¿Que valores defienden los que contraponen el concepto de república al de populismo? ¿Por qué se toma esta manera de ver la política como la forma aceptada en la que funcionaría la democracia? ¿O son nada más que definiciones ideológicas afines a las miradas del neoliberalismo económico?
Declaraciones recurrentes, juramentos de legisladores y ciertas movilizaciones públicas revelan que parte de la coalición política derrotada en las últimas elecciones generales intenta abroquelarse detrás de ciertos valores que se sintetizarían en la defensa de la REPÚBLICA, dando a entender que ésta se encuentra amenazada por el retorno al poder de una opción populista.
Ante esta situación, resulta interesante analizar cuál es el alcance de este remozado “republicanismo” y cuáles los valores que pretende defender, y también en qué medida esta movida proviene de definiciones ideológicas cercanas, por no decir idénticas, a las del neoliberalismo económico.
Para esto, conviene empezar por desentrañar qué se entiende actualmente por REPÚBLICA, luego de la larga evolución de este concepto desde los griegos, los romanos, los franceses, hasta nuestros días. La idea no es hacer un racconto de esa evolución, cosa que correspondería a las ciencias políticas, sino tratar de desentrañar las distintas acepciones actuales de este concepto, qué relación tienen con la organización institucional de un país y, sobre todo, con el concepto de DEMOCRACIA, ya que muchas veces se utilizan como sinónimos cuando en realidad no lo son.
La primera acepción aparentemente clara es que la república es lo contrario de la monarquía, aunque también de la dictadura o el despotismo. De estas tres variantes se diferencia porque el ejercicio del poder en el manejo de la cosa pública corresponde a la voluntad popular en la república, mientras que en la monarquía está en manos de una realeza hereditaria y en las dictaduras en manos de quienes ejercen el poder por la fuerza, sin considerar la voluntad popular, más allá de que se asuman como iluminados o representantes de alguna voluntad divina.
En lo que también hay bastante acuerdo es en que, entonces, la definición de república implica que el manejo de la cosa pública, es decir del gobierno, deviene de la voluntad popular, es decir del pueblo que elige a sus representantes para gobernar y establecer las reglas de juego de la comunidad. Eso implica que esas decisiones que involucran a toda la sociedad no pueden depender de iluminados que no hayan sido puestos en esa función por la voluntad popular.
La última característica de la república en la que suele haber bastante consenso es la división de poderes para el manejo de la cosa pública. Sin embargo, al momento de llevar a la práctica esta división de poderes el consenso no es unánime ya que comienza a discutirse la independencia y el control recíproco de esos poderes.
En efecto, en las repúblicas con régimen presidencialista el peso del Poder Ejecutivo suele ser más relevante que el del Legislativo, mientras que los regímenes parlamentarios sucede a la inversa, ya que el primer ministro o el presidente del gobierno pueden ser removidos por decisión del Parlamento. De todos modos, ambos casos son el resultado de la voluntad popular a través del sufragio, generalmente de carácter universal. No así el del Poder Judicial, como se señalará más adelante.
Donde aparecen las primeras diferencias de concepción sobre la república es en las cuestiones que tienen que ver con cómo se expresa la voluntad popular para el manejo de la cosa pública. En otras palabras, cuál es la relación que hay o debería haber entre república y democracia.
Las preguntas son varias. La primera es si la representación popular es directa o delegada en representantes. La segunda es si la elección de los representantes es por votación directa o indirecta. La tercera refiere a si todos los ciudadanos eligen todos los cargos o si hay algún tipo de segmentación, es decir algunos sí y otros no. Aunque el cómo no es un tema menor, el rasgo distintivo de la república es que, precisamente, la cosa pública debería estar en manos de la soberanía del pueblo. Sin embargo, república no es sinónimo de democracia, por lo menos de democracia directa y completa, y aquí comienza la discusión sobre el republicanismo, que puede ser no tan democrático.
El objetivo fundamental de la república en su nacimiento fue evitar que el Estado, en manos de alguien no elegido por su pueblo (monarca o dictador), avasallara a los miembros de la comunidad, coartando sus libertades y afectando sus derechos. En su versión norteamericana más pura, esto refiere a las libertades del individuo y sus derechos esenciales, comenzando por el de la propiedad, obviamente para quienes la tienen, y llegando hasta la tenencia y portación de armas para defensa personal. Para esta concepción, el Estado (y ya no importa si es manejado por un monarca o por representantes elegidos por el pueblo) no puede decirles a los individuos, ni menos ordenarle, qué puede y qué no debe hacer con sus propiedades porque eso es parte de sus derechos inalienables como individuo.
Para esta perspectiva, arraigada en las clases propietarias, altas, medias y bajas, que el Estado determine que no se pueden comprar dólares libremente porque eso conduce una crisis cambiaria recurrente, o que los exportadores de productos primarios, beneficiados por las condiciones naturales excepcionales de sus propiedades, deban pagar un tributo sobre lo que venden al exterior con un valor del dólar mucho más alto del que necesitan para ser rentables, o que deben pagar impuestos más elevados sobre sus ganancias y patrimonios para atender a los sectores sociales desposeídos, son abusos que atacan y cuestionan a la república.
