Poéticas

NARRATIVAS DEL CONURBANO

Cuidado intensivo

Por María Insúa

María Insúa nació en la ciudad de Buenos Aires y vive actualmente en  Avellaneda. Es Licenciada en Ciencias de la Educación; Profesora de Lengua, Literatura y Latín; Coordinadora de grupos de narrativas docentes. En 2016 publicó el cuento “Eliseo” en una plaquette del sello Paisanita Editora; en 2018 participó en el libro Martes Verde, compilación de poemas de poetas por el derecho al aborto legal, edición a cargo de seis editoriales; también en 2018 participó del libro La visita, proyecto sobre canciones de Loreena Mac Kennitt, edición a cargo de Garmán Weissi y Alejandro Parrilla. En abril de 2019 el sello Paisanita Editora publicó su novela Bicho taladro. En junio de ese mismo año, su poema “Una piba” fue seleccionado por la convocatoria del colectivo feminista Somos Centelleantes y publicado en la antología La rebelión de las lombrices. También, con el poema “Regalo” participó del libro Es tiempo de soltar la lengua, editado por El colectivo.

 

No salgan de sus casas, dice un megáfono del móvil de “cuidado urbano”. No estamos ni en tu casa, ni en la mía. Nos perdimos dando vueltas y aparecimos en una calle sin nombre. Vemos a un niñe que llora. Lo abrazamos hasta casi meterlo en nuestros cuerpos. Tenemos esas maneras, nos olvidamos de lo que no se debe. 

Buscamos un lugar para pensar. Hay un árbol. Hacemos una cadena de manos y subimos hasta donde las ramas son cómodas para sentarnos. Nos apoyamos en tu pecho. Contás algunas historias de cuando eras chico y te lo pasabas en el campito de tu barrio; el niñe dice que una vez fue a Rosario y los primos le regalaron una onda. Vos y yo decimos al mismo tiempo: gomera. Divido en tres el chicle que nos queda y le enseñamos a sentir el airecito que hace chocar la menta contra el paladar. Le silba a un perrito color mugre, lo hace apretando los labios; lo seguís con silbido de dedos entre los dientes. Agarro el labio pero me sale pura saliva. Nos reímos. Decís: dale, seguí. Te hago caso hasta que exhalo un sonido de gorrión.

El perro busca la forma de subir. Bajás y lo traés. Levanta las orejas a la primera caricia. El niñe dice que tiene cara de pancho. Nos gusta el nombre y decimos: qué rico comerse un pancho ahora. Él se acuerda donde vive. Dice:  vivo enfrente de una yel que vende panchos. Le contás, con detalle, de algunas yels de por acá. Lo mirás a los ojos. Le parece que alguna de esas es y también pueden ser, otras.

Bajamos del árbol. Lo acompañamos. Él lleva alzado a Pancho. Nos para un móvil de “cuidado urbano”. Preguntan dónde vamos. Decimos: a casa. Caminemos en zigzag, decís, y evitemos el control. Paramos en algunas yels. No vendían panchos. Bamboleamos el cuerpo para agregarle punch al zigzag. Llevás en la espalda al niñe dormido, contra mi cadera acomodé a Pancho. Gime. También tengo hambre. Su pata escarba en mi bolsillo y caen la llaves de donde vivía, es un peso menos. Comemos costillas de brontosaurio abajo de una autopista. Son tan grandes como las tuyas. 

¿Me engendró tu costilla? ¿Salí nueva para fagocitarte?

El niñe tiene algunos dientes reducidos, un panchito húmedo se bancan. Le hacés un sánguche de papas. Le sostengo un hueso a Pancho, tiene canas y está flojo de colmillos. Le gusta más la coca que el hueso. ¿Esto será conocernos?

Te acordás de que en tu auto hay bolsas de dormir. No sabés dónde lo estacionaste. Tampoco tenés las llaves. Tiro una idea de evasión momentánea: cada tres pasos levantar una rodilla, no vale la misma. Pancho es el único que me sigue, parece que un elástico lo alza de la nariz hasta mis rodillas y le hacen ole como una sortija de calesita.

