Análisis de las relaciones de fuerza políticas, alineamientos y limitaciones a pocos días de la asunción del nuevo gobierno.
No lo sabíamos ni lo queríamos saber. El espejismo fueron las elecciones generales mientras que las PASO y el balotaje funcionaron en espejo. Los votos que encendieron la mecha del consenso detonador se trasladaron en bloque al candidato libertario; el cuidado de los valores democráticos no alentó ni el voto en blanco. De nada sirvieron las elucubraciones acerca de los votos -¿radicales alfonsinistas, republicanos, socialdemócratas?- que podían migrar de Bullrich a Massa ante el espantajo de un candidato cuyo compromiso con la democracia se reducía al teorema de la imposibilidad de Arrow… El 54 fue 55 y hubo ola púrpura.
Miedo hubo de ambos lados, la espiralización de la inflación fue mayor amenaza que la casta base del peluca furioso, no del todo domesticado por el “pacto de Acassuso”. Del new age al trash, itinerario ético y estético de una derecha desbocada en su goce monetarista y anticolectivista.
Sin embargo, el paisaje que dejó ese vaivén es muy peliagudo para el consenso detonador -reformas de mercado profundas y rápidas sin respetar procedimientos institucionales y con un aumento severo del punitivismo y el ordenancismo- planteado por la derecha de la derecha que en breve será gobierno. Las elecciones generales le negaron volumen político -legislativo, territorial- a las fuerzas del cielo. Como consecuencia del resultado de octubre, UxP queda como la primera minoría en ambas Cámaras -en el Senado, incluso, está a dos votos del quórum propio- y retiene la provincia de Buenos Aires dónde ganó 85 de los 135 distritos; JxC, si aún existe, incrementa a diez el número de gobernadores, contando al Jefe de Gobierno de CABA, y aumenta el número de diputados a 94, sin perjuicio de las fragmentaciones que pueda experimentar ese espacio.
La política por venir no responde solamente al balotaje sino a una secuencia electoral que protegió los territorios, limitó las capacidades legislativas y luego se entregó al alquimista antinflacionario con su sortilegio de leliqs. Tendrá que vadear ese equilibrio con mano política de seda o, en su defecto, el desborde represivo de un populismo de derecha se adivina tan inevitable como temerario. Los primeros días el presidente electo insinuó ademanes de menemista advenedizo, patillas, vedettes y rock n’ roll incluidos, pero su perfil es el de un dogmático cuyo orgullo inaugural no es la representación del pueblo argentino sino el de ser “el primer presidente liberal libertario de la historia de la humanidad”. En esa improbable distinción anida un mesianismo del todo incompatible con la democracia en cualquiera de sus formas; los votos lo autorizan a aplicar su ideología extrema, no a asumir la responsabilidad de representar a una comunidad política seriamente lastimada en toda su complejidad.
“Gane quién gane, yo el lunes tengo que seguir laburando”, ¿cuántas veces escuchamos esa resignación en nuestras exploraciones electorales cotidianas? Hay una verdad plena en esta letanía: no esperar nada de la política, asumir la inercia del deterioro constante del salario real y las condiciones de trabajo, saber que dependo solamente de mi esfuerzo para sobrevivir en condiciones cada vez más precarias. Seguir laburando a la intemperie. Se revela en la frase el individualismo negativo que explica en gran medida la filigrana del pueblo libertario que prefiere, jugado por jugado, empuñar la motosierra antes que seguir penando bajo ese sol tremendo.
Posfordismo, capitalismo desorganizado y pandemia potenciaron ese engranaje de fragmentación, precariedad e informalidad que muchas derechas han sabido capitalizar, claro, con discursos que combinan restauración de las jerarquías de clase, género y raza, por un lado, con una instigación ferviente a la autorrealización competitiva del sujeto empresa, por el otro. Para no perder el hilo de las hipérboles nacionales tendremos un megaministerio de “capital humano”, justamente el concepto que connota que el capitalismo alcanzó su “umbral antropológico” como enseña el filósofo enmascarado en su lectura de von Hayek. En Argentina, tierra proteica de disputas ideológicas y futboleras, Rothbard puede ponerse una peluca -como el monstruo de Charly “que es dueño de esta ciudad de locos”- y soltar todas las palomas, de la “ideología de género” a la “guerra contra la subversión” y la “verdad completa”.
