El otro día, creo que el domingo –aunque todos los días son iguales– llamé a un familiar que vive solo –enviudó hace varios años–, para ver cómo estaba. Me dijo que “bien”, aunque notaba que el confinamiento obligatorio había multiplicado su sentimiento de soledad. Antes de colgar, empero, agregó, no sin cierta ironía, que había hallado una inesperada compañera en la televisión. De inmediato recordé a Wilson, la pelota de la que se vale el personaje interpretado por Tom Hanks en Náufrago (2000), de Robert Zemeckis, para recuperar en cierto modo un sentimiento de pertenencia al género humano, puesto en peligro por su aislamiento.
Luego, me puse a buscar en Twitter, Facebook y otras redes sociales y hallé que muchas personas, en una suerte de conversión de la famosa “Island of Despair” en departamento o casa de la desesperación, asociaban la cuarentena con el destino sufrido por Robinson Crusoe. En fin, más allá de la aflicción de no poder visitar a mi familiar, del que me separaba el océano de la Avenida “General Paz”, me pareció una ocasión oportuna para reflexionar acerca de por qué la historia del náufrago –y la de los protagonistas de muchas novelas que adaptan el modelo narrativo “inventado” por Daniel Defoe– sigue siendo de interés en un mundo que, a priori, es muy distinto al del siglo XVIII. Se me ocurrieron varias razones posibles.
En primer lugar, porque da cuenta de una “escena” sociológica y económica fundacional. La vida de Robinson en su isla es un caso extremo (y ficcional) de lo social y de lo económico, una abstracción de las relaciones sociales y de producción. Es decir, sirve “para explicar” los rudimentos del funcionamiento de la sociedad y de la economía (capitalistas); es por ello que autores como Karl Marx, Max Weber, György Lukács, Theodor Adorno o Thomas Luckmann han recurrido, en contextos muy disímiles –y, en algunos casos, de forma inesperada– a la novela.
En el famoso pasaje de El capital en el que discute el carácter fetichista de la mercancía, Marx remite con un tono en gran medida irónico (que usa para criticar a los economistas políticos del siglo XVIII) a Robinson Crusoe para explicar la teoría del valor, pero también, de un modo llamativo, para reivindicar la unidad de producción y consumo como rasgo sobresaliente de la utopía comunista.
Theodor Adorno ha llamado a la obra de Franz Kafka una “robinsoniada hiperbólica”: “Kafka ha escrito la robinsoniada total, la robinsoniada de una fase [del desarrollo del capitalismo] en que cada hombre se hizo su Robinson, bogando sin timón en una balsa cargada de trastos reunidos sin conexión”. Adorno refiere así la alienación del hombre respecto de los objetos y de los otros seres humanos bajo el capitalismo tardío. Es una explicación que sirve para entender bastante algunas observaciones que hace el propio Robinson.
Por ejemplo, el náufrago informa lo siguiente poco después de su salvación en la isla desierta: “Caminé por la playa con las manos en alto […], pensando en mis compañeros que se habían ahogado; no se salvó ni un alma, salvo yo, pues nunca más volví a verlos, ni hallé rastro de ellos, a excepción de tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos de distinto par”. En efecto, como señala Adorno, el detalle de los dos zapatos que no hacen par puede ser interpretado como expresión de un desastre civilizatorio. Es extrapolable, así, al carácter incomprensible (a la falta de sentido) del mundo tecnificado al que el individuo contemporáneo, alienado, se enfrenta como a una realidad cosificada o muerta.
En segundo lugar, Robinson Crusoe y la enorme cantidad de robinsoniadas que aparecieron después son un importante documento literario de un periodo muy específico de la Modernidad (siglo XVIII) y “dialogan” con la discursividad filosófico-política de las teorías contractualistas de autores como Thomas Hobbes, John Locke y J.-J. Rousseau. En toda robinsoniada hay una teoría in nuce acerca del estado de naturaleza y del modo en que partiendo de este se puede llegar a establecer un orden. De la guerra de “todos contra todos” hasta el “buen salvaje”, el abanico de posibilidades es enorme.
Tercero: la isla funciona como un experimento literario en el que es posible estudiar, como en un “microcosmos” (me acuerdo del capítulo “The Ricks must be Crazy”, de la serie Rick & Morty), las relaciones entre la naturaleza y la civilización, y, por ende, la historia de la humanidad “en pequeño”. Este es un potencial que descubrió, por ejemplo, Johann Karl Wezel, el autor de una muy interesante versión alemana de la novela de Defoe: Robinson Krusoe. Reelaborado, que se publicó en dos partes, en 1779 y 1780.
