Escenarios globales

SOCIEDAD CIVIL Y DERECHOS

La democracia devaluada

Por Victorio Taccetti

Focalizando en el caso argentino el autor realiza una recorrida histórica por el desarrollo de la democracia que lo lleva a fundamentar la necesidad de impedir una eventual anemia representativa en el fortalecimiento de las organizaciones populares que sean capaces de repensarse en un contexto de cambio profundos.

En la enorme cantidad de siglos que lleva la humanidad sobre este planeta, la democracia ha sido una realidad verdaderamente efímera.  Nacida en la Atenas anterior a Cristo, estaba limitada a los varones libres, oriundos de la ciudad. De ahí en más, todos los gobiernos, con pocas excepciones, estuvieron organizados como reinos, imperios o aristocracias manejadas por uno o unos pocos nobles y/o ricos, que podían “conceder” ciertos beneficios que de ningún modo constituían derechos del pueblo.

En la Edad Media, algunas ciudades gozaron de formas de autogobierno relativo, aunque en general estaban sujetas a un vasallaje más o menos directo o lejano respecto del rey, el emperador o el señor feudal. En la América anterior a la llegada de los europeos la existencia de regímenes incluyentes que velaban por la suerte de todos los habitantes, de modo casi paternal, no los convertía por eso en regímenes democráticos.

La democracia más o menos universal comienza a gestarse en siglos recientes. La independencia norteamericana instaura, sin duda, un sistema semi-democrático,  pero con caracteres fuertemente elitistas y oligárquicos. La revolución francesa, por su parte, fue un  avance de la burguesía, pero no olvidemos que terminó en la autocracia napoleónica y en la restauración monárquica conservadora. Lo mismo ocurrió con la revolución inglesa de 1688, al limitar el poder real e instaurar el parlamentarismo – con exclusiones religiosas y de clase – cuya vigencia sigue hasta hoy.

Las revoluciones latinoamericanas que se iniciaron en 1810, simultáneas con la ocupación napoleónica de España y los movimientos democratizantes, no condujeron a  regímenes democráticos sino a reiterados episodios de inestabilidad política. Durante los primeros momentos impulsaron avances democráticos, pero la reacción oligárquica  condujo a gobiernos autoritarios y luego, formalmente más institucionalizados pero muy aristocráticos.

Las democracias participativas y universales fueron, antes de la segunda guerra mundial, fenómenos  acotados a algunos países: Francia, Estados Unidos, Canadá, los países nórdicos, la Argentina a partir de la Ley Sáenz Peña, Uruguay, etc. En Alemania sólo rigió la democracia durante el corto período de la República de Weimar. En Italia la incipiente democracia fue reemplazada en 1922 por el fascismo.

Los movimientos populares latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX intentaron aumentar la inclusión social, con logros ambiguos, casi nunca duraderos. Así, la Revolución Mexicana de 1910, luego burocratizada, intentó revivir su carácter popular con Lázaro Cárdenas ( sus  nacionalizaciones inspiraron poco después medidas similares tomadas por Juan Domingo Perón en la Argentina) pero después advino el acercamiento a Estados Unidos protagonizado por Miguel Alemán y la burocratización sin retorno.

En Brasil Getulio Vargas inició un período de modernización e industrialización que incluyó a muchos trabajadores, aunque al margen de las formas democráticas. En Chile, luego de una serie de gobiernos formalmente democráticos pero oligárquicos, se inician movimientos de apertura con Eduardo Frei y luego Salvador Allende, cuyo mandato fue interrumpido de forma por demás sangrienta.

Al término de la segunda guerra  la democracia comenzó a expandirse, al menos en América del Norte y del Sur (Argentina, Uruguay, Chile, Brasil, Canadá, Estados Unidos) y en Europa occidental. Esta democracia moderna se fundaba en una interrelación más o menos equilibrada entre dos circuitos, el político (separación de los poderes del Estado, libertad de expresión, respeto por los derechos humanos y civiles) y el económico-social (negociación entre capitalistas y trabajadores sindicalizados, con intervención del Estado). O sea, la democracia política se asentaba sobre la sociedad de bienestar.  Una expresión muy clara de esta filosofía política  fue nuestra Constitución de 1949.

