Una larga historia de violencia afecta a Colombia desde mediados del siglo pasado. Los acuerdos de paz de 2012 parecieron inaugurar una nueva época de convivencia que en lo hechos se muestra relativa. Una crónica del conflicto colombiano y los caminos de la política en tiempos de coronavirus.
Para explicar la situación actual y los últimos acontecimientos sucedidos en Colombia es necesario partir de la explicación sintética y necesariamente esquemática de la violencia política en este cercano país. Durante gran parte del siglo XX y comienzos del XXI, la república de Colombia ha sido afectada por fenómenos de violencia masiva constantes. El Estado no ha sido capaz de mantener el control sobre la totalidad de su territorio, siendo su poder desafiado por la presencia de múltiples actores armados, en algunos casos, enfrentados entre sí Las razones que buscan explicar el conflicto armado persistente en Colombia y la aparente incapacidad del Estado de monopolizar y legitimar el uso de la violencia han sido objeto de múltiples hipótesis y debates.
Esta prolongada lucha interna contiene una paradoja: un Estado con enormes dificultades para ejercer la soberanía en su territorio y que, al mismo tiempo, ha ido desarrollando en los últimos años uno de los ejércitos más poderosos, entrenados y mejor armados del subcontinente y que cuenta con el apoyo y la asistencia de los Estados Unidos de América, a través de diferentes planes de seguridad interna como el Plan Colombia y el Plan Patriota.
Del mismo modo, la policía Nacional de Colombia ha ido concentrando poder y capacidades desde comienzos de la década de los noventa. Este aumento del número de agentes y de sus capacidades operativas y de los límites de su accionar le ha dado un peso político en sí. Este crecimiento supuso también una disminución de la capacidad estatal de controlar y evaluar sus acciones y procedimientos.
En el conflicto colombiano se han enfrentado diversos actores. Por un lado, unas guerrillas como las FARC-EP que han operado permanentemente desde los años sesenta hasta nuestros días, a las que se les han sumado otros grupos guerrilleros como el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Estos grupos guerrilleros controlan o han controlado total o parcialmente áreas del territorio colombiano. Asimismo, es importante tener en cuenta el fenómeno paramilitar con sus articulaciones con el narcotráfico y con relaciones porosas con funcionarios del Estado, en particular de las fuerzas de seguridad, tanto a nivel local como nacional.
Esta situación bélica trajo aparejada el desplazamiento forzado de poblaciones campesinas, lo que produjo -según ACNUR- que más de 7.7 millones de personas han debido abandonar sus hogares y tierras de labranza. En este proceso, en el que han tenido que ver tanto las guerrillas como los paramilitares, el desplazamiento fue seguido por una “dinámica de apropiación y despojo territorial”. Este fenómeno fue definido como “una auténtica contrarreforma agraria”.
Los Acuerdos de Paz de la Habana entre el gobierno colombiano y las FARC-EP produjeron, en su momento, grandes expectativas colectivas. Estos acuerdos estuvieron basados en los cinco puntos fundamentales hechos públicos por el entonces presidente Juan Manuel Santos el 12 de octubre de 2012: 1) desarrollo rural integral y restitución de tierras a los que de estas fueron despojados; 2) reforma política y participación ciudadana; 3) fin del conflicto armado teniendo en cuenta el cese al fuego, la “dejación” de armas, la reincorporación de los combatientes de las FARC a la vida civil y a la participación política; 4) solución a los problemas de las drogas ilícitas y sustitución de los cultivos; 5) derechos de las víctimas a verdad, justicia y reparación.
Lamentablemente, en octubre de 2016, el referéndum nacional que buscaba consultar con la población la validez de los acuerdos de paz resultó adverso. La mayor parte de la ciudadanía rechazó los acuerdos y el Gobierno encabezado por el presidente Juan Manuel Santos tuvo que renegociarlos considerando las objeciones expresadas en las urnas. A pesar de ello, todavía a principios de 2016 el panorama del Proceso de Paz se mostraba promisorio. Muchos consideraban que una serie de pasos llevarían, casi inevitablemente, al posconflicto: la concentración de las FARC en diversos lugares del país y el inicio del cese de las hostilidades; la conversión de los acuerdos en leyes y decretos por parte del presidente Santos y de la Comisión Especial Legislativa; la entrega de las armas por parte de las FARC.
