Octubre fue un mes promisorio para las luchas del movimiento feminista nacional: el día 5 el congreso aceptó a trámite la iniciativa legislativa ciudadana de un proyecto de ley para despenalizar el aborto. Unos días después, en el 31º Encuentro Nacional de Mujeres realizado en Rosario, el taller sobre aborto y anticoncepción obtuvo una masiva e histórica participación. Todo ello nos indica –una vez más– la necesidad que tenemos las mujeres de hacer del aborto un tema público. En este ensayo en primera persona, Agostina Marchi vuelve a ofrecer argumentos a favor de la despenalización, a la luz de las injusticias cometidas en torno al “caso Belén”.
Hace unos diecisiete o dieciocho años, allá por el final de los 90’s, me encontré (recién salida del colegio –católico, apostólico y romano, sí– y quizás ya cursando el CBC –ateo, libertario y socialista, o al menos eso creía yo cuando todavía mi ingenuidad le ganaba a mis años) yendo con mi hermana cuatro años menor que yo a un “festival” en Pza. Houssey (sí, era un “festival” chiquito…). Creo que la ocasión era el Día de la Mujer o algo por el estilo. Mi ocasión era que tocaba She-Devils y quería verlos. En cualquier caso, el “festival” ocurría, casi en primer término, alrededor de la lucha por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito.
Éramos treinta gatos locos. Con mi hermana nos sentamos en el respaldo de uno de esos banquitos de plaza de cemento, los pies en el asiento en vez de en el suelo. Era de día, serían las cinco de la tarde o algo así. No me acuerdo del show de She-Devils. No me acuerdo quién más tocó. No me acuerdo, de hecho, si tocó alguien más o, para el caso, en qué fue que se nos fue toda la velada. Sí me acuerdo –patente– de las chicas con los carteles.
Estábamos sentadas, ahí, en el banquito, viendo todo medio desde afuera, entendiendo a medias en dónde estábamos y pudiéndonos explicarnos a nosotras mismas a cuartos por qué es que estábamos ahí, cuando de repente las dos detuvimos la mirada en las mismas tres o cuatro chicas, aparentemente sólo algunos años más grandes que nosotras, y por varios segundos largos no pudimos más que quedarnos mirándolas alevosamente fijo —haciéndonos, obvio, las tontas y las impávidas a la vez.
Creo que llegaron a pasar minutos enteros sin que ninguna de las dos dijera una sola palabra. Creo que tocó alguien, quizás She-Devils, y creo que se hizo de noche. Las tres o cuatro chicas de los carteles/cartones en el pecho (sí, ya sé que no lo dije, lo estoy diciendo ahora: tenían unos cartones marrones horribles y re truchos, básicamente un pedazo de caja cortado en forma rectangular, colgados del cuello con unos piolines igual de feos y truchos) seguían en la plaza, iban y venían riéndose, como si nunca hubiesen notado los carteles/cartones que nosotras no podíamos parar de notar. Creo que la que abrió la bocota primero –para emitir juicio urgente, evidentemente– fui yo. Seguro que fui yo. “O sea… Está todo bien si no quisiste tener un bebé, por lo que sea, está todo bien pero… ¿‘Y LO VOLVERÍA A HACER’? ¿En serio? ¿Hay como necesidad de colgarte un cartel que diga: ‘YO ABORTÉ Y LO VOLVERÍA A HACER’? O sea, ¿como para qué? ¿Qué ganás? Y aparte, cualquiera, porque mentira que lo volverías a hacer, nadie quiere abortar, te pasa que tenés que hacerlo y no queda otra y está bien, pero nadie elige abortar.” No sé qué o si mi hermana dijo algo.