Es en Europa occidental donde esta democracia social parece tener mayor afirmación. La constitución italiana, por ejemplo define en su artículo 1º que “Italia es una República democrática fundada sobre el trabajo” y la constitución francesa de 1946 proclama que “cada quien tiene el deber de trabajar y el derecho de obtener un empleo”

Esto duró hasta su abrupta destrucción por el avance neoliberal puesto en práctica, primero, por Augusto Pinochet en Chile y luego por Margaret Thatcher y Ronald Reagan. A partir de entonces el poder sustantivo fue pasando a  manos de las oligarquías financieras que, al destruir el equilibrio social, acabaron convirtiendo a la democracia en un juego formal.

¿Cuál es la relevancia sustantiva de esta democracia, cuánto poder real está en las manos de las autoridades elegidas? Y más aún: ¿a quién representan los candidatos que disputan la elección popular?

Como decía hace ya muchos años Max Weber, el votante sólo opta entre diferentes grupos de élite que ejecutan programas de gobierno diseñados a su vez por grupos de élite, que tienen en su poder los medios de información de masas, los medios económicos para organizar campañas electorales, etc.

Las estructuras de poder de los asalariados y de las clases medias son escasas: sólo pueden tener peso sustantivo sobre la base del número, no de su poder económico individual. Su principal plataforma de poder es la organización sindical. De ahí que sea ésta el principal objeto de aversión por parte de los poderes económicos. Destruído el poder de las organizaciones de trabajadores, como ha ocurrido  en Estados Unidos y Europa, se rompe el equilibrio que tanto costó construir a lo largo de varios siglos.

La ausencia de una fuerte estructura sindical deteriora la capacidad de los trabajadores de hacer oír su voz en la “cocina” de la política. Destruído el poder sindical, poco le queda como defensa al “hombre de la calle”. Veremos si en el futuro esta red puede ser reemplazada por otras estructuras, como las organizaciones de trabajadores precarios, las asociaciones civiles, etc.  Diversos autores avizoran potenciales nuevos actores, como  las redes sociales (Colin Crouch), la “multitud” (Antonio Negri), etc.

Por ahora, el horizonte está lleno de nubarrones.

Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió en otros países, en la Argentina las organizaciones sindicales aún preservan algo de su poder. Es sustancial para nuestro futuro que ese poder no se pierda.

Seguramente las organizaciones sindicales argentinas deberán reflexionar acerca de cómo afrontar un nuevo mundo del trabajo mucho más inestable y fluído, el mundo del posfordismo y la “modernidad líquida”: hasta hace pocos años, quien comenzaba su vida laboral en Ford o Renault probablemente la terminara en la misma empresa; quien hoy comienza a trabajar en Microsoft no tiene idea acerca de qué será de él al final de su vida laboral.

En esta era posmoderna, posfordista,  los sindicatos deben transformar sus tácticas de defensa de los intereses de los trabajadores. Entre estos cambios, deberían:

  • defender los intereses de los trabajadores en forma global, no restringiéndolos por “ramas de actividad”, sino amparándolos a lo largo de los cambios en su vida laboral;
  • incluir entre sus defendidos a los precarios, los informales, los cuentapropistas, los indocumentados, los inmigrantes, que son cada vez un número mayor de trabajadores. No pueden limitar su acción a la “aristocracia” laboral de los trabajadores  en blanco.

No debemos ceder  a la tentación de hacerle caso al canto de sirena que nos reclama mayor flexibilización laboral. Los resultados de este potencial proceso serán tan injustos respecto de las mayorías excluidas, cada vez más grandes, que forzosamente se producirán crisis violentas.

Si queremos evitar este escenario, pensemos seriamente en crear estructuras sociales que enfrenten los retos de las nuevas realidades del mundo de la producción, manteniendo y promoviendo los equilibrios necesarios entre el capital y el trabajo. Si la Argentina y otros países latinoamericanos logran apartarse de la tendencia global hacia el neoliberalismo que desequilibra la balanza a favor de las oligarquías, podrán erigirse en un nuevo modelo de sociedad más justa, democrática e incluyente, que será ejemplo y polo de atracción en el mundo.

Acerca del autor/a /  Victorio Taccetti

 

Victorio Taccetti es abogado, Master en Ciencia Política y diplomático de carrera. Ocupó cargos consulares y diplomáticos en Houston, New York y Washington y embajador en México, Italia y Alemania. Fue Vicecanciller de la República.

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