Del “debate ideológico” al “odio a la política” a “la política del odio”, un recorrido por la historia de la denigración de los sentidos en la contemporaneidad.
La edad de la inocencia
Desde los años ’50 la televisión ha sido un propagador natural de construcciones discriminantes: cosificación de la mujer y romantizar la violencia de género, humillación para todo aquel con atisbos de divergencia sexual, de posición de clase “subalterna”, de imposición de un modelo de corporalidad hegemónico, o una forma “correcta” de pensar, o encarnar una nacionalidad heroica, son apenas algunos de las temáticas cuyos efectos comunicacionales desplegados durante décadas han prevalecido como mezquindades intrínsecas de la cultura.
El camino por el que hemos transitado en estos últimos cuarenta años en nuestro país, traccionados por el movimiento inicial LGTB y los feminismos, nos han permitido sacar a la luz esta mezquindad y desafiarla. No sin contradicciones, hemos transitado un camino de visualización de los mecanismos a partir de los cuales construimos las polaridades existenciales cuyos efectos nos causan dolor. Hemos perdido la falsa inocencia de creer que existe un estado puro de naturaleza; que habilita a cualquier actitud y prejuicio, simplemente porque se careciera, hipotéticamente, de “la natural percepción de las cosas”; que merece una superación cuasi civilizatoria, que llamábamos “buena educación”.
Somos más conscientes de las toxicidades y peligrosidad de los componentes culturales que ejercemos (acríticamente), pero aun así nunca estuvo tan a flor de piel la construcción negativa de les Otres. Ya no observamos límites para el uso indiscriminado de la palabra, para el uso discriminatorio de la palabra. No hay por qué hacerlo, ya que todo parece ser una continuidad del espacio íntimo o narcisista (autorreferencial).
Aquellos procesos de politización que emergieron en la década del ’90 venían en reemplazo de un sistema de partidos políticos en decadencia. La comunicación horizontal asamblearia desafiaba permanentemente las reglas y temáticas del debate organizacional y se trasladaba permanentemente de “lo político” (ideológico) hacia lo personal (relacional). La participación política es también un proceso identitario; que se ejercía de manera cruda y atravesada, por las tensiones propias de la convivencia. Hacia finales del siglo XX, la desestructuración del sistema de partidos y la pérdida de confianza en las instituciones en general generó nuevas reglas de convivencia y expresión política. Ya no se podría pensar en términos de la guerra fría. En su lugar quedaba una suerte de vacío ideológico e identitario. No porque organizarse para resolver un problema colectivo no tuviera ideología. Sino porque todo lo asociado a lo ideológico, (frases y modismos, discusiones y estéticas) simplemente no tenían lugar; y se rechazaban como si fueran una enfermedad infecciosa. Había ganado el famoso “discurso único”: la pretensión de que solo quedaba espacio para obedecer y resignarse a las transformaciones que empeoran la vida. Aun así la nueva resistencia fue creciendo; solo que, en vez de seguir la tradición partidaria, su organización y su contenido semántico se reemplazó por la tensión y la frustración, por la competencia de egos y por las dificultades de ponerse de acuerdo.
El medio es el mensaje
Ese no fue el único cambio que existió en la forma en la que resolvemos colectivamente los problemas comunes. Al debilitarse el sistema de partidos en la democracia representativa, aparecen fenómenos de democracia participativa que intentan ocupar esos espacios. Es decir, las necesidades e intenciones siguen buscando formas de emerger y trascender la limitación de lo meramente personal; proyectándose grupalmente hacia lo social. La forma asociativa entre cada pequeña célula de democracia directa barrial es la conformación de redes barriales; que tengan la capacidad de llamar la atención de las autoridades por su volumen. Si pensamos todo el ciclo de movilizaciones que ocurrió desde la década del ’90 hasta inicios del nuevo milenio, vemos un patrón asociativo en el que confluyen grandes capacidades de ejercer presión pública a través de la movilización de miles de personas.
