Notas

Fiesta tradicional de Lemanja

Al agua, los deseos

Por Andrea Romero

Cada 2 de febrero se celebra en la ribera de Quilmes un tradicional homenaje a Iemanjá, una deidad de la religión afro umbandista en nuestro país. El lugar elegido fue testigo de la entrada ilegal de esclavos africanos y del destierro de familias de indios Quilmes. Esta crónica nos lleva a un recorrido por una práctica religiosa estigmatizada pero que convoca a cientos de creyentes.

El agua está brava. Salpica las escalinatas como si fuesen latigazos. La ribera de Quilmes es un paisaje conocido para T (una amiga periodista que me acompaña con su cámara de foto) y para mí. Pero hoy la envuelve el misterio de lo desconocido. No hace frío pero está ventoso y casi está oscureciendo. La ceremonia de la diosa Lemanjá comenzó a las 9 de la mañana y parece que todavía hay mucho por transitar.

Se escucha bullicio, vemos gente que va y viene por la pasarela de la ribera. Chicos y grandes con atuendos blancos, rojos, celestes; algunos en bicicleta, vendedores ambulantes que ofrecen anillos, ramos de flores azules, hamburguesas, pelotas. Circulan todo tipo de bebidas y cada tanto se percibe una ráfaga de perfume en el aire. Una acróbata muestra su destreza envuelta en una tela celeste que a veces la convierte en su capullo. La acompaña otra joven que mueve hábilmente dos bastones con fuego.

Desconocía la dinámica de la celebración pero intuía que –como en todo ritual- había mucho por comprender, descifrar, ver. “Ahí están por poner un barquito en el agua”, me dice T. Existe – según me cuenta ella – todo un circuito de producción de barcos pequeños, que son los encargados de llevar las ofrendas para Iemanjá a las profundidades del agua. Hablando con una de las creyentes, nos enteramos que en estas embarcaciones se suelen poner alimentos, bebidas, perfumes, peines, flores, entre otras cosas.

Todos los 2 de febrero se celebra en la ribera de Quilmes la fiesta tradicional de Lemanja, un encuentro de gran importancia para la religión afro umbandista en nuestro país. Según la Agrupación social, cultural y religiosa africanista y umbandista (ASRAU) este lugar fue elegido porque “estas costas fueron testigo de la entrada ilegal de esclavos africanos y fue el lugar destinado para el destierro de doscientas familias de indios Quilmes, con el fin de doblegar su espíritu independiente y libertario”.
Pero ese “espíritu independiente y libertario” no es el que suele emerger en el imaginario social. Estudios sociales sobre la religión umbandista que rinde culto a la diosa de las profundidades del mar dan cuenta de que estas prácticas se asocian a la magia negra, el sacrificio de animales y el oscurantismo.

Alejandro Frigerio en Nuevos movimientos religiosos y medios de comunicación: La imagen de la Umbanda en Argentina (Universidad Católica Argentina) analiza más de 200 artículos de diarios y revistas entre 1985 y 1987. Allí señala que “los paes y maes de santo de Umbanda aparecen como detentores de poderes sobrenaturales, que pueden ser utilizados especialmente para curar dolencias físicas, pero también para resolver diferentes tipos de problemas (personales, sentimentales, de trabajo) así como para “cortar” trabajos mágicos de los cuales los individuos pueden ser víctimas”. En estos artículos periodísticos –sostiene Frigerio- “hay evidencia de que en el imaginario popular, Umbanda, Macumba y la matanza de gallinas aparecen fuertemente relacionadas”.

 

Esta percepción está presente en nuestro paso por esta celebración, en la que intentamos sumergirnos más allá de nuestros prejuicios. Vemos entonces, cerca de la calle, a un grupo de cinco o seis personas dispuestas en círculo que, al momento de nuestra llegada, recitaban o cantaban algo. La sensación es que el rito está allí, se hace carne y no se puede interrumpir.
Hola. ¿Les molesta si nos quedamos por acá para ver cómo es la ceremonia? ¿Podemos sacar alguna foto?
Sí –responde una mujer- pero no pueden meterse al agua con nosotros porque no hay nadie que los pueda cuidar.
Decidimos aguardar e intentar seguir el fluir de la ceremonia. Pero no solo queríamos ver sino conversar con los protagonistas, saber qué significado tenía lo que para nosotras era, al momento, algo indescifrable.
Vemos que el grupo empieza a alistarse. Llega la mae, una mujer vestida de blanco, de unos 50 años con el cabello corto, petisa. No hay nada peculiar en ella que la diferencie del resto. Toman el barco de donde se asoma una botella de jugo de naranja. Otra mujer encabeza la procesión al agua regando el camino con maíz inflado. Llegan al río, bajan las escalinatas con cuidado y se adentran, entre cantos. Al agua, los deseos.

