En la actualidad el concepto de eficiencia goza de una gran aceptación en el público en general. ¿Quién podría estar en contra de la eficiencia? Y más aún con el desprestigio de su antónimo “ineficiencia”, que al solo escucharlo nos hace pensar, y con razón, en algo negativo. En cambio la eficiencia se nos presenta ante nosotros como un concepto luminoso y transparente.
Sin embargo, si lo analizamos detenidamente, quizás no sea ni tan positivo, ni luminoso ni transparente como a primera vista se nos presenta. Examinemos brevemente la cuestión.
El concepto de eficiencia se constituye como central en el campo del management y hace referencia a la relación entre los medios disponibles y los resultados alcanzados; Herbert Simon considera que el principio de eficiencia se encuentra implicado en todo comportamiento racional, entendiendo el ser eficiente como “tomar el camino más breve, los medios más baratos para alcanzar las metas que se desean”. En la literatura especializada es frecuente encontrar definiciones de eficiencia que refieren a la obtención de los mejores resultados a partir de la menor cantidad de insumos o recursos. Y, en principio, ¿Quién podría estar en desacuerdo con este postulado? ¿Quién podría afirmar lo contrario y decir que es deseable obtener los mismos rendimientos teniendo que invertir mayor cantidad de insumos o recursos?
Pero el problema de esta aparente perogrullada está, en primer lugar, en qué es lo que se considera un recurso. Es muy frecuente encontrarnos con la expresión “recursos humanos”, ya sea para denominar al departamento de una organización que es encargado de la función de administración del personal o al personal mismo; las palabras no son ni ingenuas ni inocentes y se corresponden a un marco conceptual determinado. En este caso, entender a los integrantes de una organización como meros recursos de la misma, igualarlos con cualquier insumo, implica uno de los caminos para el incremento de la eficiencia organizacional que sería, además de minimizar el desperdicio, emplear de mejor manera dicho recurso. También se es más eficiente cuando se reducen los costos laborales o cuando se incrementa la tasa de explotación de los trabajadores.
Por supuesto, cabe aclarar que el problema no es una cuestión semántica, las palabras son una expresión de las ideas y representaciones en torno a una cuestión determinada; no se trata de cambiar las palabras en relación con este, ello no sería suficiente, se trata de cambiar las prácticas.
Un segundo problema que podríamos considerar en torno a la eficiencia está relacionado con la ausencia de valoración en la categoría de los costos no económicos al llevar adelante una actividad socio-productiva. En este sentido, el concepto de eficiencia no considera ni los costos ambientales, ni los costos sociales, ni ningún otro costo no económico asociado con la actividad como pueden ser también los vinculados con la salud de los trabajadores u otras dimensiones comunitarias. Por ejemplo, para una organización puede ser mucho más económico no tratar los desechos o no cumplir con determinadas normas de seguridad laboral, esto reduciría los costos de la actividad y la organización sería más eficiente. Sin embargo, tendríamos que preguntarnos si es socialmente deseable que las organizaciones lleven adelante políticas de esta naturaleza, que inherentemente implican un conjunto de costos no económicos.
En este contexto lo que estaría sucediendo, en lugar de una reducción de costos, sería una transferencia de los mismos; la organización reduce costos económicos pero al hacerlo se encuentra incrementando los costos sociales o ambientales.
De esta manera, en lugar de enaltecer la eficiencia es necesario preguntarse: ¿a costa de qué? Las políticas de incremento de la eficiencia no son neutrales: ¿A costa de la extensión de la jornada laboral por un mismo salario? ¿A costa de la degradación de las condiciones laborales? ¿A costa de la contaminación ambiental? En el ámbito público ésta cuestión es aún más compleja, ya que además de las consideraciones precedentes deberíamos incluir otros elementos propios de la naturaleza pública y de los bienes comunes.
