flores, por un vaso de vino (Me acordé del oro, aclaró Peralta) ¿Sabe qué? Estos que subimos al rastrojero los voy a esconder. ¿Los va a esconder?, repetí, sorprendido. Sí, los voy a esconder en una cueva que conozco por los lados de…. Mejor no le digo, cuidado que los milicos se enteren de lo que hizo usted y me lo lastimen y me lo torturen.

Prosiguió, tan entusiasmado que daba gusto: es una cueva hermosa, escondida, en un cerro más hermoso aún, igual de escondido, domina toda la pampa y si uno aguza el ojo puede ver hasta el Pacífico. Es una cueva noble: allí escondí unas armas que trajimos desde Bolivia, unos fusiles viejos que nos regalaron los mineros del Chorolque. También están guardados dos cajones de malta que una vez me traje desde Iquique y que los tuve que dejar allí porque se me murió una mula, pobrecita.
 
Noche cerrada. Prosigue Peralta: Ya perdido, ya casi olvidado por todos –no, por mí, ¿me sigue?- “El yeti” me hizo llegar una carta. El portador de la misiva explicó que a él se la había dado un arriero de sal que había estado cargándola por los lados de Antofalla, un tal Basilio Buenaventura, bello nombre. Y que a Basilio, a su vez, se la había entregado un contrabandista de Copiapó, un tal Lucas.

Tomó de un estante de su biblioteca un ejemplar encuadernado de La historia de la eternidad de Borges, lo abrió sin dudar –como sólo se abren ciertos libros, La Biblia, por ejemplo- y me mostró un manojo de papeles avejentados. Me estiró los folios, y me proclamó solemne, mientras buscaba la botella para derramar más coñac en nuestras copas: He ahí la carta, por favor, léela. Léela, Pablo.

Siempre me emocionaron las cartas. Escondían muchos, otros mundos entre sus palabras, anhelos de futuro, anhelos de esperanza, deseos genuinos de que la comunicación suceda. Es lógico, por eso, que ésta que ahora tenía entre mis manos, me emocionara más aún. Así que tomé un sorbo intempestivo de coñac, carraspeé y aclaré mi voz y me lancé, con fervor, al río del pasado. Decía la carta:
 

Desde algún lugar, un día cualquiera de 1968

 
Mi muy querido doctor Clemente:
 