Como veremos, algunos de estos pasos se realizaron y otros eventos produjeron, por el contrario, pesimismo y desencanto sobre el resultado final del proceso. No debemos desestimar la existencia de elementos positivos, no siempre suficientemente bien ponderados dada la crisis en que se encuentra el pos acuerdo. Por ejemplo, en un inicio se pudo constatar una situación de mejora y reducción de la conflictividad violenta a nivel nacional, hasta 2018. Además, una amplia mayoría de los ex miembros de las FARC no han vuelto a tomar las armas.
En relación con la decisión de la mayoría de los miembros de las FARC de no volver a tomar las armas podemos afirmar, sin embargo, que se está produciendo, de un modo lento pero constante un ingreso de ex combatientes hacia otras guerrillas, hacia las disidencias de las FARC e incluso hacia el paramilitarismo. Si bien, en este aspecto aún podemos ser medianamente optimistas.
Con respecto a la disminución de la violencia después de los Acuerdos de Paz, un informe de la Fundación Paz y Reconciliación presentado en junio de 2018 nos muestra, entre otros datos, que la tasa de homicidios cada 100.000 habitantes se redujo de 34 a 24 casos. También indica que en ese año los desplazamientos afectaron a 75.000 personas mientras en 2012 afectaron a 272.000. Los secuestros, dice el informe, se encuentran en su nivel más bajo de las últimas tres décadas: 180 casos en 2017 frente a 3000 en los noventa. Los afectados por minas antipersonal fueron 56 en 2017, frente a los más de 1200 casos en 2006.
Al mismo tiempo, es evidente que el Gobierno colombiano ha desplegado recursos propios y especialmente de Organismos Internacionales en las ex zonas de conflicto tratando de resolver problemas de infraestructura básica que representan una “deuda social” con los pobladores de dichas áreas.
En los territorios anteriormente ocupados por las FARC se logró el cumplimiento pleno del cronograma establecido. De allí que se pueda decir que uno de los mayores avances y éxitos de la construcción de la paz territorial en Colombia ha sido el programa de desarme y desmovilización, calificado como alto en su cumplimiento por relevantes organismos internacionales.
No se ha desarrollado con la misma celeridad la reincorporación económica, política y social de los ex combatientes. En la reincorporación política se debe resaltar primero la creación por parte de las FARC del Partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común como consecuencia de las reformas legales para la tan resistida representación política de las FARC en el Congreso y la participación de tres voceros en la Cámara de Representantes y el Senado para las discusiones de los proyectos legislativos correspondientes al Acuerdo de Paz.
En cuanto a la reincorporación social, se pueden apreciar muy lentos avances institucionales como la creación del Consejo Nacional de Reincorporación (CNR), la aplicación del censo socioeconómico realizado por la Universidad Nacional de Colombia, el inicio de procesos de alfabetización, capacitación y bancarización de excombatientes, y la formulación del programa de reincorporación y restitución de derechos de menores que hayan salido de las filas de las FARC.
Las expectativas negativas que supusieron el triunfo electoral de Iván Duque, apoyado por el ex presidente Álvaro Uribe, este último claramente contrario a la paz, preveían una renegociación o una reevaluación radical de los acuerdos. Sin embargo, a su llegada al poder el nuevo Gobierno decidió, al menos en principio y a regañadientes, continuar con el proceso de paz.
La situación política dio un vuelco en 2019 y presentaba entonces una nueva realidad: una serie de movilizaciones populares opuestas a las políticas económicas y sociales implementadas por el gobierno del presidente Iván Duque que, entre otras demandas, buscaban reencauzar el proceso de paz y fortalecer la implementación del Acuerdo firmado en 2016. Estas movilizaciones continuaron durante el comienzo de 2020 por parte de los trabajadores de la salud, trabajadores informales y migrantes, pero fueron temporalmente abortadas una vez que la pandemia de COVID-19 se expandió por el mundo.
