A 49 años de la masacre de Trelew, publicamos esta historia de Ernesto Jauretche, protagonista directo de los hechos, que forma parte y es anticipo de un nuevo trabajo que está escribiendo sobre la militancia revolucionaria de los años setenta.
Desde los lejanos tiempos de la primera Resistencia, los 22 de agosto eran días sagrados para la juventud peronista, que en las buenas y en las malas salía a refrendar su coraje: no dejaba de arrojarse a la conquista de las calles con el recuerdo de Evita. Sus palabras repiqueteaban en nuestras conciencias: “Yo sé que un día ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”. Esa sentencia que fue siempre un mandato tenía una vibración nueva para esos días de 1972: la victoria estaba más cerca de lo que nunca había estado desde 1955 y aquella frase del discurso de Evita, más que un presagio, sonaba con una potencia real.
Ese 22 también teníamos otro motivo para celebrar.
Una semana antes, el 15 de agosto a las 18,15 unos 200 presos políticos alojados en los pabellones del penal de Rawson se amotinaron, sometieron a los guardias y tomaron las instalaciones. Una confusión impidió la programada evasión masiva. Tras los primeros seis que fugaron, un grupo de otros 19 logró arribar por sus propios medios al aeropuerto de Trelew, pero justo en el momento en que despegaba el avión que transportaba a los jefes del operativo.
Los comandantes de las organizaciones político militares ERP, FAR y Montoneros llegarían a Chile, donde el Presidente Salvador Allende les brindaría asilo político. Era la más grande operación político-militar que se hubiera concebido de manera conjunta por las organizaciones peronistas y no peronistas de esos años.
La fuga de los seis comandantes de la cárcel de alta seguridad de Rawson sacudió al régimen del general Lanusse y se constituyó en un calificado hito en la ruta del triunfo popular que se estaba gestando.
En ese contexto de febril activismo político, el Consejo Provisorio y agrupaciones de base de la JP de Buenos Aires llamaban a celebrar el Día del Renunciamiento de Evita con un acto en la Federación de Box.
Ni la peor pesadilla iba a ser peor que la realidad de ese día imaginado de celebración y alegría.
Luego de ofrecer una conferencia de prensa para exhibir su integridad física ante la opinión pública, el contingente encallado en el aeropuerto de Trelew entregó las armas a los efectivos de la Marina. Solicitaron y recibieron amplias y formales garantías para sus vidas en presencia de periodistas, abogados y autoridades judiciales y el Dr. Viglione, médico que los revisó, verificó que se encontraban en buen estado de salud. Creyeron que la presencia de numerosos periodistas, médicos y jueces en el aeropuerto era una garantía suficiente para sus vidas.
La escuadra bajo órdenes del Capitán de Corbeta Luis Emilio Sosa condujo a los prisioneros hacia la Base Aeronaval Almirante Zar, alegando que el nuevo sitio de reclusión era transitorio, pues dentro del penal continuaba el motín. El juez federal doctor Alejandro Godoy, el director del diario Jornada, el subdirector del diario El Chubut, el director de LU17 Radio Golfo Nuevo y el abogado Mario Abel Amaya, quienes acompañaban como garantes a los detenidos, no pudieron ingresar a la Base y fueron obligados a retirarse.
Por su parte el General Lanusse con la firma de su ministro, el radical Mor Roig, argumentando otro posible intento de evasión, declaró el Estado de Emergencia y la zona quedó bajo el mando del V Cuerpo del Ejército. La Base estaba rodeada con 3.000 efectivos de la Infantería de Marina en disposición de combate más 600 soldados con dos aviones de reconocimiento, una compañía de Gendarmería con refuerzo de Ejército se hallaba estacionada a cinco cuadras de la prisión y además estaban alerta 500 efectivos de la policía provincial.
El lugar estaba en medio del desierto, la estepa, el viento: la nada que rodea ese páramo tampoco daba posibilidad de evasión ni comunicación alguna con el exterior.
Ante el inquietante panorama, en la mañana del 17 de agosto el Partido Justicialista envió un telegrama al Ministro del Interior Arturo Mor Roig: «Reclamamos respeto a los derechos humanos de los presos políticos de la unidad carcelaria Rawson responsabilizándolo por su integridad física amenazada por medidas de represión». El sistema constituido por el resto de los partidos políticos, presuntos custodios del orden democrático, guardaba un silencio cómplice ante las evidentes amenazas.