Tres años han pasado desde aquella noche de despedida en La Quiaca y se imaginará usted cuanto lo añoro, más con el gesto que tuvo conmigo, sin el cual hoy ya sería polvo y olvido.
Era verdad, según me anotició mi compadre, toda la conjetura: esos milicos beodos de Humahuaca venían a por mí y la librería.
Llegaron dos días después de nuestra partida. Un día antes, Juan, mi compadre, como quedó pactado, repartió los libros entre los quiaqueños, se llevó dos macetas de malvones a su casa, y tiro la llave de la mía a un potrero.
Los uniformados entraron a las patadas y a los gritos y no encontraron nada, ni una taza, salvo un obsequio que les había dejado encima de la tapa del inodoro: una foto de Uriburu. No se ría. Demasiado.
Yo me fui en el rastrojero, ¿se acuerda? La camioneta anduvo bien pero se me plantó cuando cruzaba un río –omito nombres, usted ya sabe- y estaba a punto de abandonarla –con pena, claro- cuando, de la nada, se me apareció un paisano. Y no estaba solo: iba con dos burros. Me salvaron. Quise pagarle el favor pero no quiso recibir un peso, sólo aceptó, por mi insistencia, unos sorbos de agua que compartió con las bestias. Despidiéndonos –él seguía para los lados del volcán, de los más hostiles que recordaba de mis andares de siempre- y yo no sabiendo cómo agradecerle, le dije: al menos, dígame su gracia, así recuerdo con gratitud el nombre de mi salvador.
¿Sabe, doctor, lo que me respondió, sabe, doctor, cómo se llamaba el hombre? No me lo va a creer pero se llamaba Jesús. Cuando me dijo su nombre, allí advertí de su facha y de sus pelos y otra vez, no me crea, pero eran iguales a los del Nazareno. Con todo esto que le cuento, no quiero decirle que me encontré con Él en el medio del desierto, pero sí que supe que era buena señal, en mi huida, haber sido ayudado por un aparecido así nomás de los eriales con la traza y el mismo nombre de Cristo. En fin, usted sabe: esto sólo pasa por aquí, ya no hay milagros en las ciudades, ni tampoco nadie que se los crea.
La cosa es que, antes de que partiera, recordé que por los lados de donde venía el tipo con sus burros, había un pueblo, uno que yo había conocido trayendo unos encargos de Perú, y le pregunté, che, Jesús, decime: xxx ¿sigue ahí? Sí, me dijo, pero toda la gente se fue después que un terremoto tiró abajo la mitad de las casas. Sin embargo, ve si quieres porque se han quedado dos ancianos. Ellos no partieron. Son mis padres, me aclaró. Fue entonces que yo, gracioso, le dije que ya sabía sus nombres: eran María y José. Jesús me miró fijo y me indicó que él no tenía idea de quiénes serían esas personas y que su madre se llamaba Eulogia y su padre se llamaba Santiago. Que les hablara fuerte, porque eran medio sordos. Luego, se marchó hacia el oeste, hacia el volcán xxx, con sus dos burros.
Eulogia y Santiago me recibieron alborozados: doce años hacía que no veían a ningún forastero. Vivían solos con un gato y una jauría de perros, medio cerriles. Santiago cazaba chinchillas, a veces alguna vicuña, Jesús llevaba las pieles, las vendía y volvía con harina, con papa, con alguna botella de aguardiente. No daba nada por esos lados. Imagínese, doctor, el lugar más desierto del desierto, el corazón del desierto, allí vivían Eulogia y el Santiago, y allí me quedé, con ellos, dos veranos.
Era un destierro agradable. Un destierro compartido con la madre y el padre de todos los desterrados y de Jesús, que era su único hijo. Santiago contaba, era boliviano, y según él, había estado de chango tiroteandose con los chilenos que invadieron su pueblo, Calama. Al principio, yo no le creí pero después me comencé a acostumbrar y le terminé creyendo. Ahí, en el corazón del erial, ¿qué más daba si él me hubiera dicho que era descendiente de un soldado de Bolívar o de Alejandro Magno? ¿Qué más daba si me afirmaba que era un nieto perdido del músico Mozart? (a todo esto, le diré, doctor: tocaba el bombo y la quena, y te estremecías más hondo y más fuerte que viendo despertar al Socompa)
Alguien que sabe ha dicho, algo así: la memoria depende bastante de lo mágico y sólo acepta los ingredientes que le convienen. Es como hacer un buen pan: uno debe saber la cantidad de sal y la cantidad de grasa que debe agregarle sino el pan, se malogra. Allí, en el medio de la nada, en el centro de algo que no alcanzo a definir -¿algo cósmico?-, mientras la Eulogia justamente amasaba pan o empanadas (las suyas de carne de guanaco y huacataya son las mejores de la puna), Santiago dale que dale con sus remembranzas, dale que dale con sus memorias, y ahora lo sé, ahora que lo anoto, lo sé: eso era pura magia, pura magia encendida, pura magia narrada, como deber ser, además, mojada a ratos con sorbitos de vino añejo o dispersándose a los vientos en compañía del humo de un cigarro (en la cueva, a donde llevé los libros, ¿se acuerda? también encontré dos cajas, ¡otro milagro!).
La historia, por su parte, decía ese que sabe, es lo contrario de la memoria. Es crítica, es análisis, es intelectual. ¿Y dígame, doctor, a usted le parece que en estos desiertos, a donde el diablo perdió el poncho, vamos a andar con semejantes excentricidades?
La memoria es la desbandada y es la unidad, es la tragedia y la fiesta, la memoria es el pájaro que aquella vez cantó anunciando desgracias, es la lluvia redentora, es el cerro que ampara. La historia sin fin ni destino, no es nada. Es esa larga e interminable sucesión de crímenes y de injusticias de las cuales lo mejor es olvidarse. ¿Se acuerda, doctor, tantas noches desvelándonos allá en los fondos de la librería, tratando de sentir estas verdades que ahora le escribo, que ahora le cuento? ¿Se acuerda de los ecos de esa baguala que cantaba el negro Luna y que imploraba yo sin la tierra/soy nada/pero sin memoria/no me acuerdo quién seré/ a mis pagos/ los recuerdos/ siempre volveré, siempre volveré?
Un día supe que me tenía que ir, y me fui. No hubo despedidas. Simplemente, me fui. (Cómo despedirse de Eulogia y Santiago: eso es imposible. Los llevo en el alma, tan amarrados que ni todo el viento del mundo podrá desanudar esos lazos) Terminé en un pueblo, dos serranías al poniente, cuatro vados, un vallecito lleno de cabras y molles y comí queso dos semanas seguidas hasta que casi me voy en diarreas. En el pueblo, había un hombre, uno de muchos ganados y que asaba el chivito mejor que ninguno, y que había vivido un año en Córdoba –no más porque me aburría, me confesó una noche de piscos- y de allí, se había traído una radio. ¡Era la única radio conocida a quinientos kilómetros a la redonda! Allí, otra noche de piscos, escuché una noticia que me paralizó: lo habían matado al Che Guevara, lo habían desgraciado en Bolivia.
Desde que me enteré de eso infausto, es que quería escribirle. Pensé y pensé esta carta mil veces, hasta que la escribí, y ahora –yo sé- algún día llegará a sus manos. ¿Sabe, doctor, porque? ¿Sabe, doctor, porque deseaba escribirle? Porque ya creo que es momento de volver, de ir volviéndome, de dejar atrás el destierro, el desierto, de regresar, sacar los libros de la cueva y volver a…

