Parte primera. Donde se cuentan historias del más argentino de los escritores ingleses, De hombres de la Puna en bares de frontera, De un hombre al que llamaban “el Yeti”, así, en tercera persona, De una librería e imprenta en La Quiaca, De la búsqueda del rastro de ese hombre.
“No hay nada mejor que imaginar otros mundos para olvidar lo doloroso que es el mundo en que vivimos”
Umberto Eco
A “Zamba”,
también conocido como Juan Pastor González
Robert Bontine Cunninghame Graham, el primer diputado socialista en el Parlamento del Reino Unido, es el alter ego de José Hernández, el más argentino de los escritores argentinos del siglo XIX.
En sus memorias, Cunninghame Graham, cuenta una historia entrañable, sobre la intensidad y el fervor de la vida en su patria número dos: la historia del señor Carancho.
Hacia 1870, hablando de pulperías –los bares, los lugares de encuentro, de reunión, de alegrías y quebrantos en medio de la inmensidad de la pampa-, el anglo-argentino empezaba a contar, empezaba a contarlo así: “Me acuerdo de algo por el estilo en una pulpería del Yí: un viejo adusto, con larga cabellera gris que le cubría los hombros, saltó repentinamente hacia el centro de la estancia, y sacando el cuchillo, empezó a golpear en el mostrador y en los muros, gritando “Viva Rosas”.
La historia, que se enciende sola, no sólo es entrañable –por varios motivos, anoto uno: hablamos del Yí, del Uruguay, o sea de un Río de La Plata aún mental y espiritualmente unido- sino que refiere y apunta con certeza a esos sentimientos populares arraigados, ese núcleo de acero que forja al pueblo como tal.
Resulta que Carancho –un Gandalf criollo- armaba flor de despelote cuando se mamaba, y su pinta era tan temible, que todos en el boliche alistaban facones y botellas por si acaso el viejo se descontrolaba. Algunos, los más precavidos, salían y empezaban a desatar caballos. El viejo, siguió recorriendo el salón al grito pelado de “Viva Rosas” y “Mueran los salvajes unitarios” (los enemigos de Rosas), golpeando mesas, espantando niños, hasta desplomarse en una silla y empezar a apagarse, lentamente. El final del relato de Cunninghame Graham no tiene desperdicio: “Los gauchos envainaron sus cuchillos y uno de ellos dijo: es Ño Carancho: cuando está en pedo siempre se acuerda del difunto; déjenlo tranquilo”. Rosas fue obligado a exiliarse en 1852, casi dos décadas atrás. Cerré el libro y no sé porqué me acordé de la historia de “El yeti”.
Quién lo empezó a llamar así, a “El yeti”, nadie se acordaba. La cosa era que a Fermín Ferrer lo motearon tal cual en los boliches de La Quiaca. “El Yeti” de la puna: nuestro abominable (y querido) hombre de las nieves. Nadie sabía desde dónde aparecía cada vez que resucitaba en algún bar de la frontera y los viejos parroquianos –ferroviarios una mayoría, mineros, contrabandistas, ambulantes todos, la otra- lo reconocían y lo saludaban, invariablemente, invocando el nombre de la bestia temible de los Himalayas.
Fermín aportaba lo suyo. Hombre grande, macizo, un toro, un ropero, en cada resucitación, llegaba ornado con interminable cabello y barbas blancas, ponchos andrajosos, botas destrozadas. Era, sí, una versión autóctona del dichoso Yeti, al menos, para las imaginaciones de esos hombres duros, durísimos como el propio Fermín, que gastaban su tiempo libre tomando vino de cuarta y jugando a los naipes mientras una radio, lejana, vomitaba boleros sangrantes –que nadie bailaba, todos anhelaban- y, de vez en cuando, alguna canción de Leonardo Favio.
Era el año 1970. Una noche, cuando “El yeti” acababa de desfondarse en una silla, asegurando que venía desde el mismísimo Arizaro, la radio cortó la transmisión y empezó a emitir un comunicado oficial de la dictadura militar que gobernaba entonces en Buenos Aires. La voz marcial aseguraba que habían secuestrado al general Aramburu. Fermín, como arrebatado por un volcán interior que empezaba a erupcionar, empezó a gritar “Viva Perón” “Viva Perón, carajo” y sacando dos pepitas de oro de una de sus alforjas, le gritó a Manuel, el cantinero: a partir de ahora y hasta que amanezca, chupan todos a mi cuenta y a nombre de esos Montoneros que están haciendo justicia. Prosiguió el consabido “Viva Perón, carajo”, agregándole un inevitable “Montoneros, carajo”. Los concurrentes –ferroviarios de cepa, hombres de hierro y hombres del riel-, primero lo aplaudieron –seguro por el convite y su generosidad- y luego, como si la luz divina los inspirara a todos, se pusieron de pie y empezaron a entonar, a voz en cuello, la Marcha de los Muchachos Peronistas. Dicen los que lo vieron que Fermín –que era duro, extra duro, como el quebracho que aguanta los trenes-, esa noche, no pudo evitarse una lágrima de emoción rebelde.