Hacia mediodía del 22 de agosto llegaron los primeros cables relatando lo inconcebible: ametrallados por los oficiales de la Marina encargados de su custodia 19 militantes populares habían sido fusilados a sangre fría. El derroche de alevosía tenía un explícito designio: advertir, amedrentar a toda la militancia revolucionaria.
No era la primera ni sería la última vez.
Antecedente histórico de una acción similar se remontaba al siglo XIX: el degüello masivo de prisioneros que practicaban sistemáticamente los coroneles uruguayos contratados por Mitre en la “guerra de policía” contra las montoneras federales.
En el aeropuerto de Trelew, Pedro Bonnet lo había advertido:
—Ya que estamos en la Patagonia concebimos esta Nación y esta lucha como la continuación de la que libraron todos los obreros rurales y los obreros industriales en el año 1921 y que fueron asesinados por el Ejército, por la represión.
Años después, uno de los jefes de la ESMA, Jorge “El Tigre” Acosta, invitó al Capitán Sosa a ese centro clandestino y lo paseó ante los prisioneros como reconocimiento a su “trabajo” precursor en la aplicación del terrorismo de Estado.
A la tarde de ese 22 empezaron a llegar los primeros contingentes de militantes de la JP a las inmediaciones de Rivadavia y Castro Barros. ¿Se suspende el acto de homenaje a la compañera Evita? Venían doloridos, sorprendidos, perturbados, con los dientes apretados, furiosos, llenos de preguntas y demandas, buscando qué contestar ante lo inaudito, a quién acudir, cómo hacer justicia, sin llorar, sin maldecir… ¿era hora de sufrir o de pelear? Se notaba el clima desconsolado, expectante, amenazador.
Así fue que la convocatoria al acto de homenaje a Evita era ya irrevocable; más aún: era necesaria.
Se llenaron el estadio y las inmediaciones. La hora de empezar se aproximaba. Pero no había oradores.
—Rodolfo, busquemos al Tío.
Galimberti convenció a Cámpora de que no podía fallar. Y salió “al toro”.
No se había erigido la implícita barrera que se da entre la asistencia y el palco, esa natural distancia en el diálogo entre las bases y el discurso. Imperaba un clima de tragedia. No había orden. Era difícil hablar. De cada rincón surgían coros que entonaban diferentes consignas. Impedían los baches de silencio que admiten la intervención del predicador.
—“Cinco por uno…”, “Lanusse gorilón…”, “Se va a acabar…”, “FAR, FAP y Montoneros…”.
Galimba no era buen orador. Pero la emoción que nos dominaba dictó las palabras y su voz estridente logró intervenir en el intercambio que se estaba consustanciando. Lanzó una andanada de ataques y amenazas, destacó la responsabilidad absoluta de las fuerzas armadas y en particular del General Lanusse en los crímenes; los insultos contra el poder militar y las exhortaciones a la unidad y el coraje enfervorizaron al auditorio. Y entonces llegó Héctor Cámpora quien, cuando se plantó frente al micrófono, no tuvo más alternativa que dialogar con una vociferante multitud enojada y exigente de la que progresivamente fueron emergieron tres consignas al unísono:
—¡Al latero, a la lata, el velorio en Avenida La Plata!
Cámpora insistió con que esa acción podía ser aprovechada por el régimen para proscribir una vez más al peronismo de las próximas elecciones.
—¡A la lata, al latero, son nuestros compañeros!
Argumentó varias veces que él tenía la responsabilidad ante Perón de llevar al Partido Justicialista dentro de la legalidad. Pero todo era inútil.
—Si nos vetan, si nos vetan, agarramos metralletas.
Las mismas consignas volvían a resonar, una y otra vez, como una exigencia unánime, como un mandato que Cámpora al fin obedeció:
—Se hará lo que el pueblo exige.
Cámpora, virtual candidato a Presidente de la Nación por el peronismo, cedió la casa, sede nacional del Partido Justicialista pero, en lo que seguramente fue un reservado acuerdo con Perón, él no participaría.
A partir de entonces comenzaron los intentos de comunicación con los familiares para ofrecerles el ámbito de la casona de Avenida La Plata para las ceremonias finales de adiós a los muertos.