Lo inquietante es que ese ethos libertario atraviesa y disloca a dos componentes constitutivos del régimen democrático que supimos consolidar en las cuatro décadas que estamos a punto de celebrar; sí celebrar. Con todas sus contramarchas esta historia -la nuestra- no se reduce a Milei, ni Milei es el destino fatal de los procesos complejos y de los actores y las actrices comprometidos/as que nos devolvieron tolerancia, derechos, protecciones sociales y pluralismo. Cuestionar esa mirada melancólica y decadentista que, no lo niego, resulta hoy muy tentadora, es un ejercicio político intelectual clave para las luchas por venir.
Los dos componentes a los que me refiero son: la relación política de los grandes partidos populares, sobre todo del peronismo, con los sectores subalternos, por un lado, y los bienes colectivos como dispositivos de inclusión y promoción social, por el otro. Respecto del primero, es evidente que ningún otro discurso/liderazgo reaccionario había logrado interpelar a vastos sectores populares como lo hizo Milei, Menem no lo hizo. El bloque detonador que atravesó el rubicón de las elecciones generales a caballo de un partido franquicia así lo demuestra; en el mano a mano el presidente peluca ganó en el norte, en el sur y empató en la provincia de Buenos Aires. Entiendo que un error fatal sería interpretar ese apoyo como mera reacción, como pura bronca; hay una promesa de redención por el esfuerzo y la libertad, que los partidos populares fueron cediendo en su cruzada compensatoria y que es urgente reintegrar a un imaginario democrático.
La contracara de esta promesa es la confrontación contra “la casta”, y acá viene el segundo componente del régimen que el discurso libertario viene a discutir. La casta no son los políticos privilegiados, los empresarios prebendarios y/o los burócratas sindicales -contra esa casta confrontaron también, a su tiempo, Alfonsín y Cristina: “democracia o corporaciones”- sino las distintas formas de propiedad social que hemos defendido como condición de la ciudadanía: acceso a la salud, la educación, la vivienda y la previsión, para mencionar las principales. El discurso anticasta no es –solamente ni principalmente- antipolítico; es anticolectivo, antisolidario, anarcoliberal. Somos casta los y las docentes y los y las médicos y médicas de los hospitales públicos, los y las empleados y empleadas de empresas públicas que no miden su servicio por el valor de mercado del beneficiario/a.
Entre la Resolución 125 y la pandemia, la grieta permitió gestionar el conflicto político con niveles altos de institucionalización y representación, pero bajo un régimen de pluralismo fragmentado: si bien ocuparon la totalidad del espectro político electoral, ninguna coalición logró alinear apoyos legislativos, corporativos, sociales y territoriales para llevar adelante las reformas que sustentaran sus modelos alternativos de desarrollo. La deuda, la pandemia y la esterilidad irritante del gobierno del FDT redujeron su capacidad de acción a la gestión del ajuste: gradualismo vs. shock como único horizonte de la política argentina. En ese caldo de impotencia se cocinó Milei.
El síndrome peluca es esa convergencia de factores en un momento crucial: la pregnancia popular de un discurso jerárquico e individualizador, el resquebrajamiento de las solidaridades políticas entre los partidos populares y los sectores subalternos y la ofensiva contra las formas de propiedad colectiva que pensamos como base de la ciudadanía.
Ese es el panorama a cuarenta años; y el tamaño del desafío.
Acerca del autor / Germán J. Pérez
Politólogo
Profesor titular en los Departamentos de Sociología y Ciencia Política de la Universidad Nacional de Mar del Plata
Director del Centro de Estudios Sociales y Políticos (CESP) de la UNMdP.