Hace treinta años el levantamiento de los militares “carapintada” logró la interrupción de la acción de la justicia y fue la antesala de la sanción de las leyes de “Obediencia Debida” y “Punto Final”. Sergio De Piero nos cuenta una historia de colimbas que dice mucho de aquella Semana Santa en que la democracia volvió a ser amenazada por la corporación militar.
Un grupo de jóvenes sentados desordenadamente en un patio militar. No nos conocemos. Estábamos ahí porque la ley nos obligaba. Al rato, no recuerdo cuanto tiempo pasó, nos separan 30 años de aquel hecho, apareció un hombre de poco más de 50 años, ligeramente obeso, calvo y con el rostro adusto. Imagino que se presentó (luego lo veríamos durante un año entero): era un teniente coronel y nos avisaba que a pesar de la convocatoria, aún no ingresaríamos al Ejército Argentino, y que por lo tanto podríamos pasar las pascuas con nuestras familias. “Que tengan una felices pascuas” saludó. Era el miércoles de la semana santa de 1987. Nadia podía saber el valor político de ese mismo saludo, pronunciado por el Presidente de la Nación, tan solo 5 días después.
Luego del levantamiento de “Semana Santa” encabezado por otro teniente coronel, Aldo Rico, ya sí nos incorporamos al Ejército. La “colimba” (según la jerga popular el acrónimo de corra, limpie, barra) tenía dos actos de ingreso fuertemente simbólicos: primero te quitaban el DNI. Mientras estuvieras “bajo bandera” no lo volvías a ver. En nuestro caso implicaba que no podríamos votar por primera vez en las elecciones de septiembre de 1987; el segundo, el corte de pelo. Luego de la esquila, el centenar de pelilargos pasamos a ser un grupo algo más homogéneo por nuestras cabezas rapadas.
En las generaciones que pasamos por esta experiencia, persiste la volición a la anécdota, por lo general reducida a tres o cuatro, contadas hasta el cansancio. La ruptura de cuajo en la vida cotidiana que suponía ese año en la colimba, quizás lo ameritaba. Eso fue también lo que nos tocó vivir a ese grupo en aquellos años de 1987 y parte de 1988, a cuyos miembros casi no volví a ver. En el aire del cuartel, con esa capacidad de aislamiento que logra respecto del resto de la sociedad, flotaban dos temas: la salida de la dictadura y la guerra de Malvinas. Los mismos militares impenetrables de los primeros meses, en una aburrida noche de guardia, podían largarte alguna frase como esta: “Videla tendría que ser liberado por los servicios que prestó a la Patria. Y encarcelado por el plan económico que llevó adelante con Martínez de Hoz” ¿Quien me dijo eso? Un subteniente que, luego supe, simpatizaba con la causa de los “carapintadas”. Este grupo, que había surgido conjuntamente con nuestra entrada en el servicio militar, sintetizaba a la vez la cuestión de los derechos humanos y de Malvinas.
Tuvieron que ocurrir ambas cosas, los juicios encarados en el gobierno de Raúl Alfonsín por la represión ilegal y la guerra de Malvinas, para que se diera este emergente. Cuando el entonces mayor Barreiro, se niega a presentarse a declarar ante el juez federal en la Provincia de Córdoba acusado por violaciones a los derechos humanos, será un grupo de tenientes coroneles con Aldo Rico a la cabeza los que tomen algunas unidades militares exigiendo “el fin de la persecución” a las Fuerzas Armadas. Como nosotros recién llegábamos junto con el conflicto, no alcanzábamos a notar cuánto había influenciado el fenómeno carapintada en la vida del cuartel, pero era claro que la simpatía de los suboficiales y oficiales inferiores hacia los superiores, no era abundante. Había un puñado de ex combatientes de Malvinas en ese lugar. Con los que más traté, los percibí más golpeados por la guerra que entusiasmados por aquella experiencia estrictamente militar. La opinión sobre quienes habían conducido la guerra, era notoriamente crítica. Se cuenta que muchos oficiales en jefe, temían tomar solos el ascensor del edificio del Estado Mayor, allí detrás de Plaza de Mayo, ante la posible presencia de un subordinado ex combatiente resentido y exaltado. La guerra había trazado, acaso por primera vez, una línea divisoria en el ejército entre la jefatura y el personal subalterno: se había roto la cadena de mandos. Por eso Rico se sentía habilitado a llamar a la conducción del arma “generales de escritorio”, porque los amotinados habían peleado en una guerra, mientras que los primeros, habían permanecido en Buenos Aires. Sin embargo en otra cuestión, esa diferenciación se disolvía, porque prácticamente todos los miembros del Ejército, estaban vinculados a la represión ilegal. Por eso el carapintadismo representaba ambas cosas; dos reivindicaciones en una. Si bien, como se sabe, Aldo Rico nunca fue imputado por un delito de violación a los derechos humanos, sí lo estaban muchos de sus compañeros de armas.