Sin que nadie lo ordenara, con la espontaneidad de los hechos auténticos que protagoniza el pueblo, esa sede política, como si fuera una empresa de sepelios, empezó a llenarse con una afluencia compasiva, silenciosa, taciturna. Cuando rebasó la capacidad de la casa, la concentración de jóvenes empezó a amontonarse en la vereda, luego en la de enfrente y por fin, a media mañana, ya ocupaban también la calle. La policía tuvo que cortar el tránsito. Llegaban incesantemente coronas y palmas de flores que empezaron a depositarse primero en los salones, luego en los pasillos y más tarde ocuparon los frentes de los domicilios vecinos. Una multitud apesadumbrada, de a grupos sueltos de jóvenes que apenas susurraban, aguardaba impaciente la llegada de los féretros.
No cesaban de funcionar los teléfonos. Eduardo Luis Duhalde junto a Rodolfo Ortega Peña, Carlos González Garland y Rodolfo Mattarolo fueron los primeros abogados en llegar a Trelew. Sumaron a su comitiva a Hipólito Solari Yrigoyen y Mario Abel Amaya y otros abogados locales. Desde allí, mientras elaboraban los términos de la denuncia y organizaban la defensa jurídica, conectaban a los familiares de los caídos para ofrecerles lo decidido por Cámpora. Pero los militares decidieron evitar todo funeral popular y el Ejército se hizo cargo de trasladar los cuerpos a sus lugares de nacimiento; Rosario, Córdoba, Tucumán, Entre Ríos, Santa Fe, Santiago del Estero, Capital y Pergamino. A la Capital Federal llegaron los ataúdes con los restos de María Angélica Sabelli, Ana María Villarreal de Santucho y Eduardo Capello, para ser velados en la sede justicialista.
Se dispusieron tres mesas en un salón al fondo de la casa y sobre ella fueron depositados los ataúdes.
Al velatorio concurrieron personalidades de la Iglesia Católica y otras confesiones, curas “tercermundistas” como Monseñor Jerónimo Podestá, el Padre Carlos Mugica y el sacerdote Alberto Carbone. También figuras destacadas de la política y el sindicalista Raimundo Ongaro; nadie del Consejo Nacional del PJ ni dirigente político alguno de las primeras líneas del frente electoral que se estaba gestando por la convocatoria política de Perón. Pero el desfile de militantes jóvenes de las corrientes políticas y sindicales más diversas del peronismo y de todas las identidades populares era incesante.
A media tarde del día 23, a pocas horas del arribo de los cadáveres, se presentó el Comisario Villar. Llegó en un auto particular seguramente para no llamar la atención, vestido de civil y acompañado de tres oficiales de uniforme; uno de ellos, según supe después, era el también Comisario Berges o Vergés. Ingresaron a la casa abriéndose camino entre la masa de jóvenes que ocupaban la vereda y la ancha puerta enrejada de la entrada. Se dirigieron al grupo de integrantes del Comando de Organización que, encabezados por Juan Quirós, se arrimó a recibirlos, y solicitó entrevistar a las autoridades del local. El único miembro del Consejo Nacional del Partido era yo. Cuando me acerqué a atenderlos el gentío avanzó y nos apretujó. En el ajustado cerco, tan amenazante como defensivo, mi brazo apoyado en el abultado vientre de Villar registraba su agitada respiración. Con ánimo huraño y lenguaje áspero, a pesar de la situación de inferioridad en que se encontraba, el Comisario me informó que ese velatorio estaba prohibido y que nos otorgaba un plazo de dos horas antes de dar a sus fuerzas la orden de desalojar el edificio. Le respondí que como había sido autorizado por Cámpora tenía que consultarlo con las autoridades partidarias y también con los familiares. Sin más los policías se retiraron. Pero no volvieron a las dos horas ni en todo ese día.
Al caer la noche, en un reducido cónclave, tomamos la decisión de abrir los ataúdes para hacer la autopsia de los cuerpos. Ortega Peña y Duhalde harían el papel de escribanos para elaborar las actas; mi mujer, la doctora Marta Roldán, sería la médica forense; Miguel Ángel Otero, compañero de mi hermano Osvaldo en la revista Fotografía Universal, documentaría fotográficamente cada caso. El conjunto de los documentos elaborados sería compendiado en una carpeta destinada a servir de prueba de los crímenes de las Fuerzas Armadas ante los tribunales de justicia.