Se empezó entonces a pensar que este nuevo tipo de fenómenos políticos tenían necesidad de una pata puesta en el espacio público moderno (ágora); que no era la calle, que no era la plaza, eran los medios de comunicación. Todo ciclo de protesta se consideró efectivo y completo cuando obtenía visibilidad en los medios de comunicación. El esfuerzo micro de cada organización asociada en red tiene verdadero impacto cuando los medios de comunicación narran sus historias y recogen sus reclamos como problemáticas sociales positivas. De manera clara se nota que los “medios” de comunicación no son tales, sino que son también parte de la ecuación.
Pero he aquí que estos “medios” tienen intereses absolutamente independientes del sistema democrático ya que son empresas privadas y no instituciones públicas. No persiguen el “bien público” intrínseco al que responder, sino que están para perseguir el lucro; o al menos sus ideales no sean los que representen a la sociedad toda. ¿Por qué? Porque no son la sociedad toda si no un segmento empresarial muy específico. Y su accionar impacta en el clima político.
Navegar las cloacas
La mayor transformación de las empresas de comunicación fue la transformación hacia un modelo de negocios digital: sobre todo porque el medio digital posibilita un feedback automático en tiempo real. Con la digitalización apareció un nuevo fenómeno: la construcción extendida del discurso periodístico a través de la utilización de los “comentarios de los lectores” como parte del cierre semántico de la nota. Los comentarios positivos o negativos le dan una credibilidad adicional y completan el discurso que la nota contiene. En el inicio de los portales de noticias se aplicaba un código explícito de conducta, que limitaba lo que un lector podía o no podía decir en los comentarios. Se avisaba de antemano que cualquier comentario ofensivo iba a ser eliminado y se eliminaba. Eso dejó de ocurrir.
Cómo dejamos constatado en el libro que publicamos con Marcelo Gómez (Gómez y Massetti, 2009)¹, los multimedios utilizaban intencionalmente los comentarios agresivos de los “lectores” (reales o recreados) en determinadas circunstancias. La finalidad más clara: contribuir a una imagen negativa de algún personaje público que desagradaba al multimedio. El caso insigne fue la saña contra Luis D’Elía: se permitieron prácticamente insultos e improperios de todos los colores en cada nota en que se lo mencionaba.
Es de remarcar que esta transformación en el sistema de circulación de sentidos (desde el debate ideológico hacia el uso desregulado del insulto) ocurre en paralelo a una más compleja dinámica: el deterioro de la credibilidad de la institucionalidad democrática. La dictadura militar se ocupó de aumentar un prejuicio presente en la sociedad argentina: la opinión política es peligrosa. “Algo habrán hecho” pensaba el ciudadano de a pie cuando veía que secuestraban a una persona a plena luz del día. Los medios de comunicación callaban cómplices. El retorno democrático trajo esperanzas de una reconstrucción institucional; pero fue prontamente devastado por el proceso hiperinflacionario y la resistencia de los sectores más activos del Ejército (carapintadas) que se negaban a asumir responsabilidades y condenas por los crímenes de lesa humanidad. La década del ’80 termina en una crisis sin precedentes a nivel económico e institucional. Me acuerdo que por aquel entonces trabajaba en las famosas encuestas del PNUD, que relevaban la percepción sobre las instituciones. Los datos mostraban cómo la población desconfiaba por completo de las instituciones de la democracia. Las instituciones públicas eran mal vistas, la ideología era mal vista y aquellos que vivían para la militancia y esgrimían ideología eran automáticamente mal vistos.
Del descreimiento en las instituciones al “odio a la política” fue un paso sencillo. Tres razones explican esto. Primero, que efectivamente hubo un desacople de las instituciones y procesos sociopolíticos. Podríamos discutir sobre la vitalidad del ideario de la IIIª República histórica (alfonsinista); pero sea como fuere no funcionó y en su lugar tuvo que ceder frente a los poderes fácticos, mucho más atentos al desguace del Estado para nuevos negocios y el reemplazo de la agenda pública por una mera crónica policial. Como segundo elemento, vemos intereses concretos que se ocuparon del debilitamiento de las instituciones democráticas: imponer una nueva corriente de pensamiento que conocemos hoy como “neoliberalismo”; insensible a las problemáticas sociales y muy proclive a los negocios turbios. Lo que nos lleva al tercer aspecto: efectivamente hubo una clase política que no pudo revertir este proceso.