¿Qué pude investigar sobre la vida de Fermín Ferrer? Debo decirlo: fueron años de indagación, horas y días de entrevistas, cuadernos y notas, travesías infinitas por toda la puna y también por Atacama y por el sur de Bolivia, y algo encontré. Paso a contarlo.
La Quiaca: el límite, paso a Bolivia. Cuando vino el golpe de estado contra Perón el 55, Fermín formaba parte de un grupo –que incluía nada más ni nada menos que al mismísimo Julio Troxler- que buscaba el exilio en Bolivia. Deseaban refugio contra la persecución desatada contra ellos –contra los peronistas- pero también algo esencial: buscaban contactos y pertrechos para iniciar la resistencia contra aquellos que los perseguían –los usurpadores, Aramburu, ya citado, era uno de ellos. ¿Qué mejor aguante que el que pudieran encontrar entre los mineros de Bolivia? Tres años atrás, esos mineros –duros, durísimos, más duros aún que el quebracho- habían hecho una revolución, a puro huevo y a pura dinamita. Compañeros mineros: necesitamos dinamita para hacer la revolución en la Argentina como ustedes ya la hicieron en Bolivia, dijeron los perseguidos, emocionados, a los mineros de Quechisla, mientras el olor de la coca lo impregnaba todo. Claro, pues, ¿cómo no los vamos a apoyar? Ahora, ustedes deben saber, las minas son nuestras, la dinamita es de nosotros, será un honor compartirla con los hermanos argentinos para que revienten a su rosca, a los gorilas que llaman ustedes. Se organizó –esto lo cuenta el historiador Ernesto Salas- un sistema de introducción de dinamita desde las minas bolivianas a la Argentina, camuflada debajo de los trenes que, esas épocas de vino y rosas, hacían el servicio –de carga y pasajeros- entre La Paz y Buenos Aires, y viceversa. Por algún motivo que desconozco, Fermín Ferrer, se terminó afincando en La Quiaca.
¿Qué hizo Fermín Ferrer en La Quiaca? Cateó unas vetas por Orosmayu. Luego, abrió una librería. Algo más: trajo una imprenta. Un día la apareció en un camión destartalado que dijo venir desde Antofagasta donde Fermín la había cambalacheado por una bolsa de oro y tres Smith & Wesson calibre 38, una con culata de caoba que el mito decía que había pertenecido a The Sundance Kid y que “El yeti” se la había ganado en una partida de dados en Tupiza. La cosa que, años 60s, cuentan los memoriosos, en La Quiaca existía la muy meritoria LIBRERÍA Y EDITORIAL LA PUNA, dirección editorial de Fermín Ferrer.
En mis afanes investigativos, en la ciudad de San Salvador de Jujuy, conocí al Dr. Clemente Peralta, abogado y radical, y que supo ser funcionario de la gobernación en los tiempos de Illía. Don Clemente, achacado por los años aunque lucidísimo, conoció a Ferrer esos tiempos en unas misiones institucionales que lo llevaron hasta esos confines. Peralta poseía una biblioteca memorable que incluía verdaderas joyas como un parte de guerra firmado por el mismísimo General Belgrano, un puñado de cartas de Lamadrid desde su exilio tarijeño y unos mapas rarísimos trazados por el ex as de la aviación nazí, el coronel Rudel El piloto tuvo su momento de fama en el ambiente local cuando en 1953 alcanzó la cima del volcán Llullaillaco.
La formidable biblioteca atesoraba también un folleto donde se enumeraban las obras que la editorial La Puna ofrecía al público lector. Una reliquia. Lo transcribo entero porque no sólo es un dato valioso para una reconstrucción del clima cultural de aquellos días en esa región despreciada por los poderes centrales, sino porque también da gusto volver a evocarlo, imaginarlo vivo, rescatarlo del olvido.
