Las elecciones que se avecinan marcarán tanto el cambio como la continuidad en el panorama político latinoamericano. La novedad será el límite o no del nuevo ciclo neoliberal tanto como la reafirmación o no del progresismo en la región.
En unos días se estará eligiendo Presidente en el Estado Plurinacional de Bolivia (20 de octubre); Uruguay y Argentina lo harán el 27 de octubre. En los tres países compiten fuerzas políticas que protagonizaron el giro progresista de la región en los tempranos años 2000. La gran diferencia es que, tanto en Uruguay como en Bolivia, estas fuerzas se encuentran gobernando y ganaron las últimas tres elecciones presidenciales.
En el inicio de Siglo XXI América Latina se caracterizó por la confluencia de gobiernos de izquierda o progresistas que impugnaron al sistema neoliberal imperante de las anteriores décadas. El primer viraje se produce en 1999 con la llegada al gobierno de Hugo Chávez Frías en Venezuela. En 2003 asumen Ignacio Lula Da Silva en Brasil y Néstor Kirchner en la Argentina, en 2005 lo hace Tabaré Vázquez en Uruguay, en 2006 Evo Morales en Bolivia y Michelle Bachelet en Chile, en 2007 Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua, en 2008 Fernando Lugo en Paraguay; y en 2009 Mauricio Funes Cartagena en El Salvador. Con sus matices, estos gobiernos emprendieron una disputa prolongada con los sectores que hegemonizaron el período neoliberal. Entre los hechos disruptivos se destacan: la confrontación con los acreedores externos, la negativa al tratado de libre comercio encarnado en el ALCA, la preponderancia del rol del Estado como distribuidor de recursos y garante de derechos sociales.
Actualmente las fuerzas políticas que protagonizaron este giro se mantienen en los ejecutivos de Bolivia y Uruguay, y con sus dificultades y contradicciones internas en Venezuela y Nicaragua,. En el resto de los países se produjo un giro a la derecha por la vía electoral (Chile, Argentina y El Salvador), recurriendo a golpes de estado parlamentarios (Paraguay y Brasil), o a partir de la reconversión programática del Partido en el gobierno (Ecuador).
Las elecciones de octubre son claves para el subcontinente, en tanto se podrían reacomodar algunas piezas de la geopolítica regional. Por primera vez desde que llegaron al gobierno el Frente Amplio (en Uruguay) y el Movimiento al Socialismo (en Bolivia), van a enfrentar elecciones altamente competitivas, en las cuales la victoria no está asegurada. Mientras que la Argentina, por su parte, está a las puertas de un nuevo giro político, que la reposicionaría en el eje progresista del continente. Las tres fuerzas que compiten para retener los gobiernos en Uruguay y Bolivia, y recuperarlo en la Argentina, comparten haber sido protagonistas en sus respectivos países del período posneoliberal, pero su conformación y ascenso al poder respondió a las tradiciones políticas de cada país.
El ascenso electoral del Frente Amplio (FA), creado en 1971, se dio en el marco de la tradicional partidocracia uruguaya. Hasta la emergencia del FA, Uruguay se caracterizaba por ostentar un régimen bipartidista de consolidación temprana (mediados del siglo XIX). El Partido Colorado (representante de comerciantes y profesionales liberales citadinos) y el Partido Nacional (voz de los agropecuarios y ganaderos del interior del país), se edificaban como las estructuras de intermediación de la sociedad civil. En otras palabras, las corporaciones tanto empresariales como obreras, cuentan tradicionalmente con menor peso político específico, en comparación con Argentina o Bolivia, y sus demandas se canalizan a través de los partidos. Es tal la contundencia de la tradición partidocrática, que la última dictadura (1973-1985) fue encabezada en un primer momento por Juan María Bordaberry, hombre del Partido Colorado que había accedido democráticamente a la presidencia en 1972.
El crecimiento electoral del Frente Amplio desde la recuperación democrática fue paulatino, conforme al abandono de sus proclamas clasistas y el corrimiento hacia posturas más socialdemócratas. Primero conquistó la alcaldía de Montevideo en 1989, desde la cual Tabaré Vázquez se proyectó a nivel nacional. Esta experiencia fue el “primer ensayo” del FA y demostró que la izquierda podía gobernar en un país que históricamente había oscilado entre sus dos partidos tradicionales.
A diferencia de Bolivia, y en menor medida Argentina, los gobiernos de Tabaré Vázquez y José “Pepe” Mujica presentaron más continuidades que rupturas en la política económica. Aunque, para ser justos, también es cierto que en Uruguay el neoliberalismo tuvo que implementarse más dosificado, por 1) las disputas de facciones al interior de los partidos y la supervivencia de líneas socialdemócratas 2) (y fundamentalmente) la movilización de la sociedad civil, que impidió, por ejemplo, las privatizaciones de los servicios públicos.
La marca distintiva del FA fue la política social y la incorporación de derechos civiles. Sus gobiernos se caracterizaron por llevar adelante una batería de programas de inclusión social, y la renovada preponderancia de áreas claves como salud, educación y ciencia.