 
No siga –me interrumpió, sin preaviso, el doctor Peralta. No siga, joven, por favor. Su voz era tan amable que no tuve más remedio que acatarla. Devuélvame esos papeles, por favor. Hice lo propio. El doctor, para sorpresa mía, prosiguió leyendo el mismo, contrapunteando el texto de la carta con sus propios dichos:

¡Estoy en lo más profundo, doctor! –me clamaba este hombre desde vaya a saber dónde y ese clamor yo lo leía como el de un náufrago, una especie de Rimbaud perdido entre las arenas de Toconao adentro o más allá o más adentro aún, quién sabe, ¿quién podía saberlo? Es cierto: cada vez que se machaba, gritaba ¡Viva Perón, carajo!, gritaba y se reía, gritaba y a veces, con la confusión de sentimientos que provoca el trago, terminaba llorando. No lloraba como niño: lloraba quedamente, casi en silencio, como si llorara para adentro, vaya a saber uno desde donde lloraba. ¡Estoy en lo más profundo, doctor! La carta, Pablo, terminaba así: venga, doctor, venga a buscarme. Usted sabrá dónde encontrarme. Yo fui.

cordillera 1 Fabián Luna

 
El doctor Clemente Peralta falleció en su natal Jujuy a finales de 1975. “El yeti” fue uno de los oradores en su entierro. El más sensible, el más sentido. Despedía a un amigo pero también, a su manera, despedía a un compañero. “El yeti” habló desde su corazón –como lo lucía siempre- pero también a nombre del Partido Peronista Auténtico. El doctor Bidegain estuvo también presente. Tres meses después, hubo otro golpe de estado. El más miserable y sangriento de todos.

La última vez que alguien pudo dar noticia sobre Fermín Ferrer, me testimonió lo siguiente: “El yeti andaba, como siempre, con su rastrojero, era una carcasa inservible pero seguía andando el muy fiero. Detrás llevaba un montón de libros y sobresalían unos cuantos fierros, armas largas, toda una ferretería. Cargó gasolina en Abra Pampa. Allí lo vi. Me dijo: cuidate Joaquín, que estos vienen a masacrarnos, a matarnos a todos. Igual que en Quera. Acordate lo que te contaba tu abuelo y cuidate, escondete, rajá de aquí. ¿Y vos, Yeti? –le pregunté y le hice señas por las armas que llevaba encima. A mí no me agarran vivo, pibe, me contestó. Encendió el motor de la camioneta, giró y puso rumbo hacia el oeste. Cuando se estaba yendo, sacó medio cuerpo por la ventanilla, y lo oí gritar, clarito lo oí: ¡Viva Perón, carajo! ¡Cuidate Joaquín! Nunca más lo vi. Nunca más lo vio nadie por ninguna parte. A veces lo sueño. Es un sueño bueno, como era él. Debe andar por ahí “El Yeti”… debe andar por ahí.”.

Acerca del autor/a / Pablo Cingolani

Pablo Cingolani
Nació en Argentina en 1963. Vive en Bolivia desde 1987. Estudió historia. Es escritor y periodista. Su obra publicada incluye libros como Toromonas, Amazonia Blues, Aislados y Nación Culebra, una mística de la Amazonia.

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