En esta versión de república -y aquí se invierte el razonamiento-, un Estado democrático que imponga esos límites al uso y usufructo de la propiedad, en aras del bien común y en nombre de la voluntad popular, no es un Estado republicano sino que es, en el mejor de los casos, un régimen demagógico y, en el peor, una dictadura, casi siempre con el aditamento de populista.
El fondo de la cuestión entonces es que no hay una definición única y universalmente aceptada de República. En realidad, hay al menos dos tipos de república: la liberal y la popular. La república liberal es democrática ma non troppo; empatiza más con la democracia delegativa, las elecciones indirectas, algunas designaciones meritocráticas (como el poder judicial, por ejemplo) y los límites de la soberanía popular sobre la propiedad privada. En el peor de los casos, como sucedió en otros tiempos, va de la mano con el voto calificado, las candidaturas también calificadas y la discriminación civil y social. Por si esto suena un poco exagerado, recordemos que, desde su nacimiento, en nuestra República Argentina hubo varias décadas en que sólo votaba la “gente bien” con alguna propiedad, luego los que podían demostrar un trabajo fijo “y decente”, durante noventa años sólo votaban los varones y se elegía un colegio electoral que después designaba al Poder Ejecutivo. Muy, muy democrática no era.
En la concepción de república como soberanía popular la democracia tiene un peso mucho mayor y definido. La voluntad popular es el máximo valor político y se expresa a través del voto directo de toda la ciudadanía para designar sus representantes en todos los cargos públicos. Esto no significa que se pueda violar el derecho básico de propiedad, como corresponde a cualquier sociedad capitalista que se apoya en ese principio básico, pero sí se puede regular su uso y usufructo para que redunde en beneficio de toda la comunidad y no sólo de sus propietarios.
Ejemplos: la posesión inactiva de tierras o yacimientos aptos para explotación puede ser gravada impositivamente para estimular su explotación y, en casos extremos, ser expropiados con indemnización mediante reconociendo el derecho de propiedad. Otro: la percepción de rentas extraordinarias en razón de la dotación natural y no de las inversiones previas puede ser gravada de manera extraordinaria para neutralizar inequidades de explotación económica. Otro más: la posesión de viviendas sin alquilar en una sociedad con carencia habitacional puede ser penalizada impositivamente para estimular su puesta en oferta.
Todas estas medidas son muy mal vistas y tildadas de demagógicas, cuando no de tiránicas, por el republicanismo liberal, que aboga por la menor intervención posible del Estado en la economía, relegándolo a la función de gendarme para proteger la propiedad de los individuos, considerando como tales a los propietarios, obviamente. Esta mirada abreva, entre otras, en las enseñanzas del padre del liberalismo, Adam Smith, quien sostenía que “…el establecimiento de un gobierno civil es indispensable para la adquisición de propiedades grandes y valiosas. La autoridad civil, en cuanto es una institución destinada a asegurar los bienes y propiedades, se instituye en realidad para la defensa de los ricos contra los pobres, es decir, de quienes poseen algo contra los que nada poseen”.
Un comentario final sobre uno de los atributos republicanos arquetípicos: la división de poderes. No hay dudas de que este fue un lúcido recurso para limitar el absolutismo de un estado monárquico que concentraba todos los poderes públicos. La división de poderes permite contraponer el peso de las tres funciones esenciales del Estado: la de dictar las normas básicas (legislativa), la de administrar la cosa pública (ejecutiva) y la de juzgar el cumplimiento de esas normas (judicial). Si bien esto presupone un cierto equilibrio en el ejercicio de esas atribuciones para evitar el poder absoluto, aquí también es importante el grado de democratización de cada poder.
Donde hay una carencia casi total de democracia es en el Poder Judicial donde predomina un sistema de designación de jueces totalmente meritocrático o, en el mejor de los casos, sumamente indirecto a través de un consejo de magistratura. Si bien es un requisito básico la capacidad y experiencia profesional en derecho, la ciudadanía tendría que tener la atribución de elegir entre quienes reúnan esos requisitos mínimos para designar por un período determinado, con reelección indefinida, a quienes van a juzgar sus actos, así como lo hacen con los consejeros escolares de sus distritos. Total, el argumento de que eso podría llevar a elegir jueces del mismo partido que gane las elecciones en otros poderes no tiene relevancia ya que los jueces designados meritocráticamente también suelen responder por conveniencia a los gobiernos de turno.
Conclusión: no son más republicanos los liberales que los populistas. La única diferencia es que aquéllos son más elitistas y éstos más democráticos. La gran divisoria de aguas, dentro de la república, es qué valor se le da a la democracia como expresión genuina de la voluntad popular.
Acerca del autor / Daniel Enrique Novak
Licenciado en Economía. Subcoordinador de la carrera de Licenciatura en Economía de la UNAJ y Profesor asociado en Economía de la misma universidad. Fue Secretario de Industria y Desarrollo Productivo de Florencio Varela, Cooordinador de Desarrollo Inclusivo del PNUD (2004/14), Subsecretario de Coordinación Económica de la Nación (2002/2004) y Consultor Económico de Empresas Industriales (1990/2001).