A la media tarde, el centro de la ciudad se había convertido en un infierno de gases lacrimógenos y palos.
El antecedente había sido noviembre de 1981 en la Iglesia de san Cayetano, cuando una multitud se movilizó con la consigna de la CGT “Paz, Pan y Trabajo”. Después de la marcha, en los fondos de la Parroquia hubo una misa, y al final, entre cánticos religiosos que trataban de taparla, brotó en el grito de miles de gargantas jóvenes la marcha peronista. Primero un murmullo, después más fuerte, luego imparable. Las guitarras de los curas trataban en vano de taparla.
Como debían desconcentrar por un portón lateral que daba a un terraplén sobre la avenida Rivadavia, al costado de la calle se apostaron los camiones de la Guardia de Infantería. Los policías avanzaron tirando gases y la corrida fue entre los autos. Desde los colectivos que circulaban por Rivadavia algunas personas puteaban a la policía en apoyo de los manifestantes caídos. Después de la desconcentración se supo que hubo decenas de detenidos.
Unos meses más tarde, el 30 de marzo, con la misma consigna, la CGT de Ubaldini convocó a la Plaza de Mayo. Desde la mañana se sabía que el gobierno había cortado todos los accesos y que iba a impedir la llegada, pero igual las columnas intentaron avanzar hacia la Casa de Gobierno. Ya en la zona del obelisco se desató la represión, diezmando y disgregando las columnas de trabajadores y estudiantes que hasta allí habían llegado organizados. A la media tarde, el centro de la ciudad se había convertido en un infierno de gases lacrimógenos y palos. Los manifestantes que no querían abandonar la zona y que habían perdido sus contactos iniciales, se reagrupaban de manera espontánea en cualquier esquina para enfrentar a la policía. Y nuevamente eran disgregados. Grupos efímeros, de voluntad compartida, corrían a la búsqueda de un nuevo encuentro con desconocidos, en la esquina siguiente, con el grito atragantado tantos años “¡Se va a acabar / se va a acabar, /la dictadura militar!”.
Cuando cae la bomba y el gas se desparrama, la vista se nubla, la garganta se cierra, muchos se doblan en dos y son auxiliados por otros a los que hasta ese momento no conocían, manos anónimas que los rescatan y confortan.
Con el paso de los años se contarán escenas de película. Las de personas desconocidas entre sí, unidas por la indignación y la experiencia de años de censura y oprobio. Los zaguanes que se abrieron espontáneamente para refugiar a los perseguidos; Los empleados que miran desde las alturas de las oficinas y cada tanto tiran con lo que tienen a mano a los policías que, allá abajo cierran por ambos lados la calle para llenarla de gases y detener, asfixiados y confusos, a todos los que intentan escapar de la encerrona; En una heladería se refugian decenas de personas, Entra la policía al grito de ¡Los que no están consumiendo, van saliendo en fila! No alcanzan las manos de los heladeros para servir helado gratis para todos; Un hombre de impecable traje de ejecutivo, con maletín al tono, se para ante un colectivo en el que van juntando a los detenidos para expresar una queja formal de ciudadano; Lo suben con el resto; A un pibe joven, lo arrastran detenido al colectivo en el que ya hay muchos y muchas; Eh, ¡que son esas caras tristes! ¡Vamos compañeros! El ánimo rebrota; Los llevan a la comisaría al son de la marcha peronista.
¿Cuánto tiempo duró? Las oleadas se repitieron por horas. Recién entrada la noche el centro fue desalojado. Fueron 2.000 los detenidos y cientos los heridos. La dictadura tembló en el anuncio de que lo oculto comenzaba a desafiarlos. Seis años habían transcurrido desde la irrupción ilegal del poder disciplinador, 30.000 desaparecidos, miles de presos sin proceso, miles de exiliados externos e internos, un plan económico devastador, un cambio en la estructura social que marcaría el inicio de una nueva etapa en la Argentina. Y sin embargo, la hidra de mil cabezas –según la feliz expresión de James Petras- que era el movimiento popular argentino, irrumpía nuevamente para impugnarlos.
El viernes 2 de abril, la militancia peronista que se expresaba en Centros Culturales que florecían como hongos por los barrios de la ciudad convocó a una peña/acto en la Federación de Box. Esa mañana se había dado a conocer la noticia de que comandos del ejército argentino habían ocupado las Islas reivindicando la soberanía argentina sobre el archipiélago. El acto de la militancia quedaba extemporáneo frente a los hechos, pero igual los organizadores continuaron con la convocatoria. Por la noche el local fue rodeado por un desmesurado operativo con carros de asalto y decenas de policías. A cada instante crecía la sensación de que todo terminaría en la comisaría. Los números musicales fueron templando el ambiente y se anunció la liberación de los detenidos del 30. Cuando la murga irrumpió con cantos de protesta, las tensiones contenidas desbordaron las ganas de cantarles en la cara la marcha peronista. La policía suspendió la peña, pero no detuvo a nadie. Salieron custodiados por hileras de uniformados. Al día siguiente, la guerra abrió un paréntesis, pero allí no acabó la historia.