La llamada ley de obediencia debida, lo que los sublevados lograron obtener del gobierno de Alfonsín luego de los hechos de semana santa, (el Congreso la aprobó el 14 de mayo de 1987, un mes después de que se iniciara la revuelta) parecía licuar la confrontación: inmediatamente centenares de militares fueron desprocesados, con lo cual se creía que la cuestión castrense quedaba “solucionada”. Desde luego no fue así: un importante sector de la sociedad, con los organismos de derechos humanos a la cabeza, rechazó el nuevo marco normativo que dejaba libre a figuras emblemáticas de la violación de los derechos humanos como el capitán Alfredo Astiz. Pero tampoco todos los rebeldes estaban conformes. Recuerdo que dos militares llegaron a la unidad militar en calidad de “castigados”: se habían alzado junto con Rico. Quizás como parte de una línea política que se empezaba a dibujar, tenían para con los soldados una actitud mucho más amable, en ese contexto, que el resto de los militares.
Pero el conflicto siguió y esta vez nos tocó adentro.
A fines de enero de 1988, Aldo Rico decidió irse de la unidad militar donde se encontraba detenido, sin que nadie se lo impidiera, y se refugió en un regimiento de infantería en la localidad de Monte Caseros en la provincia de Corrientes. Desde allí anunció un nuevo levantamiento con las mismas reivindicaciones. Pero ya se advertía que asomaba otra cuestión. Con la ley de obediencia debida, muchos militares habían obtenido la impunidad buscada y ya no estaban tan necesitados de estas acciones; con lo cual quedaba claro que Rico estaba buscando algo más que esos beneficios. Ya estaba haciendo política, disputando la orientación que debía tomar el Ejército y quizás, ya pensara en un futuro político para sí mismo.
Imagino que mis compañeros de aquellos años lo recordarán igual. Era, creo, un jueves. Se acercaba el fin de semana y en mi caso, no tenía guardias ni el sábado ni el domingo, un hecho muy poco usual. Como la unidad quedaba en el Gran Buenos Aires, podría pasar en mi casa el sábado y domingo completos. Sin celulares, con alguna radio, de a poco nos fuimos enterando que había un nuevo levantamiento. El interrogante ahora era saber si la unidad en la que estábamos, iba a plegarse. Si lo hacía, los soldados nos iríamos del cuartel porque quedaría bajo total control de los insurrectos. Si no se plegaban, podríamos estar sujetos a formar parte de la fuerza represiva que se estaba montando. Y aunque la unidad era de logística, bien podríamos terminar en Corrientes. Finalmente nuestros jefes no se alzaron, aunque en algún momento se podía ver a los oficiales reunidos en círculos discutiendo, cabeceando sus dudas. Fueron días de mucho calor. Nos la pasábamos deambulando por el cuartel sin hacer literalmente nada. Cada tanto nos reunían y nos decían que tal vez algún grupo debía salir hacia Corrientes, pero era evidente que los mismos oficiales tenían muy poca información. Luego en uno de esos momentos de abulia, pero también de cierto temor, fue que “el flaco”, un soldado cuyo nombre no alcanzo a recordar, lo tiró: “yo no voy. ¿Qué voy a ir a reprimir?, ni loco. Y ya se lo que podemos hacer. Tenemos dos fusiles de los que están haciendo guardia acá en la cuadra (así se le llama al interminable dormitorio). Los agarramos y tomamos la sala de armas”. Naturalmente todos pensamos que el flaco estaba un poco más que delirando, pero como insistía, le presentamos algunos inconvenientes que nos podría causar tal acción, y que tal vez la prudencia no era mala consejera. (Desde luego esas no fueron las palabras; “no digas boludeces” debe haber sido un hilo conductor más realista). No sé si el enojo o el aburrimiento, era lo que lo habían conducido a semejantes ideas.
Finalmente nuestra unidad no fue convocada para la represión. Finalmente tampoco hubo tal hecho porque Rico, que había amenazado con la frase “Soy asturiano. Y un asturiano no se rinde” entregó las armas a los cinco días de iniciado el levantamiento. Su botín, la “sala de armas políticas” del Ejército otra vez le era esquiva. En diciembre de ese mismo año se produjo otro levantamiento esta vez conducido por el coronel Mohamed Ali Seineldin, en el que la disputa de poder al interior de la fuerza fue el protagonista excluyente; Rico ya no pudo participar, preso en una unidad militar. Participaría si, pocos años después, de la contienda electoral, ya fuera del ejército. Hubo un cuarto levantamiento en diciembre de 1990, esta vez si reprimido con artillería apostada sobre la avenida Santa Fe en la Capital Federal. Y hubo muertos. Y fue el fin del movimiento. En esos años también el entonces Jefe del Ejército, el general Martín Balza, afirmó en un programa de TV que la obediencia debida, nunca puede habilitar a cometer delitos atroces y aberrantes.
¿Nosotros? A principios de mayo de 1988, nos devolvieron a cada uno el DNI, no así el pelo. Yo, al menos, nunca más volví tocar un arma.
Acerca del autor/a / Sergio de Piero
Politólogo graduado en la UBA y Doctor en Ciencias Sociales de la UNQ. Es Profesor Titular de la UNAJ en el Instituto de Ciencias Sociales y Administración.