Clemencia. Tenía unos dieciocho años —y venía de doce años de educación católica, apostólica y romana, recuérdese. Por lo demás, era una flamante alumna de la Universidad de Buenos Aires y había aprendido a cortar la calle en hora de Sociología, era 1999, de verdad que estaba todo bien con todo lo que estaba pasando en la plaza pero… ¿Esos carteles? ¿En serio? Habían, existían –ahí, ¡las estaba viendo!– tres o cuatro mujeres jóvenes, no tanto más grandes que yo, que habían decidido escribir, y en letras súper grandes, “YO ABORTÉ Y LO VOLVERÍA A HACER” y se habían colgado semejante oración en el pecho para que todos pudiesen verlo. ¡Para que todos pudiesen verlo! ¡¿Qué les pasa?! ¡¿Están locas?! ¡¿Por qué alguien en su puto sano juicio se colgaría un cartel que anuncie a los cuatro vientos justo esa cosa que hizo que hubiera preferido no tener que hacer?!
Una letra escarlata. Una letra escarlata –una marca, un estigma, un símbolo del pecado, el error o por lo menos el mal juicio que los “virtuosos”, los “correctos”, los “juiciosos” cuelgan en el cuello de la hereje– que estas pibas van y se cuelgan a sí mismas…
Casi veinte años más tarde lo veo claro como el agua (como el agua cristalina en la que ésta, hoy –con suerte al menos un poquito– también bruja, no se hundiría ni aunque le ataran tres yunques): las pibas eran brujas, las pibas eran putas adúlteras. E iniciación de iniciaciones: fuesen quienes fuesen los juiciosos de turno encargados de colgar letras escarlatas en brujas o putas adúlteras, siempre hubo, desde el rincón más oscuro de la más oscura Edad Media hasta esa Pza. Houssey de final del menemismo y más allá (o en fin, más acá), brujas y putas adúlteras que ni por un segundo –¡oh revelación!– creyeron que su condición de “brujas” y “putas adúlteras” (condición por definición siempre juzgada desde un exterior moral ajeno a toda práctica ética de sí) fuese un problema de ellas (o las hiciera pecadoras, o viniera a significarlas erradas, o fuese la marca del ser poseedoras de un muy, muy, muy mal juicio): los únicos que tenían un problema, los únicos que siempre tuvieron un problema, son los señores “juiciosos” y sus recatadas mujeres, las objeciones de su (mala) conciencia.
El juicio –y sus letras escarlatas, y sus hogueras, y el poder de policía post-sacerdotal que sustenta todas las variantes contemporáneas de sanción de la “herejía”– es uno de los engendros del mundo y el discurso occidental, blanco, heterosexual, patriarcal, moderno y post-cristiano que supimos erigir, nada más que un mundo pequeño, chiquitito, mezquino entre tantos (infinitos) otros multicolores mundos posibles. ¿Vivimos en sociedad? Sí. ¿Toda sociedad implica unos límites y un código penal que los sostenga? Sí también. ¿Esos límites existen en la realidad? No. ¿Podemos discutirlos si nos resultasen estrechos, incómodos, contraproducentes o incluso contradictorios con el propio mundo que esos límites definen? Por supuesto. ¿Y si no nos dejan? ¿Y si no nos escuchan? ¿Y si ya van seis veces que el Congreso se niega a hacerse cargo de esa discusión?
Una letra escarlata. Una letra escarlata que, al ser reapropiada, invierte la dirección en la que señala el dedo enjuiciador (que es siempre el de ellos, las brujas y las adúlteras no juzgamos) y se vuelve increíblemente molesta, incómoda, absolutamente perturbadora. Una letra escarlata que es ahora signo de su ignominia —su estrechez de miras, su mala conciencia que objeta para no tener que hacerse cargo de sí misma, de su maldad, su asesinato clandestino. Una letra escarlata, también, que libera, que le permite a la valiente que se la cuelga preguntarse en serio, con la mayor de las seriedades, qué le pasa a ella con esa experiencia, por definición íntima, que esa letra quiso (¿ya otrora? ¿ya es nuestra?) venir a designar como si pudiera reducirla al mero sino al que unas Escrituras narradas por otros y desde afuera la condenan.
