Dossier Peronismo 80 años

DOSSIER PERONISMO - 80 AÑOS

Entre la violencia y la resistencia

Por Ernesto Salas

La violencia en Argentina no comenzó con la masacre de junio de 1955. Pero marcó el origen de un ciclo específico de la misma que involucró a todos los argentinos en las décadas siguientes, de una forma u otra, por acción, omisión o consenso. 

Ahora se sabe que las bombas dejaron un número cercano a los 300 muertos y más de 1000 heridos. El hecho de que hayan sido las Fuerzas Armadas del Estado las asesinas de sus propios conciudadanos no hace sino agravar el hecho terrorista más violento de la historia argentina.

Sin embargo, que una parte de la población mirara complaciente, convirtiera en héroes a los aviadores y justificara sin rubores la matanza, nos mete de lleno en la posibilidad de una guerra civil que, al no desarrollarse de manera abierta, se transformó en un conflicto endémico de baja intensidad.

Un año después, la sublevación contra la dictadura de Aramburu y Rojas que dirigieron los generales Juan José Valle y Raúl Tanco fue sofocada en el acto. De manera inédita, y sin que hubiera peligro alguno que al menos lo justificara, 27 de los conspiradores fueron fusilados, entre ellos el mismo Valle. Para ilustrar el odio basta con la advertencia de un dirigente socialista quien afirmó, pedagógico y antes que se hubiera secado la sangre derramada de las víctimas: “Se acabó la leche de la clemencia. Ahora todos saben que nadie intentará sin riesgo de vida alterar el orden (…) los argentinos necesitan aprender que la letra con sangre entra”. Se llamaba Américo Ghioldi y debe ser recordado como lo que fue.

En los años siguientes, las fuerzas armadas y policiales expulsaron a miles de sus miembros, sospechados de simpatías peronistas, y reprimieron a decenas de miles de trabajadores en sus lugares de trabajo con el objetivo declarado de que los empresarios retomaran el control de las fábricas. La CGT y la mayor parte de los sindicatos fueron intervenidos, muchos de ellos ocupados por asalto por comandos civiles inflamados de ambición y revancha. En los días que siguieron al golpe los servicios de inteligencia robaron el cadáver de Eva Perón y lo hicieron desaparecer para impedir que su mera figura se convirtiera en aquello que ellos, con ese mismo acto, revitalizaron: el símbolo convocante de la resistencia. Tal vez sin saberlo anticipaban un método que años después extenderían al conjunto de la sociedad.

El gobierno militar reabrió el penal de Ushuaia, que había sido cerrado por su inhumana crueldad, y miles de peronistas fueron encarcelados y torturados. Los valores y creencias políticas de la mayoría de la población fueron expulsados hacia los ámbitos privados de la existencia. La consecuencia fue el ocultamiento popular, el secreto compartido. La palabra proscripción encubre mal la segregación cotidiana de miles de compatriotas impedidos de ser, de opinar, de proclamar en público sus ideas y creencias, de decir. 

¿No son estas suficientes causas, argumentos legítimos para explicar la respuesta violenta de los agredidos? Lo único que lo hubiera evitado hubiera sido la aceptación temerosa y resignada de la restauración de los modos oligárquicos de la política; de la vuelta de los herejes a los rincones oscuros de la vida, hacia su anterior invisibilidad, para no incomodar en la foto, que habían logrado superar con su irrupción molesta en la década anterior. No es una imagen imposible, ello podría haber sucedido; la historia es pletórica en derrotas. 

Pero no fue así, por lo menos en este caso. Una ola de estupor e indignación se extendió como la niebla desde los suburbios, desde las barriadas y las fábricas. Ese “¿cómo puede ser?”, sumado al “algo tenemos que hacer” fue el combustible de múltiples acciones en el marco de la cultura popular; desde los altares político-religiosos a Eva y a Perón en los hogares, hasta la velas recordatorias, persistentes, sabedoras de que seguían los pasos del cadáver de aquella. “Nomeolvides, nomeolvides, es la flor del que se fue”, recitaba la voz de humo de Jauretche para representar la flor en el ojal que identificaba en secreto a los conspiradores. La resistencia hecha de carbón y brea. Paredón que se pinta de gritos, la VP del “Perón vuelve”, rápida y sencilla. Así nació la resistencia; de las huelgas clandestinas, de las charlas en las cocinas y en los bares, mundo de conspiradores y conspiradoras; de los mitos, de las leyendas, de la indignación colectiva, de la bronca. Fue la época de los comandos clandestinos de la resistencia peronista, de la pintada y el “caño”.

