En Colombia el gobierno y la mayor guerrilla del país están cerrando el acuerdo para poner fin al último conflicto armado del siglo XX en América Latina. En el horizonte del posacuerdo, la paz también requiere el abandono de los privilegios de las élites dominantes colombianas.
El llamado conflicto en Colombia hunde sus raíces en la historia reciente y no tan reciente del país; sin embargo, nos ubicaremos en los últimos sesenta años cuando emergen los principales movimientos insurgentes para intentar entender un poco mejor el momento de acuerdo y posacuerdo que se vive actualmente en esta nación de 50 millones de habitantes, 2.900 kilómetros de costas en dos mares, una superficie de más de 1.1 millones de kilómetros cuadrados, de los cuales casi un 10% está constituido por la selva amazónica.
En 1958 los dos partidos políticos liberal y conservador llegan a un acuerdo denominado Frente Nacional, una estrategia que les permitiría turnarse en el poder por los siguientes dieciséis años, imposibilitando de esta manera, el acceso al escenario público de cualquier otra opción política. Lo anterior sumado a la ley de tierras del año 1936, promulgada por el estado que no cumplió la promesa de entrega de predios a campesinos, provoca una atmósfera de inconformidad social que alcanza su punto más crítico con el asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948.
Así, con estos precedentes surge en 1964 la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC- conformada inicialmente por un grupo de campesinos sin tierra; posteriormente en 1966 hace su aparición el Ejército de Liberación Nacional –ELN-. En 1967 se dio a conocer el Ejército Popular de Liberación –EPL- y en 1970 se hizo público el Movimiento 19 de abril –M19-
A lo largo de las últimas décadas, han sido muchos los intentos de diálogo entre el gobierno y estos grupos armados, la mayoría truncados por diferentes razones y actores: grupos paramilitares, sectores radicales de derecha, fenómeno del narcotráfico, etc., lo cual generó un clima de desconfianza en ambos interlocutores que, en esta oportunidad, parece haber sido rebasado (que no desaparecido) con los recientes diálogos que tuvieron lugar inicialmente en Oslo, Noruega y culminaron en la ciudad de la Habana, Cuba.
Los acuerdos alcanzados en la Habana, después de cuatro años de negociación en los cuales hubo representatividad de diversos sectores civiles, eclesiásticos y militares del país, se resumieron en un documento que, con muy poco tiempo para socializarlo ante la nación, se sometió a aprobación bajo la figura de plebiscito el 2 de octubre del año 2016. Por primera vez en la historia del conflicto en Colombia se llegaba hasta esta instancia en un proceso de diálogo con la insurgencia.
Pero la sorpresa la dio la llamada oposición que logró polarizar al país y dividir las opiniones, haciendo uso de una efectiva campaña de desinformación, que incluyó desde afirmaciones falsas hasta concepciones religiosas retrógradas, convenciendo a más de la mitad de los votantes de la inconveniencia de esos acuerdos que debían ser revisados, transformados y votados nuevamente.
Así, repentinamente el escenario de la guerra pareció haberse trasladado también a los medios de información que, aprovechando la inesperada bonanza representada en jugosas ganancias por concepto de pautas publicitarias y propaganda oficial y privada, también se alinearon, muchos de ellos, no con la responsable aspiración nacional de un país menos violento, sino con las ambiciones políticas y económicas de los propietarios particulares de los medios de información.
Con una abstención electoral nunca antes registrada, 62.6%, una población desinformada y polarizada, en la cual tanto los simpatizantes del proceso de paz como sus detractores, mayoritariamente, no conocían el texto final del acuerdo y unos votantes movidos más por la emocionalidad transmitida por discursos populistas de un lado y temerarios del otro, los partidarios del “NO” habían derrotado los acuerdos de la Habana.
De esta manera, en un país dividido en opinión, se designó una comisión mixta que incluyó también a representantes de la oposición para revisar y ajustar un nuevo documento que en esencia contiene las mismas decisiones del anterior y en esta oportunidad fue avalado por el Congreso de la República, sin ser necesario el respaldo de sus detractores.
Han sido -y continúan siendo- muchas las arremetidas en contra del acuerdo, provenientes de la llamada oposición, cuyos miembros más notorios son algunos expresidentes, políticos, empresarios y seguidores de marcada ideología de derecha, con posturas tan radicales y retrógradas que algunos los califican de extrema derecha.
Nunca en la historia de Colombia algún partido de izquierda ha podido alcanzar el poder, razón por la cual hay quienes afirman que es muy compleja y paradójica la situación política de un país cuando el gobierno está en manos de la derecha y la oposición es la extrema derecha.