El caso de la familia de María Angélica fue conmovedor. Cuando se le requirió autorización para abrir el féretro para hacer la autopsia su padre, Manfredi Sabelli, respondió:
—Hace rato que mi hija no me pertenecía. Ella eligió la revolución. La Petisa es de ustedes. Dispongan lo que sea necesario”.
Y se sumó a las tareas como un compañero más.
No tardaron en aparecer compañeros que con sus propias herramientas forzaron y abrieron los tres ataúdes de madera. Adentro había una caja de chapa de hierro y zinc soldada en sus bordes. Mientras unos salieron a buscar un soplete, otros con martillo y cortafierro fueron despegando las tapas hasta que las abrieron.
La presencia de los tres cadáveres desnudos en la penumbra de la habitación era impresionante, como si brillaran, imponente y al mismo tiempo atroz. Parecían estar saliendo de la caja a suplicar devoción de creyentes en el destino revolucionario, protección para su humanidad mancillada, respeto por su elección de lucha, amor de camaradas. Nos interpelaban e invocaban imperativos sentimientos de lealtad y fraternidad. Eran compañeros sí, heridos, vivos ayer, ahora inertes, silenciosos, inmóviles, lo que cualquiera de nosotros podía llegar a ser en cualquier momento en esos tiempos de violencia salvaje. Nos explotaba el corazón.
Pero no había tiempo para la compasión. Aún muertos ellos debían seguir militando, denunciando su propia muerte, el crimen que expresaban sus propios cuerpos lacerados.
Hacía falta mucho valor para mirarlos; mucho más para atreverse a acercarse, a tocarlos.
La médica compañera Marta Roldán avanzó con sus instrumentos y acarició la piel apenas lívida, de terciopelo, fría como porcelana de María Angélica. Buscó y halló entre la cabellera el orificio de la bala que le causó la muerte. Introdujo un lápiz para determinar la dirección del disparo y, en lenguaje técnico-médico, dictó su diagnóstico.
Entonces los abogados anotaron cada paso, cada palabra, registraron día, hora, minutos y segundos de las acciones de la médica que ejercía de forense. Era el acta que serviría para sufragar la denuncia de la acción criminal.
Ana María Villareal, con los labios apretados, su cara morocha sumergida en la cabellera negra, tenía el vientre abultado por el embarazo y los moretones redondos de tres disparos de frente y uno en la espalda, que apareció al darla vuelta por demanda de la médica.
Cada práctica decisiva fue registrada fotográficamente por Otero, que tenía que treparse a los ataúdes para poner en foco los lugares del cuerpo de la víctima que señalaba Marta.
El cuerpo robusto de Eduardo Capello yacía cansado, relajado; tenía numerosas perforaciones como si hubiera estado al frente del pelotón de fusilamiento. La improvisada forense las registró una por una, hasta el tiro de gracia en la cabeza, y se las dictó a los abogados con esa denominación de los lugares del cuerpo que manejan los médicos.
A la madrugada, los mismos obreros que habían quebrantado con sus herramientas de trabajo el intento de secreto militar, cerraron otra vez las cajas de metal y los ataúdes de madera como si nada hubiera ocurrido.
Por fin se elaboraron tres actas que firmaron los abogados, la médica y el fotógrafo, más los varios testigos que presenciamos el suceso para aportar sus testimonios de veracidad.
A la madrugada fuimos a buscar a nuestra pequeña hija, que cuidaban amorosas compañeras. Al día siguiente, cada uno siguió su rutina: Soledad a la guardería, Marta al hospital y yo al Partido.
La Avenida La Plata seguía interrumpida por la presencia de numerosos compañeros, muchos de los cuales habían amanecido en una vigilia atrevida y triste a disposición de lo que pudiera ocurrir. La concurrencia fue creciendo con las horas. Hasta que llegó la rabiosa Guardia de Infantería de la Policía Federal. La caballería, sable en mano, por un lado desalojó las veredas y el frente para franquear la entrada de los infantes que irrumpieron en la casa con sus perros, ordenando a los presentes a sentarse junto a las paredes con ambas manos en la cabeza so pena recibir un mordisco de esas fieras entrenadas para el mal. Por otro, reprimió en la calle hasta dispersar la concurrencia que ocupaba el frente de la casa.
