Luego de las elecciones del 22 de octubre último, en que la alianza Cambiemos resultara triunfante, el gobierno encabezado por Mauricio Macrí, encaró una seria de iniciativas económicas que necesitaban la intervención del Congreso que implican un segundo momento de su mandato.
Decir que la iniciativa política en un presidencialismo le corresponde al Presidente de la Nación no es una novedad pero pocas veces se vio con tanta claridad esa dinámica como luego de las elecciones legislativas del 22 de octubre pasado.
Fortalecido en sus recursos de poder, sobre todo aquellos institucionales -en función de mayor cantidad de bancas para el oficialismo en el Congreso y en las legislaturas provinciales-, de apoyo popular / ciudadano -a partir del respaldo electoral pero también de los datos que provienen de sondeos de opinión- y de estrategia política, con una serie de acciones que hicieron avanzar territorialmente su base de respaldos políticos y electorales, el presidente Mauricio Macri decidió cambiar de pantalla.
La orientación política de su gobierno fue clara desde la asunción: planteó un gabinete de CEOs, aceleró mejoras económicas para el agro, la minería, los bancos y grupos de medios como Clarín. Disparó el endeudamiento público a una velocidad nunca vista y habilitó los clásicos mecanismos de la bicicleta financiera: dólar atrasado, tasas de interés positivas y libre circulación de divisas, con lo que reactivó el clásico ciclo de endeudamiento y fuga que caracterizó el período 1976-2001. El blanqueo y el intento de perdonar una millonaria deuda al Correo Argentino, dos medidas concretas con las que se benefició la propia familia del Presidente, completan el panorama. “Shock o gradualismo”, con una orientación tan clara es una falsa discusión de las elites.
Al estilo de las claves de lectura que Guillermo O’Donnell marcaba sobre el gobierno autoritario de Juan Carlos Onganía y su timonel económico, el ejecutivo Adalbert Krieger Vasena, en la gestión de Macri la salud del “gran capital” está en la primera línea de preocupaciones del Estado. Se trata de un liberalismo que “no era antiestatista ni proponía un retorno al laissez-faire” ni era “hostil per se a una expansión del aparato estatal, ni siquiera de sus actividades económicas”. Eso, sí: “siempre que sirva a la expansión de la estructura productiva oligopólica de la que surgen sus principales portavoces”.
Es en ese contexto que se da un verdadero “juego brusco institucional” impulsado y avalado por parte del Gobierno nacional, con brazos como el Poder Judicial y las fuerzas de seguridad que ponen derechos civiles básicos entre paréntesis.
Con su discurso en el Centro Cultural Kirchner del 30 de octubre pasado, el jefe de Estado planteó tres reformas que no sólo son neoliberales (si se quiere, para no entrar en polémicas por el término, que impulsan el avance de mecanismos de mercado), sino que retoman una agenda que el último gobierno fuerte con esa orientación el de Carlos Menem, había dejado truncas.
Por un lado, una reforma laboral, dedicada a restringir derechos de los trabajadores. Debe notarse que el gobierno de Menem pudo avanzar con reformas periféricas a la legislación laboral y que no logró desarrollar modificaciones de envergadura a ese cuerpo legal. De no haber sido así, Fernando de la Rúa no hubiera tenido que encarar, presionado por los organismos internacionales de crédito, la reforma laboral que signó su destino político. En este caso, el Gobierno la anunció pero luego introdujo una serie de modificaciones y permitió postergar el tratamiento. Podemos pensar que no es su prioridad en el actual contexto. Esto no sería tampoco llamativo. El oficialismo podría abaratar el costo laboral de hecho si no se crea trabajo decente, si los trabajadores comienzan a tener más temor de perder su empleo o si las organizaciones sindicales se ven obligadas a firmar convenios que incluyen, por ejemplo, el congelamiento de salarios, como ocurrió con los metalúrgicos fueguinos.