Con ello el peronismo cambió, se volvió más plebeyo, se despojó de institucionalización, de gestores, se reforzó obrero y popular, nacionalista y revolucionario. Con el tiempo, también contuvo un sector componedor, negociador, integracionista. A futuro, ello agregaría problemas a la unidad de propósitos del movimiento.

 A aquella primera etapa —hay que recordar que la prohibición duró 17 años- le siguieron otras. Al fracaso de la estrategia insurreccional diseñada por Perón y Cooke para los primeros años le sucedió la alternativa de persistir con la resistencia o resignarse a la integración. Entre estas variables se desarrolló el debate dentro del movimiento: duros y blandos, ortodoxos y heterodoxos, combativos e integracionistas, revolucionarios y reformistas.

En la superficie del campo opuesto, el posperonismo creyó haber ganado la batalla; pero la persistencia de la identidad fue provocando cambios en la configuración de los adversarios, que se dividieron frente a esa tozudez de la voluntad que parecía indeleble en la frase originaria del 17: “queremos a Perón”.

Nada  fue más permanente que la identidad y el combate por la vuelta del no nombrado. La clase trabajadora y sus organizaciones ocuparon el centro de la protesta. La respuesta de las dictaduras fue más represión y proscripción. No hubo mucha distancia con lo que hicieron los gobiernos civiles tutelados consintiéndola.  Como en tiempos del modelo oligárquico las demandas obreras fueron tratadas como un problema policial. El fortalecimiento de los aparatos de inteligencia y la teoría del enemigo interno derivó en tácticas de guerra contrarrevolucionaria y la Doctrina de la Seguridad Nacional aprendida obedientemente en la Escuela de las Américas. Otra vez, la contraparte fue la organización de la violencia popular en forma de huelgas, puebladas insurreccionales y guerrillas urbanas y rurales azotadas por vientos revolucionarios.

Cuando la vida política se ocluye, pierde el centro y reaparece en múltiples iniciativas colectivas. Las dictaduras multiplican, diversifican las demandas de resistencia. Ellas devienen políticas, sociales y culturales. 

El mundo conocido fue cambiando al compás de las etapas de la proscripción. La imposibilidad de construir un orden político estable y sustentable, impactó y modificó a sus actores. En un momento dado, todo el problema recurría a concentrarse en el qué hacer  con la cuestión peronista. Por esta causa se dividieron los partidos tradicionales (radicales, socialistas, demócrata cristianos, hasta los conservadores); las propias Fuerzas Armadas se enfrentaron entre “azules” y “colorados” confrontados con el qué hacer ante la voluntad peronista; la Iglesia Católica, con una cúpula tradicionalmente conservadora y reaccionaria, asistió a la emergencia de sectores radicales y comprometidos con la luchas sociales, algunos de ellos peronistas. Las clases medias, reacias, indignadas en tiempos de Perón, también se fraccionaron, y algunos sectores estudiantiles se asumieron como peronistas.

La violencia fue una constante de los 17 años que mediaron entre el derrocamiento y la vuelta de Perón. No se debe confesar ajenidad. No fue ejecutada por otros. Por acción u omisión, indiferencia o complacencia, fue nuestra; el Estado se convirtió en una máquina asesina al servicio de los intereses de un sector. Los partidos políticos fueron cómplices de la proscripción, toda vez que se prestaron al juego electoral falso y desacreditado por aquella.

Perón retornó al país el 17 de noviembre de 1972. El peronismo ganó las elecciones del año siguiente. El 25 de mayo de 1973, el pueblo desbordante festejó la derrota de los dictadores y el regreso del líder. En ese instante de gloria todo parecía definido. Pero la historia, con sus vueltas, recién recomenzaba.

Acerca del Autor / Ernesto Salas

Licenciado en Historia (UBA). Docente y Coordinador de la Editorial UNAJ. Es autor de los libros: La Resistencia Peronista: La toma del frigorífico Lisandro de la Torre (1990), Uturuncos. El origen de la guerrilla peronista (2003); Norberto Habegger. Cristiano, descamisado, montonero (2011, junto a Flora Castro), De resistencia y lucha armada (2014); Arturo Jauretche. Sobre su vida y obra (Comp.) (2015); ¡Viva Yrigoyen! ¡Viva la revolución! (2017, junto a Charo López Marsano) y Alvaro García Linera. De la guerrilla a la vicepresidencia (2022).

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