Por su parte, la especificidad del caso boliviano radica en el rasgo identitario que le imprimieron los movimientos sociales -particularmente los originarios- en las luchas contra el neoliberalismo de principios del 2000. Bajo una mirada de larga duración, historiadores como Waldo Ansaldi, proponen entender la victoria de Evo Morales como un ciclo de acumulación histórica de luchas sociales en el país andino; el cual comienza con las revueltas indígenas de los siglos XVIII y XIX; sigue con la revolución de 1952 protagonizada por campesinos y trabajadores mineros; la gestación de nuevos movimientos sociales a partir de la “Marcha por la Vida y por la Paz” en 1986; y finalmente, concluye en las Guerras del Agua (2000) y el Gas (2003).
En Bolivia durante los primeros 2000 se desarrolló una verdadera crisis orgánica que, además de ocasionar la renuncia del ex Presidente Sánchez de Lozada en 2003, derivó en la refundación del Estado. Justamente su particularidad, a diferencia de la Argentina o Uruguay donde la institución del partido político adquiere peso explicativo, es que los movimientos sociales desarrollaron una inmensa capacidad de autorepresentación, y pudieron marcar la agenda del Movimiento al Socialismo (MAS) y lo que serían sus principales políticas inaugurales: “Nacionalización de los Hidrocarburos” y “Asamblea Constituyente”.
Desde el 2006 se instaura en el país vecino un proyecto político que combina políticas neodesarrollistas con la cosmovisión originaria del buen vivir. El modelo económico social, comunitario y productivo denominado “capitalismo andino-amazónico” conjuga la decidida intervención del Estado en las áreas consideradas estratégicas, la transferencia de recursos del sector extractivo al generador de empleos, la fuerte inversión en infraestructura, las políticas redistributivas a partir de los bonos de transferencia de ingresos, con el respeto por la autonomía y tradiciones de las 36 naciones que integran el Estado Plurinacional.
El caso de Argentina, por su parte, presenta una yuxtaposición de elementos particular. Por un lado, el Frente para la Victoria (en esta elección los partidos que lo integran se presentan dentro de una alianza más amplia como Frente de Todos) emerge de la crisis de hegemonía del neoliberalismo, en términos económicos pero también en cuanto consenso de ideas. Si bien se produjo -en cierta medida- una crisis de representación de las estructuras partidarias tradicionales, la salida se dio por medio del sistema político existente. Es decir, no irrumpió una nueva configuración partidaria, como sucedió en Bolivia, ni llegó al gobierno una izquierda en ascenso, como fue el caso del FA en Uruguay. La disputa por la conducción intelectual y moral se dio en el marco del Partido Justicialista.
Desde sugestación en los años ’40, en el peronismo convivieron fracciones ortodoxas y progresistas. De todas maneras, en los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón existió un acuerdo generalizado en torno a un proyecto industrialista, en el que la centralidad estaba en el Estado y su capacidad para disciplinar los sectores concentrados de la economía, la burguesía agro-pampeana y los intereses extranjeros. Durante los años ‘60 y ´70 las posiciones de izquierda al interior del movimiento peronista se radicalizaron, infiriendo que el retorno de Perón era la vía para el socialismo, y postulando incluso -algunos sectores- la vía revolucionaria. La dictadura genocida de 1976 barrió con este sector, y la derrota del campo popular sentó las bases para la aceptación en tiempos democráticos del neoliberalismo. En los años ‘90 -en consonancia con el sistema de ideas del pensamiento único- dentro del partido se impuso la fracción ortodoxa y un Presidente justicialista, Carlos Menem, llevó adelante la reestructuración del Estado acorde al Consenso de Washington.
El modo de dominación neoliberal eclosionó socialmente en las jornadas de protesta de diciembre de 2001 y la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa, personaje que desde la Unión Cívica Radical había continuado las políticas neoliberales. Luego de este derrotero, en las elecciones de 2003 se impuso la fracción progresista del justicialismo de la mano de Néstor Kirchner, esposo de la posterior Presidenta y actual candidata a Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner.
En los tres casos, los progresismos que compiten en estas elecciones guardan líneas de continuidad con antecedentes históricos de los tres países. En Argentina, con el primer peronismo, en Uruguay con el primer batllismo que a principios del siglo XX amplió los derechos cívicos y sociales en el país, y en Bolivia con la tradición rupturista y refundacional de su Revolución de los años 50.
Para esta contienda, en Bolivia se vuelve a presentar para un cuarto mandato consecutivo el binomio Evo Morales-Álvaro García Linera. Como contracara, en Uruguay el FA asiste a un recambio en la dirigencia, con las candidaturas de Daniel Martínez y Graciela Villar. Por su parte, en la Argentina se puede visualizar un recambio dirigencial con la candidatura novedosa de Alberto Fernández para el cargo de Presidente, acompañado por la continuidad del liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner, pero para la Vicepresidencia. Sus victorias asentarían una dura derrota para las derechas regionales y las tesis que auguraban el entierro de las experiencias progresistas.
Acerca de la autora / Camila Matrero
Socióloga, maestranda en Estudios Sociales Latinoamericanos (UBA) e integrante del Observatorio Electoral de América Latina (OBLAT-UBA).