En primer lugar, en función de la propia naturaleza del Estado, los principios que guían (o deberían guiar) el accionar de los organismos públicos no es la persecución de beneficios económicos, sino el bienestar común. En esta misma línea de pensamiento, el horizonte temporal en que debe proyectarse la política pública, sobre todo en sectores estratégicos, debería distar radicalmente de los criterios empleados en el ámbito privado, ya que un Estado debe ocuparse de las cuestiones inherentes al desarrollo económico y social de un país, objetivo que no persigue una empresa privada. Por supuesto, nadie podría estar de acuerdo con el despilfarro o el mal uso de los recursos públicos que administra el Estado. Se espera que quienes tienen la función de administrarlos lo hagan de la mejor manera posible a favor de la sociedad en su conjunto, especialmente atendiendo a los sectores más desfavorecidos. Sin embargo, la aplicación del criterio de eficiencia no contribuye a mirar las problemáticas económicas y sociales a horizontes temporales que escapen al análisis económico y que pueden ser necesarios para el desarrollo de un sector considerado estratégico o atacar en profundidad problemáticas sociales de carácter estructural. En este sentido, la aplicación del criterio de eficiencia no es capaz de visibilizar los efectos cualitativos y a largo plazo que pueden tener las políticas públicas.
En segundo lugar, cabe destacar al Estado en su rol de garante de derechos. Es el Estado el que debe arbitrar todos los medios necesarios para garantizar los derechos políticos, económicos y sociales, y garantizar derechos no marida muy bien con la reducción de costos. ¿Cuál es el costo que tiene que tener el asegurarse que un chico pueda cursar la escolaridad obligatoria? ¿Cuál es el costo que debería tener una elección nacional, provincial o municipal? ¿Cuál es el costo que debe tener la atención médica?
Para que no haya malos entendidos, vuelvo a repetir, es deseable que los recursos públicos sean empleados de la mejor manera posible y que no se malgasten. Las arcas públicas no deberían ser el quiosco de nadie. En esto todos estamos de acuerdo. Pero no podemos caer en la trampa de aquellos que con argumentos basados en la ineficiencia del Estado o un supuesto despilfarro de recursos lo que buscan es restar derechos a los ciudadanos. Garantizar la atención médica, garantizar el derecho a la educación o cualquier otro derecho social no puede quedar sujeto al tamiz del análisis costo – beneficio y al criterio de eficiencia. Cualquier tipo de subordinación de este tipo implica en mayor o menor medida una degradación de derechos.
La eficiencia ha ganado una batalla, la batalla de las representaciones, se ha posicionado en el imaginario colectivo como una forma de racionalidad superior a otras, por ello es tan necesario develar lo oculto detrás de esta categoría. Cuando la eficiencia se fetichiza aparentando ser una racionalidad superior, se convierte en un valor supremo y se nos presenta como algo absolutamente necesario, que subordina todas las dimensiones de la realidad y criterios ante ella. En este contexto, la eficiencia se vuelve el criterio de lo válido y de lo verdadero. La adopción de un sistema administrativo, de un sistema de planificación, de conducción o de un sistema de control se encuentra sobredeterminada por su aporte al rendimiento, por el criterio de eficiencia.
En este sentido el criterio de eficiencia se convierte así en criterio de validez. Lo válido es lo que funciona, lo exitoso, pero nunca se pregunta: ¿funciona para qué? ¿para quién? ¿al servicio de qué objetivos? ¿al servicio de cuáles intereses?. ¿Es exitoso en base a qué criterio de éxito? Así, nada que sea considerado como inválido puede ser verdadero, no tendría razón de su existencia. Así lo válido se vuelve verdadero, no dejando que nada escape a su estructuración de la realidad. Así, toda experiencia alternativa no puede ser real.
A veces un discurso no dice tanto por su contenido sino por lo que omite, por sus ausencias, por sus silencios, por lo que calla. ¿Acaso la justicia no tiene nada que ver con el discurso y con las prácticas del management? No importa que sea justo, importa si es eficiente, parece decirnos por lo bajo; algunos van más allá… no importa si es justo si es eficiente… lo eficiente es su criterio de justicia.
Acerca del autor Anibal Loguzzo
Licenciado en Administración con especializaciones en Desarrollo Humano y Docencia Universitaria. Subcoordinador de la carrera de Licenciatura en Administración de la UNAJ y en esa carrera Profesor de Teoría de la Organización y Organización Industrial.