La imposibilidad de entramar instituciones, cultura cívica y voluntad política surge como una clave para interpretar el nuevo capítulo del largo ciclo de inestabilidad política venezolano abierto desde la muerte de Chávez y el ascenso de Maduro a la Presidencia.
Todos, o la mayoría de los ciudadanos de las democracias actuales, sabemos del valor y la utilidad del voto a la hora de elegir a quienes han de representarnos en el ejercicio del gobierno. Ahora bien, pocos conocemos y, menos aún, tenemos la posibilidad de ponerlo en práctica, el valor y la utilidad del voto al momento de decidir que ya no queremos que un cierto representante siga ocupando un cargo para el que fue elegido, sea porque ya no nos sentimos representados por sus acciones; sea porque consideramos erróneo, corrupto o insatisfactorio su desempeño en el cargo; sea, simplemente, porque ya no nos agrada.
Esta segunda función del voto, que al igual que el sufragio electoral también pone de manifiesto la soberanía popular, toma el nombre de revocatoria de mandato. Varios países latinoamericanos cuentan con este mecanismo de control ciudadano que permite rescindir el contrato representativo antes de que expire su plazo. Venezuela es uno de estos países, y lo es en tal medida que permite a los ciudadanos revocar todo tipo de cargo electivo, nacional o subnacional, ejecutivo o legislativo. Sí, también el del presidente, volviendo al presidencialismo más flexible por el hecho de habilitar el reemplazo anticipado de su cabeza en tiempos de crisis, a fin de evitar quiebres institucionales y abonar la estabilidad democrática.
En Venezuela, la revocatoria de mandato llegó por primera vez de la mano de la Constitución de 1999, a iniciativa del propio presidente Chávez, quién 10 años más tarde promovería una enmienda en sentido contrario: abrir la posibilidad a la reelección indefinida y a la perpetuación de los gobernantes en el poder.
Para poner en marcha el mecanismo revocatorio en tierra bolivariana, se necesita, en primer lugar, que una asociación civil o política presente una solicitud con el apoyo de al menos el 1% del padrón respectivo. Verificadas las firmas por el Consejo Nacional Electoral (CNE), los promotores proceden a la recolección, en hasta tres días, de una cantidad de avales equivalente al 20% de los ciudadanos empadronados. Convalidadas las nuevas adhesiones por el mismo Consejo, este convoca a un referéndum (de participación no obligatoria) en el cual los ciudadanos deciden si quieren o no revocar al gobernante en cuestión.
Para que el representante termine antes de tiempo su mandato se requiere que al menos hayan votado el 25% de los electores y, además, que igual o mayor número de ciudadanos que eligieron al funcionario tiempo atrás vote a favor de la revocatoria. En ese caso, se procede a la destitución y a su inmediato reemplazo. En el caso del presidente, si se encuentra en el cuarto año de mandato (que dura seis años), se convoca a elecciones. Pasado ese tiempo, lo sucede el vicepresidente que, cabe destacar, en ese país no es elegido por la población sino que es designado por el presidente.
En términos teóricos está claro que es un mecanismo participativo que permite que los gobernados controlen a sus gobernantes mientras estos ejercen sus cargos. Ahora bien, pasemos a preguntarnos cómo funcionó este dispositivo en la práctica. Brevemente podemos mencionar dos casos “positivos” o de desempeño “exitoso” (Chávez en 2004 y Morales en 2008), y uno “negativo” o de fracaso en su implementación (Maduro en 2016). Curiosamente, los tres casos nos llevan a la misma conclusión: que los gobernantes, más aún si se trata de una figura con amplias facultades como el presidente, tienden a intervenir en la aplicación de este mecanismo, ya sea para promoverlo o para detenerlo según su conveniencia, aún a costa de hacerle perder todo su efecto para la rendición de cuentas.
El revocatorio contra Hugo Chávez se llevó a cabo en 2004. El proceso se realizó en medio de un clima de amplia movilización social y profunda crisis política. Fue impulsado por la oposición (agrupada en la Coordinadora Democrática) para destituir en forma democrática al presidente. Superadas las resistencias iniciales, Chávez aceptó el reto y comenzó una campaña a favor de lo que él denominó el “referendo ratificatorio”. En medio de serias dudas sobre la legitimidad de la votación, el presidente fue confirmado en el cargo con el 59% de los votos. El “éxito” del caso radicó en que tras dicha votación se aquietaron las aguas y el presidente pudo seguir gobernando hasta el final de su mandato.
El otro caso “exitoso” de revocatoria fue el de Evo Morales en Bolivia durante 2008, que alcanzó también a su vicepresidente y a ocho prefectos departamentales. Esta vez, la iniciativa surgió del propio presidente, en un intento por frenar a la oposición autonomista en varios departamentos. Al igual que ocurrió con Hugo Chávez, Morales y su vice fueron ratificados, esta vez, con un 67,41% de los sufragios. Los seis prefectos oficialistas también mantuvieron sus puestos, mientras que los dos opositores fueron revocados. Como en Venezuela, el referendo revocatorio resultó favorable al presidente, sellando su continuidad y la de sus gobernadores y derrotando los intentos autonomistas.