La política del odio
Ese conjunto de procesos históricos de reconfiguración de las instituciones democráticas, de dislocación entre los ideales y la acción política, de pérdida de las herramientas tradicionales de resguardo de los intereses populares y el aumento creciente de la capacidad de las multinacionales para influir sobre la población, son el contexto de una transformación que hoy se hace visible: “La política del odio”.
El “odio a la política” es una construcción histórica como también lo es la “política del odio”. Aparece cuando es más fácil incentivar la relación visceral entre los intereses sociales y los intereses particulares. La “calidad” de la discusión, de los intercambios de puntos de vista (basamento de la democracia), es la clave. La afectividad es, sin duda, parte usual de los aspectos constitutivos de las identidades. No es un adjetivo, es un sustantivo: un objeto de estudio para la psicología; que podemos utilizar solapadamente para comprender los procesos amplios de constitución de imaginarios sociales.
Lo interesante que aporta este seguimiento histórico que propusimos aquí, es que es fácil entender que la “política del odio” sólo es posible cuando se soporta sobre medios específicos. Tiene que haber una forma de difundir discursos de odio que no esté limitada por ningún recurso ni regulación. Y que, al contrario, sea incentivada a partir de la reproducción o convocatoria a razonamientos irracionales. El odio es el mensaje.
Para los fines de este artículo nos interesa aquello irracional como forma de procesar negativamente la oportunidad de relación con un Otre imaginado. Ese Otre es imaginado porque no es más que una construcción solipsista; estimulada por el usufructo que de esta hacen las grandes corporaciones de este mecanismo de relación. Si no es mediado por alguna plataforma digital, gran parte de la construcción solipsista del Otre no tendría efecto: legitima al hecho de aferrarnos a nuestros prejuicios como único material en la construcción del Otre; sin dar la oportunidad de expresar otro punto de vista, que negamos de plano como una agresión. La política del odio es una forma de encantamiento con el sí mismo de quien la esgrime.
El mecanismo de la política del odio se aferra de esta forma restringida de percibir y relacionarse con los Otres. Se nutre del vacío que deja la escucha de lo que el otre dice de sí y de la falta de voluntad de ponerse de acuerdo. Cada vez que ejercemos esta forma de relacionarnos, el multimedio nos da una gratificación positiva (likes, vistas, seguidores, aplausos). Lo mismo ocurre sobre las redes sociales (que están compartimentadas además, intencionalmente, a través de algoritmos). No importa lo que el Otre quiso o quiera decir, lo que importa es repetir la idea propia incansablemente, hasta creer que se hace realidad y es la única justa. Como una necesidad de reafirmación personal que, ciega y obsesiva, me priva de toda capacidad de aprendizaje y crecimiento.
Sobre este efecto de lo irracional propio del ser humano se apoyan, sin embargo, las intenciones racionales propias de las corporaciones y los grupos políticos; que utilizan el odio como plataforma para competir por las instituciones democráticas y/o conseguir y defender sus beneficios económicos. La política del odio es un gran negocio. Permite apelar a cualquier persona que esté disponible afectivamente para dejar de lado el respeto y la curiosidad y reemplazarlo por lo más revulsivo de la identidad: que es la repetición sin pausa de la propia autoafirmación, negando así la posibilidad de asomarse a lo diverso y lo Otre.
¿Paradójico no? El auge de la política del odio se da justo cuando la sociedad parece más inclinada a reconocer que sus modos de vidas tradicionales son injustos (y letales) en relación al género, expulsivos en relación a los económico, discriminantes en relación a la diversidad sexual y repulsivos en relación al sostenimiento de corporalidades no hegemónicas. Paradójico.
¹Gómez, Marcelo y Massetti, Astor (2009). Los movimientos sociales dicen. Nueva Trilce. Buenos Aires.
Acerca del autor / Astor Massetti
Docente. Lic. Sociología, especialista en Antropología Social y Política, Dr. en Ciencias Sociales. Investigador IIGG/CONICET. Ex director carrera de Sociología (UNMdP). Ex Consejero carrerera Sociología (UBA). Ex Consejero Superior (UNAJ) y vice Director del ICSyA (UNAJ). Actualmente es Consejero Superior UBA y Coordinador de Trabajo Social (UNAJ).