Cuarto, el Robinson Crusoe ha sido pensado como modelo educativo, pues su héroe aprende en su existencia solitaria una cosa fundamental: a valerse por sí mismo. Es por ello que Rousseau pensaba en su Emilio (1761) que su pupilo ficcional solo debía leer, en su infancia y adolescencia, un libro, el de Defoe. Los conocimientos abstractos no sirven de nada si no se los sabe aplicar, y Robinson –a diferencia de lo que les ocurre a quienes asisten a las fábricas de educación en serie en que se convirtieron las escuelas en el siglo XX– tiene una única maestra: la experiencia.
En quinto lugar se podría mencionar la cuestión de la soledad y el aislamiento, que las robinsoniadas empezaron a pensar con más detenimiento, no casualmente, a partir de mediados del siglo XX. Este es quizás el aspecto más actual del Robinson Crusoe y su séquito. Es lo que me llevó a escribir estas líneas a partir de la comunicación telefónica con mi familiar. Espejos negros (1951), de Arno Schmidt, es una novela que inaugura el subgénero de las robinsoniadas postapocalípticas: el narrador y héroe del relato lleva un diario de su existencia como (supuesto) único sobreviviente en un mundo arrasado por la Tercera Guerra Mundial, y, autopercibiéndose como un Robinson Crusoe de la era nuclear, tiene, al final, terror a quedarse solo.
Pero, tal vez, más aún habría que pensar en una novela como La pared (1963), de la escritora austríaca Marlen Haushofer, que ha cobrado una inusitada e inquietante actualidad: se trata de una mujer que de golpe se ve separada por un muro del resto de los seres humanos, y debe aprender a vivir –de nuevo, como Robinson– en una suerte de country hecho para ella sola.
Al fin, la novela de Defoe y, quizás más todavía, varias de las que vinieron después de ella, como la alemana La isla Felsenburg (1731-43), de Johann Gottfried Schnabel, tienen un vínculo muy evidente con la utopía, que podemos entender como proyección espacial o temporal de deseos individuales o sociales. Una suerte de “segundo semestre” eternamente por llegar, por citar una frase ya célebre. Es decir, como proyección de deseos relacionados al goce, al disfrute de la existencia, en fin, a la felicidad, que, como aprende duramente cualquier individuo a partir de una edad más o menos temprana, no pueden ser satisfechos en el marco del capitalismo (recordemos que las robinsoniadas son “hijas” de este modo de producción) para la inmensa mayoría de la humanidad.
En un mundo hipertecnificado, deshumanizado, contaminado, superpoblado, dolorosamente desigual y etc., las islas de las robinsoniadas del siglo XVIII ofrecen “mundos posibles” en los que la naturaleza es virgen y posee una inagotable biodiversidad; y en los que la relación del hombre con el trabajo se presenta como positiva, es decir, donde el trabajo ya no es fuente de alienación, sino de autorrealización. “Imaginémonos –dice Marx– una asociación de hombres libres que trabajen con medios de producción colectivos y empleen, conscientemente, sus muchas fuerzas de trabajo individuales como una fuerza de trabajo social. Todas las determinaciones del trabajo de Robinson se reiteran aquí, solo que de manera social, en vez de individual”. Es decir, Marx piensa la utopía comunista como una extrapolación a todos de lo que en la novela de Defoe es disfrutado por un único hombre: la unidad de producción y consumo.
La proyección del deseo de disfrutar también aparece concretado en un elemento material indispensable de la robinsoniada: la playa, que remite al imaginario de las vacaciones de verano. Quizás de ahí el enorme interés que tiene, en la cultura occidental, el nombre Robinson Crusoe, que tal vez funcione para siempre como arquetipo del náufrago, pero que también parece esconder en sí la figura de un hombre que ha tenido la dicha de convertirse en un perfecto veraneante. Un hombre “de vacaciones” para el que el paso de los días significa tan poco y a la vez tanto como existir, es decir, ya no el in crescendo del miedo oculto del turista convencional ante la idea de volver a la rutina, a la morbidez de una vida que –según sospecha– no es, en realidad, la suya.
Pero empecé a escribir con la intención de hacer una reflexión que (me) sirviera para procesar la tristeza que me generó la imagen mental de mi familiar solitario y su televisor, y terminé hablando de las vacaciones de verano y, también, de la utopía comunista. Bueno, quizá allí haya que buscar el interés actual en el género de las robinsoniadas.
Acerca del autor / Martín Koval
Dr. en Letras. Investigador Asistente en Conicet. Docente de la UNAJ y de la UBA