Entonces llegó la famosa tanqueta que, conducida por nuestro ya conocido Comisario Bergés o Vergés, derribó con gran estruendo el portón de herrería de la antigua entrada de carros de la vieja casona. Una clara exhibición de prepotencia, ya que si con su absoluto poder querían adueñarse de los féretros bastaba con entrar por la puerta principal que estaba abierta, bajar el pestillo y abrir sin daños el portón. Una imagen hacia la posteridad que nos dejó la oligarquía para perpetuar la fuerza de su crueldad.
Por la brecha abierta ingresó un nutrido contingente de uniformados que se apoderó de los ataúdes y los cargó en un furgón azul de la Federal que marchó a toda velocidad hacia Rivadavia flanqueado por las motos que le abrían camino y lo seguían desde atrás, con rumbo desconocido.
Todo había terminado. En nuestra impotencia nos protegimos con el calor de la compañerada, que pronto recuperó la alegría, se apropió de unos tragos y sacó de la nada una guitarra para empezar una nueva peña. La guerra y la vida continuaban.
Miguel Ángel Otero me entregó los negativos de las autopsias, revelados en seis tiras de seis cuadros cada una, al día siguiente. Los llevé a casa y los sumergí entre las páginas del manual de medicina legal que Marta había estudiado.
Dormimos, descansamos de un día durísimo a despecho de la insistente demanda de teta de la beba. Y al día siguiente otra vez la rutina. Soledad a la guardería, Marta al hospital y yo al Partido.
Cuando regresé a casa el canillita de la esquina me advirtió:
—Ojo, que anduvo la patota.
El portero uruguayo, un exiliado tupamaro que seguía comportándose como clandestino, me atajó:
—Vinieron unos tipos que mostraron chapa de federales y subieron.
El departamento de Juan B. Justo al 7800 lucía desordenado, el revólver en la mesa de luz ya no estaba y en la biblioteca no quedaba un libro. Unos instrumentos de laboratorio químico de cristal muy vistosos como adornos que Marta había traído de su trabajo también faltaban.
Se llevaron lo que buscaban: los negativos de las fotos de las autopsias. El hurto de lo demás era sólo un bobo intento de cobertura.
Cuando un año después fui subsecretario de Asuntos Municipales del gobierno de Bidegain me visitaron unos policías para invitarme a un encuentro con el jefe de Coordinación Federal, Comisario Bergés o Vergés. Acudí y el Comisario se disculpó del ilegal allanamiento de mi domicilio un par de años antes.
—Así son las cosas. Un día estamos arriba nosotros y otro les toca a ustedes. Pero nosotros estamos siempre y escribimos todo, con lo que no olvidamos nada y lo nuestro pasa a otros y ustedes a veces están y otras no. Nosotros somos una burocracia, me entiende: yo puedo poner un vigilante durante años a esperar que usted pase alguna vez por un sitio al que una vez concurrió, y si pasa, ya lo tengo. No tengo apuro. El tiempo pasa. Pero nosotros siempre volvemos a cobrar nuestras deudas.
Ante mi sorpresa ante esas confesiones, que disimulaban cordiales amenazas, continuó:
—Por eso, como hoy usted está arriba quiero tener una atención: le devuelvo lo que le secuestramos en el allanamiento ilegal de su domicilio en el año 1972.
Tocó un timbre y apreció un sargento:
—Traiga la caja del señor…
Era un cajoncito de madera con una serie de objetos adentro. Lo primero que vi fue el manual de medicina legal y estiré la mano para agarrarlo, pero sin impedirlo Bergés o Vergés dijo:
—Los negativos no están, por supuesto; ¿claro, no?
A modo de distracción sacó mi revólver, un triste Smith & Wesson lechucero calibre 32, le cargó los seis tiros y me lo ofreció.
Yo no quería correr el riesgo de salir de “Coordina” con un revólver cargado encima; lo deposité en el cajoncito, le pedí que me lo enviara y nos despedimos.
Acerca del autor / Ernesto Jauretche
Militante peronista, documentalista, escritor, periodista. Autor entre otros libros de No dejes que te la cuenten. Violencia y política en los 70 (1997)