Finalmente, el caso fracasado es el iniciado contra Nicolás Maduro en 2016 por la oposición (reunida en la Mesa de Unidad Democrática -MUD). En el contexto de una ardua crisis política, económica y social; contando la oposición con la mayoría en la Asamblea Nacional; tras varias sentencias del chavista Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) en su contra; y habiendo considerado todas las vías constitucionales para apartar al responsable de la catástrofe, la MUD optó por el revocatorio. Así, en el mes de mayo presentó el primer requisito de firmas del 1% del padrón.
En adelante, se iniciaba una verdadera carrera contra reloj. La oposición disponía de ocho meses para conseguir y validar las firmas de la iniciativa popular (20%), lograr que la autoridad electoral convocara al referendo y sumar los votos necesarios para la revocación (esto último no sería problema según las encuestas). En caso de que triunfara la revocatoria, para desalojar completamente al chavismo del poder y lograr el llamado a elecciones por el resto del período, la MUD debía superar todos los pasos antes de que el presidente finalizara el cuarto año de mandato. Por el contrario, si era revocado en el quinto o sexto año de gobierno, lo sucedería su vicepresidente, designado “a dedo” por este y continuador de sus cuestionadas políticas.
Tras múltiples estrategias dilatorias perpetradas por el chavista CNE, al igual que otros tantos fallos adversos del también oficialista TSJ, no solo se excedió (intencionalmente) el tiempo en el cual revocado el presidente se hubiera podido llamar a elecciones para reemplazarlo, sino que, peor aún, en el mes de octubre el órgano electoral terminó por suspender para siempre el proceso. La decisión se justificó en virtud de las medidas cautelares dictadas por diferentes jueces de primera instancia que admitieron a trámite las querellas criminales presentadas por el oficialismo contra la primera recolección de firmas del 1% del mes de abril.
Luego de la suspensión definitiva del revocatorio, se sucedieron los tristemente célebres hechos por todos conocidos: manifestaciones populares duramente reprimidas, intervenciones diplomáticas fallidas, mediaciones vaticanas estériles, nuevas sentencias judiciales represoras del legislativo, para llegar a la fraudulenta e ilegítima convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente, que completaba el escenario de decadencia de la democracia y el viraje hacia el autoritarismo.
En definitiva, de haber contado Venezuela con una voluntad política respetuosa de la Constitución, de las instituciones, de la división de poderes y de la voluntad popular; de haber tenido la oposición garantías suficientes para ejercer libremente su función de contrapeso al gobierno; de haberse conducido las autoridades electorales y judiciales de modo imparcial en el ejercicio de sus funciones; tanto las encuestas como la primera recolección masiva de firmas hacían prever un contundente triunfo del “si” a la pregunta por la revocación de Maduro.
Ciertamente, de haberse implementado limpiamente el procedimiento revocatorio en los tiempos y formas previstas por la norma, cabía esperar que el voto ciudadano pusiera en práctica su doble rol habilitado por la Ley Fundamental (paradójicamente chavista): primero, finalizando el mandato del sucesor de Chávez y, segundo, designando a un reemplazante que contase con un más amplio apoyo popular. Así, muy probablemente se hubiera podido evitar tanto la degradación como la ruptura del régimen constitucional y democrático.
Por el contrario, el estilo personalista del presidente, su disposición a utilizar no solo las múltiples facultades ejecutivas otorgadas por la Constitución y el TSJ sino también otros tantos artilugios por fuera de aquélla, y su influencia directa e ilegítima sobre los funcionarios afines, permitieron a Maduro interrumpir por completo el uso del revocatorio, inutilizando un mecanismo que hubiera podido servir para frenar tanto el hiperpresidencialismo como el atropello a las instituciones, y como válvula de escape a la grave crisis atravesada.
En lugar de permitir a este mecanismo democrático desplegar su potencial a favor de la continuidad democrática vía el reemplazo anticipado del primer mandatario, su interrupción ilegal derivó en un recrudecimiento de la catástrofe, en el arribo a la escandalosa y fraudulenta Asamblea Nacional Constituyente, en levantamientos cívico-militares, en la profundización de la violencia, que pusieron en serio peligro la vida de la población y del Estado de derecho.
El reciente caso Maduro nos deja una importante enseñanza, y es que no solo de instituciones se hace, consolida y preserva la democracia, sino también, y fundamentalmente, de una cultura cívica y una voluntad política comprometida con la defensa de las libertades y los derechos de sus habitantes.
Acerca del autor/a / Laura Eberhardt
Doctora en Ciencia Política (UNSAM), Posdoctorado de la Facultad de Derecho (UBA), Magíster en Ciencia Política y Sociología (FLACSO), Licenciada en Ciencia Política (UBA). Investigadora del CONICET, Profesora en UBA y UNAJ, Directora de proyecto UBACyT. Sus temas de investigación son la participación ciudadana, la representación política, la crisis de la representación, la democracia y la revocatoria de mandato en América Latina