De mi libreta de apuntes, tapas rojas, escrito de mi puño y letra, año 1982:
LIBRERÍA Y EDITORIAL LA PUNA
Ofrece a los amables lectores de La Quiaca, Bolivia y del mundo entero
Esta selecta colección de testimonios y obras fundamentales que brindaran a su mente y su corazón todo el alimento que ellos se merecen.
Avenida Belgrano, S/N, La Quiaca. Jujuy. República Argentina.
Se envían pedidos por tren y al exterior del país.
OBRAS PUBLICADAS
Memorias de Cusi Cusi.
Autor: Roque Taborga
Una sana visión sociológica en torno a los esfuerzos comunitarios por mejorar y desarrollar la ganadería camélida, baluarte económico puneño, matizados con los recuerdos y añoranzas del autor.
Por las sendas del Arizaro
Autor: Fermín Ferrer del Castillo
Una obra introspectiva, apasionada y extremadamente íntima que cualquier amante de la puna debería leer
Estrellas fugaces y el carácter puneño
Autor: Silvestre Fuentes
Sumergido en la cosmovisión ancestral del habitante autóctono de la puna, el autor traza un itinerario ontológico de lo coya, como identidad y como perspectiva en la construcción de la conciencia nacional
Rastros de nieve y arena
Autor: Soledad Quispe
La poesía que navega en nuestros desiertos encuentra un puerto fecundo en los poemas de esta joven promesa de la lírica, nacida en Abra Pampa, y que nuestra editorial se complace de lanzar al mundo
Cuentos de la frontera
Autor: Benigno Copa Hurtado
El autor es boliviano, oriundo de Villazón, nuestro pueblo hermano. Narra en catorce cuentos, su propia saga –cruel, descarnada, libre, vital- que es también la nuestra. Hay que leerlo.
Indios olvidados de Atacama
Autor: Lautaro Núñez Atencio
El autor es chileno –nació en Iquique- y una joven promesa de los estudios de la historia y de la geografía. Su reivindicación de nuestro espacio geo-estratégico común merece ser valorado, y leído.
Próximamente se editarán las siguientes obras:
Vientos que me han hablado, poemario de Hermógenes Cayo
Secretos entre los cactus, coplas y dichos de Gregorio Lipán
Memorias del último sobreviviente de la batalla de Quera, por Lucero Ocampo
Historias de soledades y trenes, por José Manuel Ríos Salvatierra
Viajes por los desiertos del centro sur de Sudamérica, por Bera Solberg (Noruega)
Directivas para la resistencia peronista en la Puna, por John William Cooke (folleto hallado en San Antonio de los Cobres y cedido gentilmente a la editorial para su publicación por don Nemesio Ruiz Usín)
El folleto cerraba con una elocuente y sintética declaración de principios:
Amigos, vecinos, compañeros de La Quiaca:
La puna no necesita que la condenen o no. La puna necesita que la defiendan.
La lectura de estas obras es una manera efectiva de hacerlo.
Fdo. Fermín Ferrer, editor
Culminaba con una enigmática sentencia
DIOS NOS LIBRE DE LAS ALIMAÑAS Y DEL VIENTO BLANCO
El doctor Clemente me convidó coñac. Bebimos. Le pregunté, ansioso: ¿y usted, doctor, no guarda ninguno de estos libros? No, me lanza como hachazo. Sólo conservo el folleto pero… -se levanta del señorial sillón de cuero donde estaba sentado, y me arroja en el rostro, cantándole a todo ese mundo perdido, y al mundo que sigue su ruta, estos versos:
Pájaro de la inspiración
No te me vueles
Pájaro de la memoria
Deja que llegue
Pájaro de la esperanza
Nunca te vayas
Pájaro de las arenas
Tráeme a casa
Encendido, copa de coñac en mano, los ojos gastados pero bondadosos, aligerados por la confesión, me alerta: así escribía “la Sole”, resbala, la Soledad Quispe. ¿Se imagina, Pablo –arrastra las palabras, está levemente embriagado, yo también lo estoy- lo que era esta niña? Atardece en Jujuy. Un rayo de luz de ámbar se cuela entre la hiedra que tapiza la ventana y explota justo en el centro de la biblioteca.
Continuará….
Acerca del autor/a / Pablo Cingolani
Nació en Argentina en 1963. Vive en Bolivia desde 1987. Estudió historia. Es escritor y periodista. Su obra publicada incluye libros como Toromonas, Amazonia Blues, Aislados y Nación Culebra, una mística de la Amazonia.