A su regreso, nos quedamos en la periferia del grupo a la espera de una señal que nos indique que ahora sí es oportuno interrumpir. Pero el guiño nunca llega. Preguntamos entonces si podemos hablar con la mae. La respuesta es “No. Ahora está integrada. No te va a contestar”. Luego comprendimos que “estar integrada” significaba que había una entidad manifestándose a través del cuerpo de la mae, que ahora veíamos fumar, tomar alcohol y hablar enérgicamente a quienes la rodeaban. Ese círculo de hombres y mujeres mojados, todos vestidos de blanco, parece ahora sumergido en un universo paralelo donde parte de su diálogo consiste en un enmarañado saludo. Observo. Primero codos, luego brazos, luego besos. Todo por dos.

Estas prácticas, entre otras, son las que abonan para Frigerio la estigmatización de este movimiento religioso por la discrepancia entre “el modelo existente en la sociedad acerca de cuáles son las características de una religión y de un líder religioso (“identidad social virtual”), por un lado y las características de la umbanda y los líderes umbandistas (“identidad social real”), por otro”.

 

Escuchamos unos tambores y emprendemos el camino hacia el sonido. Nos cruzamos con ofrendas que consisten en platos o cajas con comidas, alimentos, maíz inflado, flores y velas dispuestos cerca del río. Entre un mejunje asoma una nota que dice: “Yo Marcos (apellido)”. No se lee más pero parece ser algún tipo de petición para la diosa de las profundidades del mar – a pesar que esta práctica se realiza en el río-. Cada tanto una ventisca nos trae el aroma de un perfume que arrojan a las aguas, también parte de la expresión de deseo y agradecimiento a Iemanjá.

Cuando finalmente llegamos al lugar, vemos a cuatro jóvenes vestidos de blanco, acostados boca abajo y orientados hacia el río. Luego se levantan y se apagan los tambores. Hay velas encendidas formando un cuadrado y al costado comienza a disponerse un grupo de personas que espera ser atendida por la mae. Su nombre es Belén. Es alta, de cabello largo y oscuro, una figura imponente. Está sentada con dos cigarrillos en la mano y una mesa donde disponen un vaso y una botella de sidra. Mueve las manos con exageración, habla fuerte, hace bromas. Su histrionismo pasa casi desapercibido en un contexto donde todo parece un desborde. Sus clientes la miran, pero no logro leer expresión alguna. Es como si hubiese alguna clase de encanto.
Mientras esperamos hablar con ella, otra mae con sombrero de paja y decorado con baratijas balbucea algunas palabras, algunas en castellano, otras en portugués. Se acerca a nosotras y nos extiende una botella con un líquido amarillento. Bebemos un sorbo. Está tibio y es dulzón. Luego se aleja lanzando expresiones ininteligibles al aire.

Volvemos nuestra atención a Belén. Una mujer me pregunta si solo atienden a los de su templo y enseguida la veo haciendo la fila, esperando recibir algunas palabras de Belén, que en realidad se llama pai Alexis pero que en breve va a cambiar su documento. Ella cuenta con una “corte” de miembros que ordenan a los consultantes, les ofrecen acercarse al templo y le pasan una dirección en un papelito que oficia de tarjeta personal. También se encargan de atender demandas de la mae que no asociamos a la espiritualidad. “Traeme un charuto”, grita enérgica.

Una mujer policía pivotea como intentando acercarse a ella. “Te está esperando desde las dos de la tarde”, le dice a Belén una mujer de la “corte”. La mae la mira de arriba abajo y le pide que se saque la gorra. Le habla unos minutos y después la despacha diciéndole “Que te pasen la dirección del templo. Pero venite sin toda esa porquería que tenés puesta” (refiriéndose al uniforme).
Me acerco a preguntar a una creyente por qué consulta. Responde que trajo a su madre “por un dolor en la rodilla que ningún médico encuentra la razón”, y que gracias a la consulta “ya se siente mejor”. Al interiorizarme en esa búsqueda en la Umbanda leo que, según explican sus practicantes, también aporta “claridad”. Fuertemente sincrética, es una de las dos variantes de religión afro – brasileña que predomina en nuestro país. La otra es el Batuque, con mayores elementos africanos. Ambas variantes se practican a la vez porque se las consideran como distintas etapas en el camino espiritual.

Ya de regreso, nos cruzamos con una mujer que con esfuerzo dispone varias bolsas de residuo negras en las escalinatas. Está oscuro. Comienza a romper las bolsas y saca varias estatuillas negras, figuras y frascos que arroja con fuerza al agua. De repente, un nene se sienta y oficia de periodista. Pregunta por estos objetos y ella responde -sin interrumpir su tarea -que pertenecían a un señor que cura y que de esa manera se terminan de ir las enfermedades, con el agua que purifica. “Son cosas buenas –dice- pero no las toques”.

Volvemos y dejamos atrás el sonido del agua, los aromas, las voces. La celebración continúa entre gritos, bailes, saludos codificados. A nosotras nos queda una sensación de haber ingresado en un mundo que por un momento era otro y la percepción de que los deseos siguen allí, flotando.

 

Acerca del autor/a / Andrea Romero

Licenciada en Comunicación Social – UNQUI. Es periodista y comunicadora en la Dirección de Comunicación y Prensa de la Universidad Nacional Arturo Jauretche.

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