Los resultados de las políticas preventivas y el desarrollo de este virus y la enfermedad en el país significaron un test en el que el Gobierno, hasta el momento, sale debilitado. Asimismo, los líderes sociales y ex combatientes amenazados se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad en este contexto, en tanto la restricción de movilidad favorece su localización. Los esfuerzos del Gobierno para garantizar la atención en salud y alimentos y los apoyos económicos a los excombatientes se enfrentan a nuevos desafíos logísticos y operativos, con una disminución de recursos y redefinición de las prioridades. El coronavirus afecta la paz y las dinámicas del conflicto.
Durante el desarrollo de la cuarentena aumentaron las masacres en las zonas de Colombia controladas por los paramilitares. Asimismo, aumentaron significativamente los asesinatos selectivos de líderes sociales. El gobierno argumentó que si bien hubo un aumento de casos se sigue estando en una situación sustancialmente mejor que antes de los acuerdos. Al mismo tiempo, salió a condenar cada una de estas masacres si bien la confianza en la capacidad de ejercer su autoridad en esas áreas se vio claramente comprometida. Concomitantemente, la justicia tomó algunas decisiones que mostraron la connivencia del uribismo y del ex presidente Uribe con el paramilitarismo y el narcotráfico. Tuvo alto impacto la noticia de que Álvaro Uribe haya quedado bajo prisión domiciliaria por orden de la Corte Suprema y se viera obligado a renunciar a su banca de senador.
Es en este contexto, a pesar de la cuarentena, comenzaron a desarrollarse marchas manifestaciones de protesta en todo el país. Una multitudinaria marcha opositora se reunió en Bogotá para repudiar la muerte de Javier Ordoñez al que la policía nacional aplicó varias descargas eléctricas con una pistola táser. La manifestación terminó en graves disturbios en los que murieron diez personas (en Bogotá y en la vecina Soacha), hubo alrededor de 140 heridos y se comprobaron incontables abusos de las fuerzas de seguridad, incluyendo casos denunciados de torturas y ejecuciones.
Si bien luego de los hechos Iván Duque afirmó que no se toleraría el abuso policial, su declaración estuvo lejos de conformar. Además, posteriormente, el gobierno culpó a grupos organizados relacionados con el ELN por el ataque a 20 CAS (Comandos Policiales de Acción Inmediata) y el incendio de una cantidad considerable de buses de transporte público.
La opositora alcaldesa de Bogotá ha llamado a la ciudadanía a mantener la calma al mismo tiempo que reprendió a la policía exigiéndole “ceñirse al ejercicio legítimo de sus funciones”. Claudia López ha asegurado que Bogotá rechaza “la violencia y el abuso policial” y ha reiterado el compromiso “con la verdad, justicia, paz y reconciliación”.
El gobierno del presidente Iván Duque se encuentra en una situación difícil, si bien es poco probable que sea objeto de un proceso destitutorio dada la conformación actual del Congreso. Sin embargo, debemos tener en cuenta que las elecciones presidenciales, junto a las elecciones legislativas, tendrán lugar en mayo del 2022 con lo que el presidente, si no logra revertir esta situación, tendrá que caminar más de la mitad de su mandato debilitado y atravesando un estrecho desfiladero político.
Acerca del autor / Santiago Álvarez
Abogado (UCA). Doctor (PhD) en Antropología social de la London School of Economics and Political Science en donde anteriormente recibió un master (Msc) en la misma disciplina. Profesor titular regular – UNAJ. Dicta las materias de Antropología Política, en la Maestría en Antropología Social IDES-IDAES Universidad Nacional de San Martín, y de Antropología de la comunicación en la Universidad de San Andrés. Desarrolló trabajo de campo en Antropología Social en Colombia, Burkina Faso y Argentina.