Es mentira que ninguna mujer elige abortar. Ninguna mujer elige un embarazo no deseado, claro. Ahora, ocurren embarazos no deseados, por mil y un motivos. Y algunas mujeres eligen, sí, eligen, abortar. No es tan difícil de entender: algunas mujeres eligen ser madres (a nadie le parece una locura esa oración…). Algunas mujeres, por su lado, eligen no serlo. Y elegir no serlo, en una situación de embarazo no deseado, de anticoncepción fallida sea por el motivo que sea, es elegir abortar. Y que le cueste a quien le cueste, pero, dadas –debería poder decir “garantizadas”, pero todavía no puedo y por eso escribo– dadas las condiciones adecuadas, es una decisión tan orgánica e interna y absoluta como la contraria: el tan tiernamente visto deseo de ser madre de una mujer es el tan horrorosamente temido deseo de no serlo de otra; los dos deseos valen lo mismo en términos íntimos; los dos deseos son, de hecho, para la mujer que decide, el mismo deseo desdoblado en sus dos posibles.
Está pasando algo raro. Hay unos reclamos que no son nada nuevos pero que se escuchan, no sé si tanto más fuerte, pero sí más claro. Tal vez no tendría que sorprendernos nada que la reacción de La Reacción sea ridículamente desmedida (y cruel, y ensañada, y –caramba– para nada “juiciosa” —legalmente injusta, de hecho: ilegal). “Metan a esta piba en la cárcel, osó perder un embarazo.” A nadie le importó si sabía si estaba embarazada o no; cómo puede ocurrir (porque ocurre) que una mujer no sepa que está embarazada; cuántas cosas hizo mal este Estado para que eso pueda ser una posibilidad; si estaba teniendo un aborto espontáneo o si lo que estaba ocurriendo era que un aborto (mal) inducido estaba a punto de salirse de control y matar a la mujer supuestamente gestante en cuestión —ni qué hablar de que a alguien le hayan importado las tantas causas también estatalmente evitables que podrían haber precipitado, de ser ése el caso, un embarazo no deseado, primero, y un aborto inducido después. Y que se entienda: a nadie tendría por qué demonios haberle importado nada de todo eso: el protocolo del Ministerio de Salud de la Nación para la atención de los abortos no punibles, actualizado en 2015 siguiendo los lineamientos trazados en 2012 por el fallo F.A.L. de la Corte Suprema de Justicia, obligaba al Hospital Avellaneda a atender a Belén y a no judicializar esa atención fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo y, más importante aún, fuera lo que fuese lo que creyeran y pensaran y juzgaran sus médicos tratantes. Lo que digo es que los señores juiciosos y el desfile de objeciones de todas sus minúsculas malas conciencias no cumplieron la ley al decidir juzgar lo que no les correspondía juzgar y, tras eso, volvieron a no cumplirla cuando, con Belén ya en el banquillo de los acusados, decidieron que pasara a no importarles un carajo exactamente eso mismo que los había escandalizado en primer término (se vulneró el principio del debido proceso; no se escuchó lo que ella tenía para decir; se otorgó veracidad a pruebas sin valor jurídico alguno mientras se desoían otras tantas que gritaban en sentido contrario). “Presa. Y si son un montón de años mejor, cambiame la carátula y mentí bien del todo. Que quede clarito que acá no se pueden perder embarazos, en ninguna circunstancia y bajo ningún concepto. ¿Qué? ¿#LibertadParaBelén? Olvidate, da el nombre real de la piba y prendela fuego, a ver si así se dejan de joder.”
Prendela fuego. De acá a la hoguera no hay mucho trecho. Más si les seguimos quitando la letra escarlata que colgar, porque ésa ya la hicimos nuestra. Toca hacerse presentes, señoritas (señoras, damas, muchachos con útero, lo que sea: organismxs biológicxs parlanto/pensantes con capacidad de ser fecundadxs todxs): potenciales reproductorxs del género (humano) que se preguntan, que se investigan, que se ponen en duda y que cuidan de sí o, necesariamente, obligadas reproductoras del género (femenoide, débil, apocadito, obediente y familioreproductor) a secas, abortemos en secreto o no.
Acerca del autor/a / Agostina Marchi
Licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires. Maestranda en Comunicación y Cultura (Facultad de Cs. Sociales, UBA). Fue docente de la Facultad de Derecho y de la Facultad de Cs. Sociales de la Universidad de Buenos Aires y se desempeñó como investigadora en varios proyectos UBACyT.