En forma paralela, el Gobierno propuso una reforma impositiva que se centra en una reducción del Impuesto a las Ganancias para grandes compañías. En forma paralela, se plantea de hecho una reducción del impuesto a los Ingresos Brutos en las provincias, lo que implica una desfinanciación de los estados subnacionales. Y una rebaja de los aportes patronales, beneficiando sobre todo a los mayores empleadores del país (empresas de servicios e hipermercados, entre otras).
El centro de las reformas es lo constituyó una reforma previsional. Se trata de un ajuste de entre 70 y 100 mil millones de pesos, según los cálculos, a los fondos que deben destinarse a jubilados, pensionados y beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo para el año que viene.
El Gobierno buscó apurar el recorte, atar la iniciativa a las necesidades de fondos frescos por parte de los gobernadores y evitar las negociaciones en torno a la principal de las reformas -por el monto del ajuste y por lo estratégico de su implementación-, la reforma jubilatoria.
Todo parecía ir bien y de hecho logró la aprobación de la iniciativa pero tuvo un costo importante en distintos aspectos. Por un lado, el oficialismo logró la aprobación por escaso margen: diez votos en la Cámara de Diputados. Y lo hizo tras una sesión fallida, habiendo mostrado en la calle escenas de represión, un Congreso militarizado y legisladores de la oposición agredidos por las fuerzas de seguridad: hechos inéditos. La segunda escena de represión en el marco de un paro nacional pareció mostrar al Gobierno en mejor forma, actuando a través de fuerzas de seguridad algo más profesionales frente a grupos más violentos. Sin embargo el terreno de las imágenes también deparó retrocesos: una motocicleta de la policía que atropella y deja agonizando a un anifestante no parece la mejor carta de presentación.
La sorpresa el 18 de diciembre por la noche llegó con un cacerolazo de sectores que se oponen a la reforma previsional. Fue una protesta visible y contundente que se extendió desde los barrios más acomodados de la capital hasta el Gran Buenos Aires y ciudades del interior. No fue monocolor y cambió la agenda informativa e incluso el clima político al interior de la Cámara baja.
El oficialismo forzó la reforma, lo hizo a pesar del costo y dejó de lado la responsabilidad principal de todo Gobierno de garantizar la paz social. Esta estuvo por varias horas “en el aire” y fue el oficialismo el que la puso en vilo. Hay otra forma de analizar el costo para el Gobierno. Cuando un presidente se fortalece, en general su oposición se debilita y divide.
En este caso, la oposición encontró puntos de fortaleza y de unidad “en la diversidad”. Dirigentes con enormes diferencias entre sí, como Martín Lousteau, Victoria Donda, Agustín Rossi, Graciela Camaño y Nicolás del Caño, por ejemplo, terminaron votando en igual sentido y expresándose contra la reforma. Esto habla de una oposición que -aún de manera esporádica y episódica- encuentra puntos de acuerdo, lo que no es una buena noticia para el oficialismo.
Así es el “cambio de pantalla” que le plantea el gobierno de Macri a la sociedad. Y hace prever -si se mantiene este rumbo de avance de los mecanismos de mercado y reducción de la protección social- fuertes tensiones. Porque un gobierno con un sesgo en su origen social -”de clase”- tan marcado tomando medidas que afectan a sectores vulnerables y con pocas mediaciones políticas hace que las tensiones se vuelvan más crudas, desnudas, intensas.
Al modo en que lo afirmó Eduardo Basualdo, del Equipo de Economía y Tecnología de FLACSO, en una entrevista reciente, el gobierno de Macri plantea un esquema en el que se borran las “mediaciones” propias de todo Estado capitalista, es decir, aquellas que hacen ver al Estado separado de los intereses y del manejo de los propios capitalistas. “Cuando esto se debilita los proceso se vuelven fuertemente clasistas y los enfrentamientos, profundos”.
Acerca del autor/a / Nicolás Tereschuk
Politólogo. Magister en economía política. Profesor en FLACSO – Argentina. Es editor del blog de análisis político, Artepolítica.