Pregunto: ¿alguna vez se sacaron la sortija? El niñe no sabe qué es, vos decís, sí, el calesitero se la ponía casi en la mano a una piba, pero yo la agarré con toda mi fuerza, llegué a sacarme el dedo de lugar para conseguirla. 

Trato de matar la peste de mosquitos, intento sacársela al niñe, Pancho lucha a los mordiscones. Estamos en ojotas, los pies hirviendo de ronchas. Buscamos alivio saltando sobre el polvo. Digo: bañémonos como los caballos. Pancho es el único que se acuesta en la tierra y gira conmigo.

Apagaron las luces de la autopista. Nos guiamos por las luces de un camión hasta que dobla. En la curva vemos unas chapas levantadas. Pancho corre con el hocico abierto, el niñe grita, uh, bardo. Tres cimarrones casi lo liquidan antes de que llegue con las ojotas en la mano y les distraiga las mordidas a cuchilladas de goma. Pancho se entrega a la calentura de los otros. El niñe se desarma de risa. Me quedo descalza.

Las chapas construyen algo menos provisorio que la intemperie. Hay trapos tirados, una oveja atada, un tambor con agua cerrado con arpillera, un pozo con gatites. El olor tapa el miedo. Mi celular no tiene batería, al tuyo lo dejaste allá, no pasan más camiones, después de un rato la oscuridad ya no ciega. Caminamos en círculos, vos con los gatites encima, el niñe alzó a Pancho, yo a él (sentir la sangre caliente).

Atrás de una fila de plantas de mariguana encontramos la vena cava inferior de la cloaca, una zanja para la mierda. El niñe se agarra el culito, se me escapa, dice. Querés ayudarlo. Te patea y me abraza. Se duerme pegado a mí, después de preguntarte si sos mazorca.

Me despierto por el ruido como a carne tirada en el caldo de una olla.  Entre el hambre y el sueño veo un camión volcando coágulos de sangre y vísceras en el arroyo. Pancho está sacudiendo a los gatites, el niñe les está pidiendo algo de comer a los del camión, vos te fuiste en la madrugada, sentí el olor de tu mano y me di cuenta.

Voy con los camioneros. Les negocio las mejores plantas. No quieren, me piden la oveja, casi salto o levanto los brazos para celebrar, pero finjo que la quiero. La cargan y me dan una tira de salamines, una de morcilla y plata que les reclamé para el pan. El que maneja, antes de cerrar la puerta, me dice, cuídese y quédese en su casa, señora. Parece un saludo de Año Nuevo o del día de la madre cuando los hombres felicitan a todas las mayores de 30.

Los cimarrones comen las inmundicias que todavía no empujó el agua grasienta del arroyo. El niñe dibujó con una rama un círculo en el polvo y nos dijo que nos sentemos sobre la línea. Ayudó a Pancho, a los gatites y preguntó por vos. Aunque sin pan, comimos bien. Le digo que vas a volver. No sé dónde estamos ni dónde vamos a estar en un rato antes de que se haga de noche. Le digo que no tenga miedo. Pregunto: ¿qué es un mazorca? Responde: el que te rompe el culo.

Hago una bolsa con la arpillera para llevar los gatites. La calle está enrarecida parece que hubieran tirado una bomba inaudible y espesa. Pasa un helicóptero  y levantamos la cabeza, ¿dónde aprendieron ese gesto Pancho y los gatites? 

Caminamos debajo de la autopista que nos sirve de techo. El niñe señala algo que no llego a ver. Son dos tapers con agua. Pancho toma de uno y el niñe del otro, lo levanta para que no me agache tanto. Siempre hay gente que deja agua para los perres y los gatites y para nosotres aunque no lo sepan.

Pasa el móvil de la guardia urbana. Se divierten con los celulares. Ya no les importamos. El niñe dice que nunca vas a volver. La autopista está cada vez más alta. Caminamos en bajada. Nos rodea la intemperie.

Las bombas que no se escuchan desorientan.

 

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