También resulta bastante complejo de entender que Colombia aparezca como la democracia más antigua de Latinoamérica, sin embargo, este título no se corresponde con los niveles de percepción de corrupción que nos ubicaron en el año 2016 en el puesto 90 entre 176 países, según el informe de Transparencia Internacional.
Y las paradojas no terminan allí, la Encuesta de Situación Nutricional -ENSIN-, con datos del año 2010, afirma que el 10% de la mortalidad infantil en Colombia está asociada a causas de desnutrición, algo que resulta inaceptable en un país abundante en recursos naturales, privilegiado con costas en dos océanos y un incomparable rango climático que va desde los cero hasta los cinco mil metros sobre el nivel del mar.
Además, la democracia más antigua de América Latina se ubica en un deshonroso 14° lugar como país con mayor desigualdad, dentro de 134 observados por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD-, lo que trae como consecuencia, entre otras, que una cifra cercana al 50% de la población viva en condiciones de pobreza.
Todo lo anterior es tan sólo una muestra del escenario social, político y económico en el que se lleva a cabo, como resultado de la firma del acuerdo con las FARC, un proceso de posconflicto que corresponde realmente a un posacuerdo, puesto que el conflicto, siempre presente en las sociedades, tiene varias vías de solución, pero en Colombia ha sido sistemático el uso de la violencia para dirimir las diferencias entre grupos armados y gobierno; lo que hace de esta coyuntura, impensable hace apenas unas décadas, una esperanza inaplazable de salida dialogada y pacífica al conflicto con uno de sus principales protagonistas.
Es un hecho que son diferentes los intereses que generan tensión en este proceso, especialmente las llamadas fuerzas obscuras que dejan muy en claro -junto a algunos sectores de la élite- que no cederán fácilmente, así sea una parte mínima, los privilegios de poder que históricamente han ostentado, para acompañar este intento de recomposición de una sociedad azotada por la inequidad en las oportunidades y poder así potenciar el capital material y humano de un país privilegiado por la naturaleza y diezmado por sus dirigentes.
Por supuesto, la paz completa no se alcanzará con la firma de un solo acuerdo, pues son varios los grupos desde donde se disparan las armas, pero es francamente esperanzador que hoy el diálogo permita hacer un nudo a los cañones de diez mil fusiles, que salvarán muchas vidas y arrebatarán electores a la muerte.
Sería ingenuo también pensar que para alcanzar una convivencia pacífica bastaría con silenciar los fusiles; es necesario hacer las inversiones sociales y en infraestructura para que la miseria y la corrupción no continúen siendo un detonante capaz de convertir a uno de los países con mayor biodiversidad en el mundo en un cementerio donde, a la par con las víctimas, se entierra la esperanza de todo un pueblo de vivir en condiciones dignas.
Es claro, además, que corresponde ahora a las organizaciones sociales, a la educación en general y a la universidad en particular acometer la quijotesca tarea que no se realizó antes del plebiscito: proponer los debates y desarrollar los microcurrículos que permitirán anteponer el anhelo de convivencia pacífica a cualquier postura guerrerista, permeando y acompañando desde sus funciones sustantivas a las comunidades académicas y los grupos humanos que la asumen como espacio, por excelencia, de construcción y recreación del conocimiento, donde la verdad es el vehículo que impulsa la vida.
A la vez, se debe estar atento, por supuesto, a que los gobiernos de turno no traicionen esta aventura de tener al fin las primeras generaciones de colombianos, en los últimos sesenta años, que nacerán en un país menos violento, con un poco más de esperanza de morir de viejos y no atravesados por una bala disparada desde cualquier fábrica de la muerte.
Finalmente, aunque se requieren muchas transformaciones estructurales en este proceso de posacuerdo, se mantiene la esperanza y el anhelo de alcanzar un país que conviva de manera más humanizada; quizá también sea necesario dar un siguiente paso, como lo dijera recientemente nuestro escritor William Ospina: “…ya la guerrilla inició su desmovilización, ahora sólo falta que se desmovilice nuestra clase dirigente”.
Acerca del autor/a / Isabel Cristina Jiménez Jiménez
Es magíster en Educación y Desarrollo Humano y Especialista en Pedagogía
Ha sido profesora universitaria durante varios años.
Actualmente es la directora del Centro de Interculturalidad de la Institución Universitaria Salazar y Herrera en la ciudad de Medellín, Colombia
Acerca del autor/a / Robinson Restrepo García
Es Magíster en educación y Desarrollo Humano y Especialista en Evaluación Educativa
Ha sido profesor universitario durante varios años
Actualmente es el Director de Internacionalización de la Institución Universitaria Colegio Mayor de Antioquia en la ciudad de Medellín, Colombia